Texto: Paula Rivera Donoso en Tierra de Fay
Imagen: The hapiness light de Uxuee
En un día como el de ayer, hace ochenta y cuatro años, nació Michael Ende, uno de los más grandes autores de Fantasía que nos ha dado este mundo, y también uno de los más enérgicos y subversivos.
De buenas a primeras, parecería difícil asociar ambos términos con aquellos imaginarios desde los que Ende escribía, a saber, la Fantasía y la literatura infantil y juvenil (LIJ), pero en realidad este desconcierto sólo se debe a una mirada reduccionista de ambas.
Desde los orígenes de las primeras comunidades, la Fantasía ha tenido un rol fundacional y esencial al momento de hacernos intentar aprehender la experiencia de estar vivo en un mundo como el nuestro, expandiendo a través de la imaginación humana los límites que la inmediatez y concreción del realismo nos han impuesto. Límites, desde luego, engañosos, en la medida en que la existencia y su sentido trascienden lo que se puede percibir con los sentidos. Esa certeza irracional, la misma que hace que nuestros ojos derramen lágrimas sin ninguna lógica ante una emoción potente, es lo que la Fantasía acoge y amplifica a partir de la ficción, para convertirse en algo más importante y cierto que la realidad: en la Verdad.
La Fantasía, en suma, es la única verdad humana, un imaginario y una experiencia que son lo suficientemente intensos como para extraernos de las altas barricadas de la realidad, sólo para devolvernos con una mirada lo bastante renovada como para entender que este mundo es algo más que un estéril campo de batalla.
¿Y qué decir de la literatura infantil? ¿Qué tiene que ver la Fantasía entendida como verdad con los niños? Pues no hay nada más importante y serio que un niño jugando o escuchando una historia de su agrado. La ficción sostenida en esos momentos es más real que la realidad misma, y más hermosa y entretenida también. Pero la verdadera ficción infantil no es sólo aquella que tiene como público objetivo a los niños, porque las historias, las buenas historias, no son desechables con los años. La verdadera ficción infantil debe ser una historia contada a ese espíritu de niño que cualquier ser humano anida en su interior, probablemente más o menos dormido por la banalización y tergiversación de lo que significa ser adulto en el mundo contemporáneo. Se trata, por cierto, de un niño que no tiene necesariamente que ver con todo aquello que también forma parte de la naturaleza de los más chicos: egoísmo, malcrianza, crueldad, manipulación. La ficción infantil apela más bien a una destilación de aquellas características que los niños suelen ir perdiendo en el tiempo, como la inocencia, la esperanza, la fe, la imaginación creadora.
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