7.4.14

Creando futuros positivos

Texto: Leonardo Wild en Agasf
Imagen: Michael Ende



En 1956 un compañero de colegio de Michael Ende, cuyo nombre él ya había olvidado, lo encontró en la calle y le dijo: “Escuché que escribías. ¿Qué tal un texto del cual juntos creemos un libro ilustrado?” El amigo era diseñador, y Ende estaba en una época en la que cualquier trabajo era un rayo de esperanza. Fue a su casa y comenzó: “El país donde vivía Lucas el maquinista se llamaba Lummerland…” Después de años de estudios y análisis sobre estilo literario, sobre reglas de dramaturgia, comenzó un texto sin saber la dirección a seguir. Fue un sentimiento liberador. En cerca de nueve meses tuvo en sus manos un manuscrito de 500 páginas. Nunca pensó en publicarlo. Él era un crítico de cine, poeta, guionista, un intelectual apresado en la vida de escritor para los shows de Cabarets de Munich y los progamas de radio.


Su nueva obra, Lucas el maquinista, no era más que un escape de las presiones del mundo. Pero esas mismas presiones —amigos que leyeron su texto y la falta de dinero— lo llevaron a enviar el manuscrito a varias editoriales juveniles. Sin suerte. (Muchas gracias, es un trabajo muy bonito, que promete bastante pero lamentablemente no entra dentro de nuestras necesidades editoriales…) Luego de una pelea cruenta por detalles estilísticos, gramaticales y de contenido con una editorial de Berlín (que por fin ofreció a Ende publicar la novela), se decidió a romper el contrato con ellos, pues acabaron diciendo que debía reducir en dos tercios el texto. Pero casi inmediatamente Jim-Knopf y Lucas el maquinista fue aceptado tal cual por otra editora de Stuttgart, y salió a la venta en 1960. No fue un éxito. Un año más tarde Ende se encontraba retrasado seis meses en el pago de su apartamento. No sabía de donde sacar suficiente dinero para comprar la comida para él y su madre. De pronto recibió una llamada por la que se le avisaba que había ganado el Deutscher Jugendbuchpreis, el mayor premio de literatura del gobierno alemán… lo cual representaba 5.000 marcos alemanes y un impulso en las ventas de Jim-Knopf… Este fue el comienzo de la fama de Ende, pero no el de su faena literaria que había nacido muchos años antes.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en plena era de la reconstrucción, se presentaban en Berlín más de doscientas obras de teatro en una noche: Shakespeare, Goethe, muchos otros grandes. Conciertos y música, el arte corría por las venas de la Alemania de post-guerra. El padre de Michael Ende, Edgar Ende (1901-1965), era pintor y como tal introdujo en la familia el amor a la inspiración artística, a la creación. No es pues sorprendente que el joven y futuro escritor acabara recorriendo las bibliotecas y comenzara a trabajar como director de teatro y guionista, y luego como actor. Su “carrera” en el teatro, sin embargo, acabó tanto por decisión propia como por ataques de envidiosos que deseaban a sus mujeres, las chicas de “Mike” (su apelativo), pues la fama de Ende de ser un Don Juan era muy conocida. No sólo quería él a las más bellas, sino que ellas lo querían a él para el desconcierto de los demás. ¿Sería por su atractivo? ¿Sería porque él siempre quería figurar, recibir los papeles principales en el teatro? Sea como fuere Ende dejó todo de un día para otro y se dedicó a la vida de autor libre, lo que no era cosa fácil a pesar de tener ya un nombre como guionista.

La grandiosidad de la temática de las novelas de Ende surgió justo después, más tarde aún que su fama como escritor, por crear un guión sobre Friedrich Schiller (1955) para la conmemoración de su muerte hace 150 años. Ocurrió en Italia, en Palermo, al escuchar las oratorias en un parque de palmeras cerca del majestuoso Palazzo dei Normanni. Toda la tarde brotaban versos de labios de los “Cantastoria”, historias antiguas sobre caballeros nunca olvidados, sobre reyes y princesas, oradores con una espada de madera en la mano y un brillo especial en los ojos, el público absorto y Ende allí parado sintiendo en su corazón la llamada de la prosa, de prosa escrita para ser eterna. “Así hay que escribir”, pensó mientras escuchaba. Al atardecer preguntó al orador Siciliano de donde había sacado la trama. “Una historia vieja”, respondió el hombre encongiéndose de hombros. Se la había contado su abuelo, quién la había leído de un texto antiguo de un escritor llamado Alejandro Dumas. Fue en el fondo lo que impulsó a Michael Ende a escribir cuentos y novelas, no para los críticos ni para ser vendidas, no para los intelectuales ni para los círculos de escritores (esperando su aprobación), sino para despertar los sueños de la gente con metáforas brillantes y un estilo fino y diferente, con un idioma hecho para atrapar la esencia del país de la fantasía.

