Texto: Rudolf Steiner. La Filosofia de La Libertad XII
Imagen: Pushkin de Sergei Aparin
Darwinismo y moral
El espíritu libre actúa de acuerdo con sus impulsos, esto es, de acuerdo con intuiciones que él escoge del total de su mundo de ideas, por medio del pensar. Para el espíritu no libre, la razón por la que escoge de su mundo de ideas una intuición determinada sobre la que basar sus actos, reside en el mundo de la percepción que le es dado, es decir, en sus experiencias pasadas. Antes de tomar una decisión recuerda lo que otro ha hecho o considerado conveniente en un caso similar al suyo, o lo que Dios ordena para este caso, etc., y actúa de acuerdo con ello. Para el espíritu libre estas condiciones previas no son los únicos impulsos de su actuar. Toma una decisión totalmente original. No le preocupa ni lo que otros han hecho, ni lo que han ordenado para este caso. Tiene razones puramente ideales que le mueven a escoger de la suma de sus conceptos justamente uno determinado y llevarlo a cabo con su acción. Esta, sin embargo, pertenecerá a la realidad perceptible. Lo que él realiza será idéntico, por lo tanto, a un contenido de percepción bien determinado. El concepto tendrá que realizarse en un hecho particular concreto; pero como concepto no podrá contener este hecho particular. Sólo podrá relacionarse con él como se relacionan generalmente un concepto con una percepción, como por ejemplo el concepto león con un león particular. El nexo entre concepto y percepción es la representación (ver cap. VI).
Al espíritu no libre este nexo de unión le viene dado de antemano. Los motivos se encuentran en su conciencia, como representaciones, desde el principio. Cuando él quiere llevar algo a cabo, lo hace como lo ha visto hacer o como se le ordena en ese caso particular. La autoridad actúa, por tanto, con máxima eficacia a través de ejemplos esto es, haciendo llegar a la conciencia del espíritu no libre acciones particulares bien determinadas. El cristiano obra menos según las enseñanzas que según el ejemplo del Redentor. Las normas son menos efectivas para el obrar positivo que para reprimir acciones específicas. Las leyes toman la forma general del concepto sólo cuando prohiben actos, pero no cuando los prescriben. Las leyes sobre lo que debe hacer hay que dárselas al espíritu no libre de forma muy concreta: “limpia la acera de tu casa”, “paga el coste de tus impuestos en la ventanilla X”, etc. Las leyes que prohiben actos se dan en forma de conceptos: “¡No robarás!”, “¡No cometerás adulterio!”. Estas leyes influyen sobre el espíritu no-libre sólo por referencia a una representación concreta, por ejemplo, al castigo correspondiente en esta vida, al cargo de conciencia, a la perdición eterna, etc.
Tan pronto como surge un impulso para actuar de forma conceptual general (por ejemplo: “¡Haz bien a tu prójimo!”, “¡Vive de manera que favorezcas tu bienestar!”) es necesario encontrar primero para cada caso la representación concreta de la acción (la relación del concepto con el contenido de una percepción). Al espíritu libre a quien no impulsa ni el ejemplo, ni el miedo al castigo, etc., le es siempre necesaria esta conversión del concepto en representación. El hombre produce representaciones concretas, a partir de la suma de sus ideas, ante todo por medio de la imaginación. Lo que el espíritu libre necesita para realizar sus ideas, para afirmarse, es, por lo tanto, la imaginación moral. Es la fuente del actuar del espíritu libre. Por lo tanto, solamente los hombres con imaginación moral son también productivos a nivel moral. Los meros predicadores moralistas, gente que propone reglas morales que no pueden concretar en representaciones específicas, son moralmente improductivos. Se parecen a los críticos que saben analizar inteligentemente cómo se debe crear una obra de arte, pero que son incapaces de producir lo más mínimo.
