Imagen: Raúl Cantú
La prisión de la libertad es una obra de madurez de Michael Ende. Dirigida a un público eminentemente adulto, se percibe en ella, al igual que pasara en El espejo en el espejo, la alargada sombra de su padre, el artista surrealista Edgar Ende. La influencia paterna resulta ser en estos ocho cuentos creativamente indirecta y psicológicamente más íntimamente catártica, ácidamente crítica y conscientemente dolorosa. En estos relatos hay una búsqueda constante del análisis psíquico de sus protagonistas sobre algún aspecto de su vida o de su personalidad: todos buscan «la verdad» sobre su inquietud vital.
Más conocido por su maravillosa literatura juvenil, y sobre todo por sus obras maestras Momo (1973) y La historia interminable (1979) -popularizada extraordinariamente a partir de la película de 1984, aunque el escritor se desvinculase de ella por alejarse de su obra-, Michael Ende (Garmisch-Partenkirchen, Alemania, 1929- Filderstadt, 1995) fue sin embargo un escritor profesional de amplio y heterogéneo catálogo creativo –trató tanto la literatura infantil y juvenil como la de adultos, e incursionó en la poesía, el teatro y el ensayo-, que abarcó múltiples temas, desde su actualidad hasta su intimidad.
Aun teniendo esta variedad por marca, en toda su obra de ficción, sin embargo, y a pesar de que el tiempo la ha sumido en cierta nebulosa producto del distanciamiento, destaca como un tema de fuerte presencia la figura y/o la autoridad paterna. De una forma a veces más evidente y otras más agazapada, esta figura y su alargada sombra están presentes desde un tono tan omnipresente como asfixiante, pues en cierto sentido marca la personalidad y el devenir de los personajes traumatizados por ella. La relevancia de este tema tiene en nuestro autor una doble justificación, en ambos casos originada desde la peculiar personalidad de su padre: el considerado como primer pintor surrealista alemán Edgar Ende (Alemania, 1901-1965).
Por un lado, Michael Ende tuvo con él una relación mayormente hostil, surgida de la personalidad neurótica de Edgar, tendente al aislacionismo, profundamente rebelde respecto a la realidad, la consciencia y la razón y, por tanto, huidizo respecto a la cotidianidad habitada por su mujer y su hijo. De ahí ese sentimiento de ausencia y esa hostilidad hacia el padre que huye de sus responsabilidades y, claro, del hijo que no recibe las claves vitales que lo paterno suele proveer y que no pocos de sus personajes echan a faltar o desprecian, según sea el caso.
Por otro, este extraordinario peso de la figura paterna acercó a Michael Ende a unos temas y perspectivas próximas al psicoanálisis de corte más junguiano. No en vano, la creatividad surgía para Edgar Ende del distanciamiento de lo consciente, de alcanzar un estado mental anterior a la consciencia y la razón desde el que surgieran las imágenes y las ideas que después acabarían plasmadas en sus lienzos. Para Edgar, entre lo real y lo material existía un estado inconsciente, oculto y velado por una racionalidad que actuaba con la forma y el efecto de la sombra en el mito platónico de la caverna, velando una verdad oculta que la pintura para Edgar, y la literatura para Michael, tendría la oportunidad de redescubrir, reencontrándonos y reconciliándonos así con ella.
El arte alberga entonces, tanto para Edgar como para Michael, una función terapéutica: en cuanto consigue reconciliar tanto al artista (pintor o escritor) como al lector con una realidad íntimamente huidiza y esquiva.
Estas dos vertientes de la influencia paterna en la obra de Michael Ende están presentes en su obra juvenil, pero son acaso aún más evidentes en su producción adulta y, de forma clarísima, en sus dos libros de relatos escritos para este público, El espejo en el espejo (1984, publicado en castellano por Cátedra en 2014, dentro de su colección "Letras Populares") y La prisión de la libertad (1992, publicado en castellano por Cátedra en 2022, también en "Letras Populares"). El primero ofrece treinta relatos directamente extraídos de la obra de su padre, influidos por sus cuadros y dedicados a él de forma directa. El segundo alberga ocho cuentos, y la influencia resulta ser creativamente indirecta y psicológicamente más íntimamente catártica: ácidamente crítica y conscientemente dolorosa. A este último, La prisión de la libertad, vamos a dedicar las siguientes líneas.
Lo primero a destacar es que estos relatos son profundamente psicográficos. Nada en ellos hay que no sea una búsqueda del análisis psíquico de sus personajes protagonistas sobre algún aspecto de su vida o de su personalidad. Para todos ellos hay algo en su mundo que falta, una ausencia fatal que necesitan rellenar, y que sólo consiguen cubrir de una forma: buscando la verdad, luchando como quijotes contra aquello que causa el trauma, removiendo cielo y tierra caiga quien caiga para volver a situarse bien consigo mismos en una nueva realidad. La literatura refleja este proceso terapéutico.
