Texto: José Miguel García en La mano del extranjero
Imagen: cubierta de La historia interminable
Sin lugar a dudas, La historia interminable fue el gran éxito de la literatura fantástica juvenil anterior a la aparición del fenómeno Harry Potter. Es decir, fue el libro que los padres se apresuraron a comprar a sus hijos para leerlos ellos también, hasta el punto de acabar saliendo del reductor espacio de partida y acceder al público en general. (Aunque tengo la impresión de que, poco a poco, está cayendo en el olvido.) De entrada, La historia interminable llamaba la atención por el particular cuidado de su edición. El libro tenía una cubierta de color cobre en la que destacaba un signo ovalado formado por dos serpientes que se mordían mutuamente su cola (variante del ouroboros, símbolo antiquísimo del eterno retorno, con una sola serpiente). En el interior, las letras estaban impresas a dos tintas, cobre y verde esmeralda, de acuerdo con la división de la historia entre el mundo real y Fantasia, y cada capítulo venía encabezado por una ilustración a toda página con dibujos alusivos su contenido, amén de una enorme letra capitular, obra toda de Roswitha Quadflieg. 26 capítulos, además, para las 26 letras del alfabeto latino, desde la A a la Z.
Michael Ende parte de un planteamiento ya considerablemente transitado (de Alicia en el País de las Maravillas a Las crónicas de Narnia): un ser humano real que penetra en un mundo de fantasía poblado de seres fabulosos para vivir mágicas aventuras. Un mundo que, eso sí, es abiertamente ficticio pues se encuentra en el interior del libro que el protagonista está leyendo (que se titula, precisamente, La Historia Interminable) y que, además, se llama Fantasia [1], un libro cuyas características de edición, descritas por el personaje, son justo las que he señalado líneas arriba. Ende vio las posibilidades de un planteamiento semejante para enhebrar, alrededor de una fantasía aparentemente «ortodoxa» —que incluye elementos tan obligados como la princesa en peligro, el campeón intrépido, las criaturas imposibles, los engendros del mal, la geografía misteriosa, el conjunto de pruebas—, una reflexión metaliteraria sobre la misma raíz del concepto de la fantasía y de sus ambiguas relaciones con eso que llamamos el sustrato de lo real. Sobre ese personaje que, primero, se emociona con las aventuras de un héroe de ficción y, después, descubre que él mismo puede entrar en ese mundo y convertirse en su creador y campeón, Ende procedió, además, a una fascinante construcción, deconstrucción y destrucción del concepto de Héroe.
Un libro para niños y adolescentes con un planteamiento perturbadoramente adulto. ¿O no? Por desgracia, La historia interminable es también la historia de una dolorosa frustración, la que produce en el lector exigente que ama el género fantástico el advertir que un planteamiento con tantas posibilidades es finalmente rebajado, trivializado y hasta emasculado por el miedo, o la incapacidad, para ejecutarlo con la valentía necesaria, sin caer en blandas concesiones. En vez de escribir el libro adulto (con aparente pátina infantil, pero adulto) que el planteamiento exigía, Ende optó por pensar que, ante todo, su públiconatural, no podría entender, o soportar, las sombrías conclusiones que implicaba. Y así incurrió en dos terribles errores.
El primero, bañar toda la parte verdaderamente inquietante —esto es, las andanzas del protagonista en Fantasia, progresivamente convertido en un dios (con minúscula) devorado por su propia ansiedad en re-crearse— en un molestísimo maniqueísmo que hace que, casi en cada párrafo, el lector tenga que darse por enterado de la degradación moral que está sufriendo aquél. Y el segundo, concluir con un precipitado e inverosímil final feliz, conformista para las buenas conciencias (por ejemplo, las de los padres ceñudos que él pensó que vigilarían que sus hijos no leyeran nada raro) a las que les vale un poco de crítica, sí, pero dentro de un orden (y que ese orden, en realidad, no se cuestione jamás). Ende, repito, por cobardía o por falta de verdadero talento, no se dio cuenta de que la mirada de aparente ingenuidad puede convivir con las sombras. Que dentro de un mismo relato pueden fundirse la limpieza narrativa que lo haga accesible a cualquier lector con la más pegajosa densidad reflexiva. Ya lo había demostrado, en las primeras décadas del siglo, J. M. Barrie, con su inolvidablemente inquietante Peter Pan.