La imaginación moral, para realizar su representación, tiene que entrar en una determinada esfera de percepciones. La acción del hombre no crea percepción alguna, sino que transforma las que ya existen, les da una forma nueva. Para poder transformar un determinado objeto de percepción, o una suma de objetos, de acuerdo con una representación moral, es necesario haber comprendido el principio que rige el contenido de la imagen perceptual (el modo de actuar que se quiere transformar o dar otra dirección). Hay que encontrar, además la manera que permita transformar este principio en otro nuevo. Esta parte de la actividad moral descansa en el conocimiento del mundo fenoménico del que uno se ocupa. Hay que buscarlo, por lo tanto, en alguna rama del conocimiento científico. La acción moral presupone, por tanto, además de la facultad de formar ideas morales,1 y de la imaginación moral, la capacidad de transformar el mundo de las percepciones, sin violar las leyes naturales que las relacionan entre sí. Esta capacidad es la técnica moral. Se puede aprender lo mismo que se aprende una ciencia. Por lo general los hombres están mejor dotados para encontrar los conceptos del mundo ya dado, que para determinar creativamente, por medio de la imaginación, los actos futuros todavía no realizados. Por esto es muy posible que hombres sin imaginación moral tomen las representaciones morales de otros y que las apliquen con destreza a la realidad. También puede suceder lo contrario, que haya hombres con imaginación moral pero sin habilidad técnica, y tiene entonces que valerse de otros para llevar a cabo sus ideas.
En la medida en que para actuar moralmente es necesario el conocimiento de los objetos de nuestro conocimiento. Lo que nos ocupa aquí son leyes de la naturaleza. Se trata, por lo tanto, de ciencias naturales, no de ética.
La imaginación moral y la facultad de formar ideas morales sólo pueden convertirse en objeto de conocimiento después de que el individuo las ha producido. Pero entonces no regulan más la vida, sino que ya la han regulado. Deben considerarse como causas activas lo mismo que todas las demás (son fines únicamente para el sujeto). Las consideramos como una ciencia natural de las ideas morales. Aparte de ella no puede haber una ética como ciencia de las normas.
Se ha querido mantener el carácter normativo de las leyes morales, por lo menos en la medida en que se ha entendido la ética en el mismo sentido que la dietética que deduce de las condiciones de la vida del organismo, reglas generales para influir sobre el cuerpo de una manera determinada. (Paulsen, “Sistema de la ética”). Esta comparación es errónea porque no puede compararse nuestra vida moral con la vida del organismo. La actividad del organismo funciona sin nuestra participación; encontramos sus leyes en el mundo como algo dado, podemos, por tanto, buscarlas, y una vez encontradas aplicarlas. Sin embargo, las leyes morales las tenemos que crear nosotros primero. No podemos aplicarlas antes de haberlas creado. El error se debe a que el contenido de las leyes morales no se crea en cada instante, sino que se hereda. Las recibidas de los antepasados aparecen entonces como algo dado, como las leyes naturales del organismo. Sin embargo, una generación posterior no podrá justificar su aplicación como si fueran normas dietéticas. Pues se refieren al individuo y no, como en las leyes naturales, a un ejemplar de esa especie y viviré de acuerdo a las leyes de la naturaleza si en mi caso particular aplico las leyes naturales de mi especie; como ser moral soy individuo y tengo mis propias leyes.2
La opinión aquí sostenida parece estar en contradicción con la doctrina fundamental de las ciencias naturales modernas que se conoce como teoría de la evolución. Pero sólo lo parece. Por evolución se entiende el desarrollo real de lo posterior a partir de lo anterior de acuerdo con las leyes naturales. En el mundo orgánico se entiende por evolución el hecho de que las formas orgánicas posteriores (más perfectas) son descendientes reales de las anteriores (imperfectas), y que se han desarrollado a partir de éstas según leyes naturales. Los defensores de la teoría de la evolución orgánica tendrían que imaginarse que hubo un periodo en la Tierra en el que un ser habría podido seguir con sus propios ojos la transformación gradual de los primitivos amniotas en reptiles, si hubiera podido estar allí como observador y hubiera estado dotado de una vida suficientemente larga. Igualmente, los evolucionistas tendrían que imaginarse que un ser habría podido observar la formación de nuestro sistema solar a partir de la primitiva nebulosa de Kant-Laplace, si durante este tiempo infinitamente largo hubiese podido permanecer en un sitio adecuado dentro