Texto: Néstor Hernández Pérez en Arcana Mundi
Imagen: Michael Ende
Tras finalizar la crítica a la obra de Exúpery; El Principito, comenzamos este periplo por la obra cumbre de Michael Ende; Momo.
A diferencia de la obra del francés que incidía en lo humano a través del concepto claro, directo y simple, Ende prefirió poner en tela de juicio la idoneidad, e incluso sana operatividad de nuestro modelo civilizatorio por medio de la figura literaria por excelencia, la metáfora. Pero su obra no es sólo un mero juego estilístico, no hemos de picar en la trampa de caer en el ramplonero formalismo, (siempre acabo insistiendo en lo mismo) entre otras razones porque el simbolismo de la iconología tradicional es muy poderoso, y Ende no se priva de usarlo.
En suma, Momo se auxilia de argumentos tradicionales para rebatir la modernidad, al menos algunos de sus elementos más sangrantes. Por otra parte Momo es, sin lugar a dudas una obra excepcionalmente simbólica.
A través del dominio de la lengua, gracias a su extensa formación humanístico-artística Ende consiguió urdir un tejido narrativo, en ocasiones polilineal muy plástico, tanto que en algunos casos no sería exagerado denominar a su mensaje de críptico, al menos para los legos en la materia.
Todo esto de lo que hablamos no nos ha de sorprender, teniendo en cuenta la trayectoria del autor. Ende desde muy pequeño estuvo en contacto con la pintura de vanguardia, y ya en 1.960 ganó su primer premio, el Deutscher Jugendbuchpreis por su obra Jim Botón y Lucas el Maquinista. En realidad no fue nada fácil, pues las editoriales le habían rechazado su creación a lo largo de dos largos años, (esta es una muestra más del valor de la lucha constante sobra la desesperanza). A esta publicación siguieron otras, pero el librito que nos trae de cabeza no vio la luz hasta 1973. Esta obra tampoco se vio libre de importantes “dolores de parto”. Muchos veían muy mal una obra con una evidentísima y militante carga crítica contra nuestro actual modelo de vida… y la experiencia antisistema nacional socialista estaba muy caliente aún en las mentes de los demoliberales alemanes… y no alemanes.
Pues bien, dicho lo dicho sumerjámonos en esta obra tan metafísica y surrealista.
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En las afueras de una pequeña ciudad italiana se hallan las ruinas de un humilde anfiteatro romano. A aquel bucólico y solitario lugar llegó una niña vagabunda que se hacía llamar Momo.
Los adultos del lugar, extrañados por tal inesperada presencia se acercaron a conocer de primera mano a la nueva vecina. Tras una breve conversación decidieron “adoptarla”, se responsabilizaron de ella, asegurándole alimentos y ropas. Incluso le adecentaron la gruta en la que se había instalado.
A la niña jamás le faltó de nada, y así nació una nueva relación entre ella y los habitantes del lugar.
“Se podría pensar que Momo había tenido mucha suerte al haber encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba así. Pero también la gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha suerte. Necesitaban a Momo, y se preguntaban como habían podido pasar sin ella antes. Y cuanto más tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más im
prescindible se hacía. "
Este párrafo, sobre todo su parte final inevitablemente nos trae el recuerdo del zorro parlante del Principito, el recuerdo de sus enseñanzas profundas aunque sencillas. Conceptos como tiempo, rito, lazos, fidelidad… ¿Os percatáis de ello, verdad? Momo, el Principito, el Evangelio… la Verdad es universal, y aquel que decida ser sincero consigo mismo siempre llegará a dilucidarla. Se trata de una vía conocida, de un trayecto cognoscible, basta con abrir bien los oídos, mantener atentos nuestros corazones. Hemos de mostrarnos receptivos a los sonidos de nuestro entorno cercano y lejano, pero ante todo a los “mensajes” que se manifiestan en nuestro interior. Y no me refiero a los impulsos no meditados, no acepto como válidas la apología de lo compulsivo, el imperio de lo errante. Principalmente porque esas compulsiones, esas divagaciones no son más que huidas cobardes a ninguna parte.
“Algunas noches, cuando ya se había ido a sus casas todos sus amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra del viejo teatro sobre el que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y escuchaba el enorme silencio.
Entonces le parecía que estaba en el centro de una gran oreja, que escuchaba el universo de estrellas. Y también que usaba un música callada, pero aún así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma.
En esas noches solía soñar cosas especialmente hermosas."
En la época en que vivimos muy pocos saben escuchar, es decir, aprehender lo esencial. No sabemos… bueno, principalmente no queremos separar el grano de la paja. En parte por el ruido que nos rodea; ingrata y caótica “tormenta conceptual”, pero también, y en no escasa medida porque nos resulta más sencillo huir, siempre hacia delante.
La visión de un cosmos desacralizado es un hecho reciente y único en la historia de la humanidad. Para las culturas preindustriales la naturaleza jamás fue algo exclusivamente físico, pues siempre estuvo investida de un valor trascendente. Puesto que el cosmos era una creación o manifestación divina, (para nada fruto del azar) el mundo estaba totalmente impregnado de sacralidad, éste siempre conservó para el hombre tradicional una incuestionable transparencia metafísica, un incuestionable valor hierofánico.
Muchos temen oír porque sospechan su pobreza espiritual, su déficit cualitativo. Prefieren refugiarse en este océano de caos, sumergirse en este incombustible carnaval de fuegos fatuos. Cuantas veces me han contado los monjes del monasterio de Santa Brígida... aquí, en Gran Canaria, que visitantes enfrentados a sí mismos por la quietud de las estancias, la suave y reconfortante sinfonía de la naturaleza caen presa de la ansiedad, volviendo en consecuencia a la capital como alma que lleva el diablo.
Sí.
Las gentes modernas, (modernas en tanto en cuanto aceptan, por las razones que sean los contravalores de la Modernidad) estómagos con piernas, siervos de una burda y blasfema sensualidad vagan de un lado para otro sin saber muy bien porque y para que. Sombras alucinadas, fantasmagóricas, amargadas y marchitas que merodean por los centros comerciales en un acto de estúpida inercia mecánica.
¡Qué ridícula esta raza de hombres que ya no miran a las estrellas! Hombres cuyos exangües corazones no son capaces por autonegación de escuchar la sinfonía divina de la Creación. Para ellos el cosmos enmudecido no les revela ya ningún sentido… en realidad nada les da un sentido REAL.
Mentir.
Huir.
Por miedo… es más fácil sentir miedo, patologizar y proyectar nuestra mediocridad en un cuadro ansiolítico, acudir a una fantástica malfunción biológica situada en alguna ignota porción unicelular de nuestro cerebro que aceptar que el problema somos nosotros, no en una porción insana de nuestro cuerpo físico. Es nuestra alma, que voluntariamente la hemos inhabilitado para amar verdaderamente, y ahora ésta es incapaz de dar sentido verdadero a nuestra existencia.
Sí.
Nos hemos convertido en seres titánicos demasiado toscos, bestiales para ser sensibles a la verdadera belleza.
Falta delicadeza de espíritu.
Somos una raza que llena de cemento, plástico y vidrios la tierra.
Nuestras máquinas malolientes y ruidosas no nos dejan escuchar, pero en realidad somos nosotros quienes no queremos oír... Por eso las fabricamos.
Somos titanes que han creado una civilización titánica.
¡Qué triste!
Momo una lírica metáfora contra la modernidad parte 03
Momo una lírica metáfora contra la modernidad parte 04
Momo una lírica metáfora contra la modernidad parte 05
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