Eso sí, cuando menos el libro, durante muchas páginas, ofrece una lectura irresistible. Sucede durante su primera mitad, la puramente fabulesca, la más clásica, como señalaba líneas arriba. Desde el primer momento, Ende ensaya una estructura a modo de muñecas rusas que parten de un primer escalón, en el que se encuentra cada uno de los lectores del libro, para pasar al segundo, en el que se halla el protagonista inventado por Ende (que responde al sugestivo nombre de Bastián Baltasar Bux), y de ahí a un tercero, el del reino de Fantasia en el que transcurren las aventuras que lee el niño. Y, siempre, dejando la puerta abierta a las múltiples bifurcaciones de la aventura, bajo una fórmula carismática que las deja en el aire señalando: «…pero esta es otra historia y debe ser contada en otra ocasión».
Bastián es un niño de once años, gordito, medroso, huérfano de madre, que vive con un padre que, dominado por el recuerdo de su esposa perdida, no es capaz de darle el cariño que necesita, y que al no tener tampoco amigos se refugia de la triste realidad en la fantasía (la ajena, y la propia). Un día más triste que otros (por supuesto, lluvioso), buscando refugio de los niños que se burlan de él, llega a la librería del señor Koreander, y allí sientela llamada del libro que éste está leyendo. Aprovechando un descuido, se lo lleva y se refugia en el desván de su colegio, decidiendo no volver siquiera a casa tras el enorme «delito» cometido. La trama de este libro cuenta cómo el reino de Fantasia está siendo devorado por una misteriosa Nada —que no puede describirse: utilizando una buena imagen, Ende señala que cuando se la mira es como si uno se hubiera quedado ciego. Los habitantes de todos sus confines acuden a la capital, la Torre de Marfil, para pedir el auxilio de su gobernante, la Emperatriz Infantil. Pero ésta ha caído bajo una misteriosa enfermedad que está acabando con su vida, y que sin duda ha de tener alguna relación con la Nada. La Emperatriz encomienda a un campeón la búsqueda de un remedio para su mal, y su inescrutable voluntad designa a un niño, Atreyu, que parte al instante.
Las aventuras de Atreyu en su búsqueda componen el marco de aventuras que lee el fascinado Bastián, un Bastián que, poco a poco, va descubriendo que, de algún increíble modo, él mismo está relacionado con esa empresa (en cierto momento, arrastrado por la emoción, no puede evitar dar un grito en el desván que el mismo Atreyu lo escucha; más tarde, su inconfundible imagen aparece en el espejo del oráculo al que se asoma el campeón de Fantasia). La culminación se produce cuando descubre que la búsqueda de Atreyu no tenía otro objeto que llamar la atención de él, del lector Bastián Baltasar Bux, pues el único remedio para el mal de la Emperatriz Infantil es que un ser humano, él, le proporcione un nuevo nombre. Cuando, por fin, se atreve a hacerlo, la «realidad» se disuelve y él mismo se descubre flotando en el vacío junto a la Emperatriz para, a partir de un grano de arena que ella le da, hacer nacer de nuevo y como siempre, Fantasia.
Hasta ese momento, La historia interminable se lee con considerable delicia. Es indudable que Michael Ende sabe cómo enhebrar los eternos elementos del cuento fantástico consiguiendo la fortuna de los relatos verdaderamente «clásicos»: hacer que elementos narrados mil y una vez reaparezcan con tal frescura que diríase que es la primera vez que se usan. Por supuesto, la clave de su inmenso atractivo radica en el conseguido tonocrepuscular que otorga a su atmósfera, de acuerdo con el dramatismo de lo que está narrando: la progresiva convicción por parte del heroico protagonista de que no existe la menor esperanza para la salvación de su mundo. Lo único molesto de esta primera mitad, ay, son las intervenciones de Bastián (recordemos: reconocibles por el cambio del color de la letra), pues carecen del menor interés, ya que o meramente puntean las aventuras de Atreyu de un modo blando y redundante o se encargan de contarnos cosas sobre él mismo. Y el problema es que Bastián Baltasar Bux, fuera de la fortuna aliterativa de su nombre [2], carece del menor interés e incluso está construido por medio de una serie de tópicos bastante cargantes: ay de los niños poco agraciados pero sensibles a los que el mundo «no comprende».