El motor narrativo se encuentra, por tanto, en aquello a partir de lo cual todo este proceso comienza y se desarrolla. Y aquí el leitmotiv es interesantísimo, tanto que él solo se basta y se sobra para hacer de este conjunto de relatos algo originalísimo y digno de comentario. Pues, para encontrarlo, el autor se ha ido hasta la obra pictórica de M.C.Escher. Para estos relatos, Ende ha transformado los espacios paradójicos, las construcciones imposibles y las formaciones bidimensionales de Escher en el principal motor narrativo: son estos espacios y su arquitectura los que causan el desasosiego que lleva a los personajes protagonistas de los relatos a iniciar su búsqueda (aspecto más que notable, por ejemplo, en “La casa en la periferia”).
La arquitectura hace simbiosis con la literatura y el psicoanálisis para formar un motor narrativo que, aunque hoy ya se puede leer algo más que entonces, sigue siendo una rara avis entre los tropos literarios. Se trata de los efectos psicológicos del espacio, de cómo nuestra mente y nuestra personalidad no sólo se vinculan a las personas o a los olores o a las acciones sino también a las formas de los lugares en los cuales vivimos. Esos espacios tienen un efecto mental en nosotros, ayudan a construirnos como personas, y cada vez está más demostrado que influyen sobre nuestra forma de vivir la vida. Estos relatos miran al presente y al pasado de los personajes a la hora de explorar esta influencia y lo hace con historias fantásticas o enigmáticas, repletas de misterio y de una tensión psíquica que llega con una fuerza inusitada al lector.
Esta relación se establece, claro, de forma individual, incluso íntima; por eso todos los protagonistas de estos relatos tienden a poseer una cierta reticencia a poseer un entorno, a compartir con los demás sus inquietudes, creencias y miedos. En cierto sentido, cuando este motor narrativo “toca” la fibra sensible del personaje y lo lleva a iniciar las acciones que leemos lo hace en un sentido tan profundo, tan hondo respecto a su forma de entender y vivir la vida, que siente no poder hacerlo de otra forma si no es aislándose de los demás, haciéndolo de espaldas al resto del mundo.
Y si tiene compañía es accesoria, “los demás” son un paisaje, un contexto circunstancial que comparten la vida con ellos sin otra influencia que la de servir, funcional y simplemente, a su fin último: conseguir saber “la verdad” respecto a esa inquietud. Da igual la relación o la fuerza del lazo, fraternal o superficial, todos los demás son, para estos protagonistas, una misma y única cosa: ruido de fondo. Lejos de enaltecer a este tipo de personaje, la obra nos los representa de forma crítica como personas endurecidas, pragmáticas, directas, entregadas sin compasión ni ternura a la fuerza atrayentísima de su trauma (“La meta de un largo viaje”, por ejemplo).
Otro aspecto sumamente interesante es que esta verdad adquiere, por veces, también un sentido político. Lo hace cuando la voz narradora se interroga por la vida de la persona ya no sólo en su sentido íntimo sino en su sentido metafísico y, por tanto, universal. Aquello que vivimos tiene un sentido, no estamos ante relatos nihilistas, pero este sentido no es el que mayoritariamente creemos que es. Lo real se encontraría así en otro lugar, mientras que nuestra “realidad” estaría mediada por un “otro” que es la base de esa inquietud, de ese trauma, de esa búsqueda de lo real y el desvelo del sentido último de la vida (como sucede en el relato “La prisión de la libertad”).
La prisión de la libertad es pues nuestra “realidad”, nuestro presente, ese contexto limitado por barrotes invisibles al que nos mantenemos atados y que, por ser sentido a nivel profundo como incompleto o irreal, nos lleva a una búsqueda sin final cierto de lo que, aunque en tiempos contemporáneos denominamos abusivamente (y falsamente) como “felicidad”, es para Ende una homeostasis de plenitud mucho más completa y permanente que los momentos efímeros a que la felicidad nos relega.
Michael Ende se nos presenta en La prisión de la libertad como un autor más filosófico, intimista, personal y maduro que en sus obras literarias más conocidas. Además, se percibe la madurez de un autor al que distancian ya casi veinte años de La historia interminable, con mayor bagaje y en un momento vital, ya mayor y enfermo, creativamente trascendente. De esta madurez da cuenta su escritura, más reflexiva pero igualmente ágil desde un punto de vista analítico, y psicológicamente triste, que tiende a mirar hacia el pasado con un halo de añoranza que nosotros sentimos, igualmente, cada vez que leemos alguna de sus obras de ficción.
