23.4.14

Momo de Rescepto

Texto: Sergio Mars en Rescepto indablog 
Imagen: froggiechan



Gracias al éxito monumental (y merecidísimo, para variar) de “La historia interminable” (publicada originalmente en 1979, aunque su proyección internacional se dio entre 1982 y 1983), el mundo descubrió a Michael Ende, un escritor alemán que publicaba (de forma destacable pero no exclusiva) novelas infantiles de fantasía, dirigidas, según sus propias palabras, a niños de entre 8 y 80 años. Tocaba pues recuperar su obra anterior, y Alfaguara no tardó en llevar a las librerías “Momo”, un libro de 1973 (que había ganado en 1974 el Premio Alemán al Libro Juvenil) cuyo éxito terminó de cimentar la fama de su autor.

Se trata de un libro distinto de la bicromática obra maestra que le abrió las puertas. Mucho más simple y humilde. No podía ser de otro modo. Después de todo, “Momo” es una invitación a disfrutar de la vida y de las cosas sencillas. Por debajo de esa sencillez, sin embargo, como en toda la obra de Ende, existen reflexiones que llegan muy hondo; tanto que sólo alcanzan pleno impacto transmitidas, con su lenguaje y por medio un vehículo expresivo apropiado (la fantasía), a los niños (y no me refiero sólo a los infantes propiamente dichos, sino también a los niños que todos llevamos dentro).


La historia arranca con la llegada de Momo a un viejo anfiteatro, en los arrabales de alguna gran ciudad (que se infiere, aunque nunca se explicita, italiana). ¿Y quién es Momo? Una niña, tan pequeña y flaca que podría tener cualquier edad entre ocho y doce años. Sus ojos son negros y su pelo ensortijado. Viste una falda compuesta a base de remiendos y un chaquetón de hombre demasiado grande, arremangado a la altura de las muñecas. Su más importante característica, sin embargo, no es visible. Momo sabe escuchar.

¿Que qué tiene eso de especial? Pues que Momo escucha de verdad, sin otro propósito que prestar atención a lo que se le dice, y hablándole de repente los problemas parecen desvanecerse, las mejores ideas acuden por sí solas a la mente y los niños… ah, los niños son capaces de inventar los más asombrosos juegos y las más fantásticas aventuras.

Momo se integra en el barrio, de gente humilde pero honrada, y pronto se hace querer por todos, en especial por Gigi Cicerone, un cuentacuentos callejero cuya desbocada imaginación deleita a los pocos turistas despistados que se dejan caer por el anfiteatro, y Beppo Barrendero, un hombre tranquilo y meditativo, sin otra aspiración que ir limpiando el mundo a su ritmo, media baldosa por vez. Esta idílica situación, sin embargo, se trastoca con la llegada a la ciudad de los hombres grises, unos personajes siniestros, armados de bombín, maleta y un sempiterno puro humeante en los labios. Los hombres grises lanzan una campaña a gran escala para inducir a la gente a ahorrar tiempo, a dejarse de tonterías improductivas y maximizar su eficiencia.

Momo, por su sola presencia, supone un obstáculo en sus planes, así que, contraviniendo sus propias directrices de dejar a los niños (que son más difíciles de manipular) para el final, uno de ellos intenta convertirla en ahorradora de tiempo. Claro que si algo sabe hacer Momo es escuchar, y el hombre gris acaba revelando sin proponérselo los funestos planes que tienen para con la humanidad.

Lo que descubre es aterrador, debe evitarse a todo costa. Pero, ¿qué puede hacer una niña pequeña, incluso una con tantos amigos como Momo, contra una amenaza tan poderosa y sibilina como la dos hombres grises?

“Momo” examina el tiempo. No sus propiedas físicas, sino nuestra percepción subjetiva del mismo. En su periplo, llega al corazón mismo del misterio y, de la mano del maestro Hora, comprende su esencia: una hora no vivida y disfrutada al máximo, por sí misma, es una hora desperdiciada.

“Momo” es también una crítica al consumismo, a la persecución materialista de la felicidad. Propone en su lugar el disfrute de los placeres sencillos, el cultivo de la comunicación interpersonal, el desarrollo de la imaginación. La fantasía (tal y como desarrollaría con mayor amplitud en “La historia interminable”) no es sólo un medio para transmitir un mensaje u obtener un beneficio, sino algo valioso en sí misma. Es por ello que la línea que separa metáfora de historia aparece desdibujada. Ende no concibe que exista una separación. Al igual que en la novela no hay ningún portal o frontera que separe claramente la ciudad cotidiana del barrio donde se ubica la calle de Jamás y la Casa de Ninguna Parte, la fantasía y la realidad van de la mano, sin que una deba supeditarse a la otra.

Casi cuarenta años después de su concepción, el mensaje de “Momo” es, si cabe, más pertinente. Invita a reflexionar sobre si en el empeño de cumplir nuestros sueños no estaremos acaso sacrificándolos, sobre si, para empezar, tenemos claro qué es lo que de verdad anhelamos. Es, sin embargo, una invitación amable, una simple sugerencia. Si lo deseamos, bien podemos quedarnos con la más poética descripción del tiempo jamás redactada, dentro de la extraña historia de los ladrones de tiempo y de la niña que devolvió a los hombres el tiempo robado (y que no se me olviden las magníficas ilustraciones del propio Ende).

Como apunte adicional, no puedo sino dejar de destacar que en 1983 la novela fue publicada en la serie naranja de Alfaguara juvenil (a partir de 10 años); para 1994, en una triste demostración de la degradación de nuestro sistema educativo, verse “ascendida” a la serie roja (a partir de 14 años); siendo “degradada” en 2002 a la serie azul (a partir de 12 años), sospecho que no tanto por haberse experimentado una súbita mejoría en la comprensión lectora, como debido a la identificación entre fantástico e infantil (mera anécdota; ya lo dijo Ende: apta entre 8 y 80 años… al menos).

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