Eso sí, cuando menos esa pusilanimidad del pequeño da pie a un capítulo realmente memorable, el titulado «El Viejo de la Montaña Errante», en el cual la Emperatriz Infantil, viendo que Bastián, pese a que ya sabe lo que se espera de él, no se decide a hacerlo, llega a un escenario dantesco (una inaccesible montaña en los límites del mundo, hostigada por la nieve) para encontrarse con el personaje aludido, que no es sino el escriba de cuanto sucede en Fantasia, y que en ese mismo momento está narrando precisamente ese encuentro. Es decir, y haciendo honor al afortunado título de la novela, la historia incurre en un bucle sin fin, que amenaza con arrastrar realidad y fantasía, hasta que Bastián pronuncia las palabras mágicas, el nombre elegido para la Emperatriz: Hija de la Luna. Por otra parte, también me parece considerablemente afortunada la manera en que Ende utiliza una idea fundamental no ya en la ficción sino en la historia del pensamiento: la de que el nombre no es una mera forma de distinguirnos a unos sobre otros, sino que en él se halla la esencia de nuestra identidad, la esencia de todo. Desde la Cábala a El viaje de Chihiro (2001, Hayao Miyazaki), los ejemplos fascinadores de esta idea son múltiples.
Aquí concluye la primera mitad de la historia. Desde ese momento (capítulo 13, justo el ecuador de la novela), Bastián asume la conducción del relato. La historia interminablepasa a narrar las peripecias del antes niño lector devenido ahora personaje central de Fantasia. Eso sí, bajo otra apariencia, la de un apuesto príncipe con atavíos dignos de las Mil y Una Noches, puesto que cada deseo suyo se convierte en realidad. Así, no sólo obtiene apostura, fuerza, valor o resistencia (es decir, los atributos de todo héroe), sino que a medida que va deseando algo va olvidando algún detalle de su vida real… empezando por su condición de niño objeto de irrisión.
Desde ese momento comienza la novela a convertirse en un relato bastante molesto. Bastián, agasajado por todos como el salvador de Fantasia, envanecido por su condición de fabulador esencial de ese reino (y cada una de sus fábulas, de inmediato, y gracias a la magia que la Emperatriz Infantil ha puesto sobre él, se convierte en historia real), poco a poco va olvidando al sencillo niño que una vez, y va deviniendo en un dios suspicaz y vanidoso, que exige adoración incondicional. Durante todo ese proceso marchan a su lado Atreyu y su compañero de aventuras el dragón Fújur, y no hay nada más fastidioso que el hecho de que Ende subraye de continuo cómo los dos amigos observan con ceñuda desaprobación la transformación de Bastián, o le cuestionen una y otra vez sus decisiones. Que Bastián acabe enfadándose no es raro: el más estoico también lo haría ante tan machacones émulos de Pepito Grillo.
Inclusive bajo la sombra de capítulos tan mediocres, Ende no puede evitar que lata la sombra de lo ominoso. Desde que Bastián la salva otorgándole el nuevo nombre y ella, a su vez, le entrega un grano de arena para que Fantasia brote de nuevo, la Emperatriz Infantil no vuelve a aparecer en el relato. Se explica: nadie la ve más que una vez en su vida. El ensoberbecido Bastián, pese a todo, decide desafiar tal «mandato» y se dirige en su busca, pero al llegar a la Torre de Marfil no hay rastro de ella (la pérfida bruja que ha tomado como consejera —ante la franca desaprobación, claro, de Atreyu y Fújur— le indica que es señal de que le ha cedido la corona de Fantasia). Pues bien, pese a todo la sombra de la Emperatriz planea sobre cada una de las andanzas de Bastián hasta el punto de que, a poco que se reflexione, acaba revelándose como un personaje bastante terrible, un demiurgo más bien siniestro, a modo de diosa-madre que otorga a sus criaturas un libre albedrío que, en el fondo, no puede ser más determinista. El abandono de Bastián por parte de la Emperatriz (podríamos llamarlo también, el «silencio de Dios») es, en el fondo, lo que conduce al muchacho a la perdición.