La prisión de la libertad es una obra de madurez de Michael Ende. Dirigida a un público eminentemente adulto, se percibe en ella, al igual que pasara en El espejo en el espejo, la alargada sombra de su padre, el artista surrealista Edgar Ende. La influencia paterna resulta ser en estos ocho cuentos creativamente indirecta y psicológicamente más íntimamente catártica, ácidamente crítica y conscientemente dolorosa. En estos relatos hay una búsqueda constante del análisis psíquico de sus protagonistas sobre algún aspecto de su vida o de su personalidad: todos buscan «la verdad» sobre su inquietud vital.
Más conocido por su maravillosa literatura juvenil, y sobre todo por sus obras maestras Momo (1973) y La historia interminable (1979) -popularizada extraordinariamente a partir de la película de 1984, aunque el escritor se desvinculase de ella por alejarse de su obra-, Michael Ende (Garmisch-Partenkirchen, Alemania, 1929- Filderstadt, 1995) fue sin embargo un escritor profesional de amplio y heterogéneo catálogo creativo –trató tanto la literatura infantil y juvenil como la de adultos, e incursionó en la poesía, el teatro y el ensayo-, que abarcó múltiples temas, desde su actualidad hasta su intimidad.
Aun teniendo esta variedad por marca, en toda su obra de ficción, sin embargo, y a pesar de que el tiempo la ha sumido en cierta nebulosa producto del distanciamiento, destaca como un tema de fuerte presencia la figura y/o la autoridad paterna. De una forma a veces más evidente y otras más agazapada, esta figura y su alargada sombra están presentes desde un tono tan omnipresente como asfixiante, pues en cierto sentido marca la personalidad y el devenir de los personajes traumatizados por ella. La relevancia de este tema tiene en nuestro autor una doble justificación, en ambos casos originada desde la peculiar personalidad de su padre: el considerado como primer pintor surrealista alemán Edgar Ende (Alemania, 1901-1965).
Por un lado, Michael Ende tuvo con él una relación mayormente hostil, surgida de la personalidad neurótica de Edgar, tendente al aislacionismo, profundamente rebelde respecto a la realidad, la consciencia y la razón y, por tanto, huidizo respecto a la cotidianidad habitada por su mujer y su hijo. De ahí ese sentimiento de ausencia y esa hostilidad hacia el padre que huye de sus responsabilidades y, claro, del hijo que no recibe las claves vitales que lo paterno suele proveer y que no pocos de sus personajes echan a faltar o desprecian, según sea el caso.
Por otro, este extraordinario peso de la figura paterna acercó a Michael Ende a unos temas y perspectivas próximas al psicoanálisis de corte más junguiano. No en vano, la creatividad surgía para Edgar Ende del distanciamiento de lo consciente, de alcanzar un estado mental anterior a la consciencia y la razón desde el que surgieran las imágenes y las ideas que después acabarían plasmadas en sus lienzos. Para Edgar, entre lo real y lo material existía un estado inconsciente, oculto y velado por una racionalidad que actuaba con la forma y el efecto de la sombra en el mito platónico de la caverna, velando una verdad oculta que la pintura para Edgar, y la literatura para Michael, tendría la oportunidad de redescubrir, reencontrándonos y reconciliándonos así con ella.
El arte alberga entonces, tanto para Edgar como para Michael, una función terapéutica: en cuanto consigue reconciliar tanto al artista (pintor o escritor) como al lector con una realidad íntimamente huidiza y esquiva.
Estas dos vertientes de la influencia paterna en la obra de Michael Ende están presentes en su obra juvenil, pero son acaso aún más evidentes en su producción adulta y, de forma clarísima, en sus dos libros de relatos escritos para este público, El espejo en el espejo (1984, publicado en castellano por Cátedra en 2014, dentro de su colección "Letras Populares") y La prisión de la libertad (1992, publicado en castellano por Cátedra en 2022, también en "Letras Populares"). El primero ofrece treinta relatos directamente extraídos de la obra de su padre, influidos por sus cuadros y dedicados a él de forma directa. El segundo alberga ocho cuentos, y la influencia resulta ser creativamente indirecta y psicológicamente más íntimamente catártica: ácidamente crítica y conscientemente dolorosa. A este último, La prisión de la libertad, vamos a dedicar las siguientes líneas.
Lo primero a destacar es que estos relatos son profundamente psicográficos. Nada en ellos hay que no sea una búsqueda del análisis psíquico de sus personajes protagonistas sobre algún aspecto de su vida o de su personalidad. Para todos ellos hay algo en su mundo que falta, una ausencia fatal que necesitan rellenar, y que sólo consiguen cubrir de una forma: buscando la verdad, luchando como quijotes contra aquello que causa el trauma, removiendo cielo y tierra caiga quien caiga para volver a situarse bien consigo mismos en una nueva realidad. La literatura refleja este proceso terapéutico.
