14.4.14

Un desierto de color y un lago de lágrimas

Texto: Aida Miguez en Rambla



Goab, el desierto de colores recién nacido en Fantasía –y sin embargo tan antiguo, tan arraigado en la memoria– es el lugar que crece a partir del deseo de Bastian de completar su recién adquirida belleza con coraje y resistencia. El niño atraviesa el desierto para conquistar el don, y allí, en el corazón de arena, bajo un cielo de luz que transforma la tórrida superficie desértica en un mar de infinitos colores, aparece Graógraman, el león de Goab: fuego, luz, destrucción; «muerte de colores» es la aposición que expone su esencia, igual que siempre en La historia interminable nombres y adjetivos descubren los rostros y las costumbres de cada criatura que habita Fantasía. Fuchur es el «dragón de la suerte», que nunca cae en la desesperanza. La Emperatriz Infantil, la niña «concesora de deseos, de ojos dorados», espíritu ubicuo del reino. Ygramul es «los muchos», algo que cambia constantemente de forma, pues su unidad está compuesta de múltiples figuras, es pluralidad.


Graógraman, que está solo porque lleva el desierto consigo, porque es él mismo el desierto y uno no puede escapar de sí mismo, desconoce el secreto de su propia existencia, un secreto que como un cerrojo le encierra en la tristeza. La llave la posee el visitante desde siempre esperado: aquel niño que, llegado de fuera y con el «brillo» luciendo en su pecho, no perezca abrasado por la insoportable luz solar. ¿Por qué el león vaga cada día en el vasto, estéril, mortífero desierto de luz y color? ¿Qué es lo que se escapa en su existencia, como siempre se escapa algo en la existencia de cada cosa? Perelín, le dice Bastian, el bosque de la noche. Él muere cuando el desierto despierta y despierta cuando el desierto muere. Graógraman, el desierto de colores, consigue escapar de sí mismo desistiendo cada noche, y es entonces cuando, no siendo, abandonando, se sitúa sin embargo en otra parte: en la explosión imparable de la vegetación nocturna. La vida y la muerte –piensa el león que por fin ha visto lo que solo no podría ver jamás–, ambas son buenas. Yo cedo y el desierto conmigo, y eso está bien. Las dos cosas, crecimiento y destrucción, humedad nocturna y fuego solar, ambas tienen su parte en todo esto.

El rostro de Jano del deseo de Bastian –Goab y Perelín como dos caras de lo mismo– reaparece bajo otras formas en su peregrinaje a través de Fantasía, que no sólo es un viaje en sentido cotidiano, sino que cada trayecto, cada paso en el camino, produce y otorga existencia: en él cada lugar es visto por primera vez, es creado a partir del deseo mismo de que exista, pero a la vez está ahí desde siempre, como lo que siempre ha sido, portando consigo un pasado que casi parece comportarse como la sombra necesaria de cada nueva cosa. El peligro del viaje lo salvará quien logre que los deseos no sean meramente los «propios» deseos. Éstos pierden, desvían y destruyen la memoria del niño que ha transitado a Fantasía. Haz lo que quieras, dice la inscripción en el reverso del Auryn. Eso, le advertía Graógraman, es siempre lo más duro, lo más difícil de lograr.

Más allá del desierto de colores, Amargánth, la ciudad más bella de toda Fantasía, flota suspendida sobre un mar de lágrimas. Del lago procede el material, la plata de la que calles y edificios están hechos. La ciudad, como la luz de la luna, luce y tiembla sobre la superficie. Su pasado, que está y no está ahí cuando Bastian llega a ella por primera vez, se inscribe sin embargo en una historia cuyo poder radica en conceder existencia, como siempre nombres, deseos y palabras crean y fundan en Fantasía. Sólo lo que tiene nombre, y en nombre empieza la historia, puede sobrevivir en ese reino.

El origen de la belleza de Amargánth hay que buscarlo bajo tierra. Ahí viven criaturas que una y otra vez lamentan su deformidad, enterradas en un lugar sin luz a fin de ocultarse las unas a las otras su horrible figura. Pero de sus lágrimas ha nacido el lago, y con él el material precioso que sostiene a la ciudad. Ellas son los artistas que producen las filigranas de las torres; son ellas, criaturas amorfas, las que han construido la ciudad más bella del reino. Y sin embargo, Bastian no comprende todavía el misterio de doble rostro, y en su mala comprensión no puede sino desear restituir la presunta crueldad de su deseo: querrá que los Acharai (los Ayayay, dice la traducción castellana) dejen de ser las criaturas que siempre lloran, que pasen a ser los que siempre ríen. Pero a veces los deseos acaban en lo indeseable: espantosos, estridentes, locos seres alados que nada razonan y a nada atienden se tornan por obra de Bastian los artistas de Fantasía. Mucho después suplicarán que les sea devuelta su forma original, pues el lago está seco y la ciudad perece; pero al niño no le quedan ya deseos. Ha olvidado su propio nombre y debe abandonar cuanto antes Fantasía.

De allí uno tiene siempre que volver. Y lo que uno trae es algo así como el agua eterna de la vida, que restituye y reconforta. Todos los dones perdidos confluyen para Bastian en esta nueva capacidad, la capacidad para estar realmente en el mundo real.


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