Cuando la revolución industrial entró en boga, la visión del futuro estaba llena de esperanzas. La tecnología trajo visiones de un mundo opulento donde las máquinas trabajarían para el ser humano y éste podría dedicarse a actividades creativas. La Tierra prometía convertirse en un paraíso. Julio Verne se dedicó a presentar las ventajas de la tecnología. Sus “novelas científicas” comenzaron a salir a partir de la segunda mitad del siglo XIX (1850 en adelante) con el propósito de “vender” las bondades de la tecnología a los ciudadanos de la época. No obstante su visión fue cambiando conforme se perfilaron los aspectos negativos de la tecnología. Las máquinas pueden ser utilizadas para hacer el mal (Dueño del mundo). La literatura, especialmente la ciencia ficción de denuncia científica, se dedicó a presentar las pesadillas del futuro: H.G. Wells (La máquina del tiempo), Aldous Huxley (Un mundo feliz), George Orwell (1984), Ray Bradbury (Fahrenheit 451); la lista es larga y las historias dejan un sentimiento de fatalismo. El autor que actualmente se atreve a escribir una utopía (un mundo perfecto y bueno) es vapuleado y acusado de soñador, pues con el nuevo siglo llegó la era en la que las utopías se convirtieron en sinónimo de escapismo literario ¡Cómo atreverse a creer que el futuro puede traer algo bueno!

En una conversación mantenida entre Michael Ende y Hans-Christian Kirsch sobre los dos libros más conocidos de Ende (Momo y La Historia interminable), el primero confesó haber tenido la intención de crear utopías positivas, pues en una época en la que el futuro aparece negro, es necesario dar alguna esperanza a la gente pues de lo contrario todo estará perdido de antemano (Hetmann: Die Freunden der Fantasy — 1984; pag.76-77). Una experiencia de Michael Ende demuestra cuán arraigada está la visión de un futuro donde el mundo colapsa y todo se va al diablo.

El Instituto Duttweiler (cerca de Zurich, Suiza) había invitado a principios de los ochenta a más de doscientos gerentes y personas de influencia, entre ellos a miembros del Club de Roma, encargado de analizar la situación mundial y de ofrecer soluciones. Michael Ende fue invitado como un no-experto, como alguien que tal vez podría traer un nuevo enfoque al problema. La convención tenía como propósito estudiar los efectos de los ordenadores que se hacen cargo de la producción creando fábricas donde la presencia humana es nula. Ende, luego de leer pasajes de su libro Momo, pidió a cada uno de los presentes que tomaran parte en un pequeño juego: “Imagínense”, dijo, “que todos nos sentamos en una alfombra voladora y que viajamos cien años hacia el futuro. Cuando lleguemos cada uno debe decir cómo desea él que sea el mundo”. Luego de presentar las reglas del juego, Ende se vio atacado por los expertos. Estos, por supuesto, no participaron en el juego. Es más, por poco linchan al escritor alemán. “Me pareció horrendo como esta gente ya no podía pensar en cosas que estuviesen fuera del círculo vicioso (entre el poder y el miedo)”, confesó luego Ende. Al parecer existe una pared psico-social que impide ver más allá. Nosotros, los creadores del futuro, no queremos un futuro positivo, no estamos dispuestos a dar los pasos necesarios para un mañana mejor, y todo por miedo a nuestra situación actual, a perder lo poco que nos queda.

Hans-Christian Kirsch piensa que Michael Ende poseía un sentimiento de que es necesario crear, por lo menos como parte de nuestros deseos, utopías positivas. Para ello libros como los escritos por Ende ayudan a por lo menos dejarnos sentir qué es lo que quisiéramos, pues el problema es que ni siquiera sabemos lo que queremos. Estamos tan desanimados que no nos atrevemos a anhelar, ni en sueños, un futuro mejor para el planeta. ¿Tal vez por miedo a despertar y encontrarnos viviendo una pesadilla?



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