El motor narrativo se encuentra, por tanto, en aquello a partir de lo cual todo este proceso comienza y se desarrolla. Y aquí el leitmotiv es interesantísimo, tanto que él solo se basta y se sobra para hacer de este conjunto de relatos algo originalísimo y digno de comentario. Pues, para encontrarlo, el autor se ha ido hasta la obra pictórica de M.C.Escher. Para estos relatos, Ende ha transformado los espacios paradójicos, las construcciones imposibles y las formaciones bidimensionales de Escher en el principal motor narrativo: son estos espacios y su arquitectura los que causan el desasosiego que lleva a los personajes protagonistas de los relatos a iniciar su búsqueda (aspecto más que notable, por ejemplo, en “La casa en la periferia”).
La arquitectura hace simbiosis con la literatura y el psicoanálisis para formar un motor narrativo que, aunque hoy ya se puede leer algo más que entonces, sigue siendo una rara avis entre los tropos literarios. Se trata de los efectos psicológicos del espacio, de cómo nuestra mente y nuestra personalidad no sólo se vinculan a las personas o a los olores o a las acciones sino también a las formas de los lugares en los cuales vivimos. Esos espacios tienen un efecto mental en nosotros, ayudan a construirnos como personas, y cada vez está más demostrado que influyen sobre nuestra forma de vivir la vida. Estos relatos miran al presente y al pasado de los personajes a la hora de explorar esta influencia y lo hace con historias fantásticas o enigmáticas, repletas de misterio y de una tensión psíquica que llega con una fuerza inusitada al lector.
Esta relación se establece, claro, de forma individual, incluso íntima; por eso todos los protagonistas de estos relatos tienden a poseer una cierta reticencia a poseer un entorno, a compartir con los demás sus inquietudes, creencias y miedos. En cierto sentido, cuando este motor narrativo “toca” la fibra sensible del personaje y lo lleva a iniciar las acciones que leemos lo hace en un sentido tan profundo, tan hondo respecto a su forma de entender y vivir la vida, que siente no poder hacerlo de otra forma si no es aislándose de los demás, haciéndolo de espaldas al resto del mundo.
Y si tiene compañía es accesoria, “los demás” son un paisaje, un contexto circunstancial que comparten la vida con ellos sin otra influencia que la de servir, funcional y simplemente, a su fin último: conseguir saber “la verdad” respecto a esa inquietud. Da igual la relación o la fuerza del lazo, fraternal o superficial, todos los demás son, para estos protagonistas, una misma y única cosa: ruido de fondo. Lejos de enaltecer a este tipo de personaje, la obra nos los representa de forma crítica como personas endurecidas, pragmáticas, directas, entregadas sin compasión ni ternura a la fuerza atrayentísima de su trauma (“La meta de un largo viaje”, por ejemplo).
Otro aspecto sumamente interesante es que esta verdad adquiere, por veces, también un sentido político. Lo hace cuando la voz narradora se interroga por la vida de la persona ya no sólo en su sentido íntimo sino en su sentido metafísico y, por tanto, universal. Aquello que vivimos tiene un sentido, no estamos ante relatos nihilistas, pero este sentido no es el que mayoritariamente creemos que es. Lo real se encontraría así en otro lugar, mientras que nuestra “realidad” estaría mediada por un “otro” que es la base de esa inquietud, de ese trauma, de esa búsqueda de lo real y el desvelo del sentido último de la vida (como sucede en el relato “La prisión de la libertad”).
La prisión de la libertad es pues nuestra “realidad”, nuestro presente, ese contexto limitado por barrotes invisibles al que nos mantenemos atados y que, por ser sentido a nivel profundo como incompleto o irreal, nos lleva a una búsqueda sin final cierto de lo que, aunque en tiempos contemporáneos denominamos abusivamente (y falsamente) como “felicidad”, es para Ende una homeostasis de plenitud mucho más completa y permanente que los momentos efímeros a que la felicidad nos relega.
Michael Ende se nos presenta en La prisión de la libertad como un autor más filosófico, intimista, personal y maduro que en sus obras literarias más conocidas. Además, se percibe la madurez de un autor al que distancian ya casi veinte años de La historia interminable, con mayor bagaje y en un momento vital, ya mayor y enfermo, creativamente trascendente. De esta madurez da cuenta su escritura, más reflexiva pero igualmente ágil desde un punto de vista analítico, y psicológicamente triste, que tiende a mirar hacia el pasado con un halo de añoranza que nosotros sentimos, igualmente, cada vez que leemos alguna de sus obras de ficción.
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