El clímax tiene lugar cuando Bastián, enfrentado finalmente a Atreyu en batalla, y después de haberlo herido casi fatalmente en el pecho, acaba llegando a un lugar que da título al capítulo en que se encuentra, la Ciudad de los Antiguos Emperadores. El aterrado Bastián descubre que sus moradores (unos pobres imbéciles que pasan el tiempo ocupados con balbucientes juegos absurdos) son, como él, seres humanos que llegaron a Fantasia tiempo atrás para salvar también a la Emperatriz y pasaron por el mismo periplo. Peor aún, porque para ellos ya no hay remedio, pues perdieron todos sus recuerdos, y sin recuerdos no se puede salir de Fantasia y se acaba convertido en uno de esos juguetes rotos de la Ciudad. Bastián, por lo tanto, huye en busca de su redención, aferrado a sus ya escasos e inciertos recuerdos, el último de los cuales es su propio nombre.
Ese bonito capítulo posee unos sugestivos ecos dunsanianos (la descripción de la ciudad al borde de un mar de niebla a la que llega el protagonista, y de sus moradores) que remontan la trama, al devolverle el aroma crepuscular de su primera parte. El siguiente, titulado «Doña Aiuola», es todavía mejor. Bastián llega a una casa que cambia constantemente, donde encuentra la protección de un particular ente femenino, una mujer-árbol frutal, en la cual encontrará primero la serenidad y después el impulso para afrontar la etapa final de su odisea. Sabiendo de su vida anterior tan sólo que se llama Bastián Baltasar Bux, el muchacho llega a un lugar llamado la Mina de las Imágenes, a donde van a parar los retazos de sueños y recuerdos del mundo real, entre los cuales debe encontrar uno propio. En el momento en que lo hace (la imagen de su padre), Bastián olvida su nombre.
Estos dos capítulos, en el tejido compuesto por Ende, parecen simbolizar, primero, la regresión al feto materno que, en el fondo, es el anhelo de ese niño que todavía se sabe solitario y rechazado, y segundo, el ingreso en el mundo del inconsciente, aquí bajo la forma de esa Mina, para encontrar las necesarias claves de sí mismo y del consiguiente acceso al mundo adulto pleno. La historia interminable, en el fondo, acaba componiendo justo lo contrario de lo que parecía proclamar: una crítica del inconsecuente hedonismo (que tiene aquí la forma de la fascinación por la fantasía) que todo niño/adolescente ha de dejar atrás para alcanzar la responsabilidad del estadio adulto.
Descubierto esto, no queda sino lamentar, de nuevo, que Ende prefiriera contar un cuento moralizante (que no es lo mismo que un cuento moral), a ratos muy sofisticado pero en último extremo demasiado pedestre y, sobre todo, al final burdamente conciliador. Esos buenos capítulos finales demandaban una conclusión inevitablemente triste, o por lo menos mucho más ambigua que el rotundo happy end en que Bastián regresa al mundo real, reencuentra por fin al padre y se acepta a sí mismo. Pero eso era otra historia y, por desgracia, no pudo ser contada en ninguna otra ocasión.
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[1] Sin tilde, cosa que chocó en su momento a este lector acérrimo de la corrección ortográfica. Por supuesto, no se trata de una errata sino una decisión del prestigioso traductor Miguel Sáenz de procurar un equivalente del Phantásien original, que, por mucho que nos parezca una voz plenamente alemana a los que ignoramos todo de ese idioma, es un neologismo ideado por Michael Ende a partir de un término cercano. Sáenz, al ignorar la tilde, al cambiar por lo tanto la pronunciación de la palabra española, buscó reproducir la extrañeza del original, manteniendo asimismo su aproximación al término correcto español, que es parte de la gracia del creado por el autor de la novela.
[2] Otra de las incuestionables virtudes de Michael Ende es su óptimo sentido para inventar nombres sonoros: Atreyu, Graógraman la Muerte Multicolor, la Emperatriz Infantil, el diminutense, el caballo Ártax, o la Vetusta Morla. (Nótese también la fortuna del traductor Sáenz para la trasposición de los términos que no son nombres propios.)
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