de la región del éter cósmico. No entra aquí en consideración el que según esta representación, tanto la naturaleza de los amniotas primitivos como la de la nebulosa cósmica de Kant-Laplace tendrían que pensarse de un modo muy distinto a como lo hacen los pensadores materialistas. Y a ningún evolucionista debería ocurrírsele afirmar que de su concepto del primitivo amniota pueda derivarse el del reptil con todas sus propiedades, máxime si jamás ha visto un reptil. Así, tampoco debiera derivarse la idea de nuestro sistema solar a partir del concepto de la nebulosa cósmica de Kant-Laplace, si se piensa que este concepto está determinado por la percepción directa de la nebulosa cósmica. En otras palabras: el evolucionista debe afirmar, si piensa consecuentemente, que realmente de las fases evolutivas anteriores se desarrollan las posteriores; y que, si nos son dados los conceptos de lo imperfecto y de lo perfecto, podemos comprender su relación; pero de ningún modo debiera admitir que el concepto obtenido sobre lo anterior es suficiente para desarrollar de él lo posterior. De esto resulta que el moralista puede comprender la relación de los conceptos morales posteriores con los anteriores; pero que no puede obtener ni una sola idea moral nueva de las anteriores. Como ser moral, el individuo produce su propio contenido. Para la ética el contenido así producido es algo tan dado como para el naturalista lo son los reptiles. Los reptiles se han desarrollado de los amniotas primitivos, pero el naturalista no puede derivar de ese concepto el de los reptiles. Las ideas morales posteriores se desarrollan de las anteriores; pero la ética no puede desarrollar de los conceptos morales de un periodo cultural anterior los de uno posterior. La confusión se debe a que como naturalistas partimos de los hechos que tenemos ante nosotros, y sólo después los observamos para llegar a conocerlos; mientras que en la actividad moral somos nosotros mismos los que creamos primero los hechos que luego incorporamos a nuestro conocimiento. En el proceso evolutivo del orden moral del mundo realizamos lo que la Naturaleza hace a un nivel inferior: transformamos lo perceptible. Por lo tanto, la norma ética no puede se objeto de conocimiento como lo es una ley de la naturaleza, sino que tiene que ser creada. Sólo cuando ya existe, puede ser objeto del conocimiento.
Así pues, ¿no podemos entonces juzgar lo nuevo según lo antiguo? ¿No se ve todo hombre obligado a comparar lo producido por su imaginación moral, con las doctrinas éticas tradicionales? Para aquello que debe manifestarse como algo moralmente productivo, esto sería tan absurdo como si uno quisiera comparar una forma nueva de la naturaleza con la antigua, y dijera: como los reptiles no concuerdan con los amniotas primitivos, son formas no justificadas (patológicas).
El individualismo ético, por tanto, no está en contradicción con una teoría de la evolución correctamente comprendida, sino que resulta directamente de ésta. El árbol genealógico de Haeckel, desde los protozoos hasta el hombre como ser orgánico, debería poder ser seguido sin interrupción por las leyes naturales y sin romper la continuidad de la evolución, hasta llegar al individuo como ser moral en un sentido determinado.
Pero en modo alguno podría deducirse de una naturaleza anterior una posterior. Así como es verdad que las ideas morales del individuo se han desarrollado visiblemente a partir de las de sus antepasados, también es cierto que este individuo será moralmente improductivo si carece de ideas morales propias.
El mismo individualismo ético que he desarrollado sobre la base de las consideraciones precedentes, podría también derivarse de la teoría de la evolución. La conclusión final sería la misma, sólo que el camino de llegar a ella sería distinto.
La aparición de ideas morales totalmente nuevas a partir de la imaginación moral es para la teoría de la evolución tan poco sorprendente como la aparición de una nueva especie animal a partir de otra. Sólo que esta teoría, como concepción monista del mundo, tiene que rechazar, tanto en la vida moral como en la natural, toda influencia trascendente (metafísica), meramente deducida y no vivenciable a nivel ideal. Con ello sigue el mismo principio que también la guía cuando busca las causas de nuevas formas orgánicas, pero sin invocar la intervención de un ser extraterrenal, que produce toda nueva especie como resultado de un pensar creador nuevo por influencia sobrenatural. Así como el monismo no necesita ningún pensamiento creador sobrenatural para explicar un ser vivo, le es también imposible deducir el orden moral del mundo a partir de causas que no se hallen dentro del mundo sensible.
El monismo no puede admitir que la esencia de una voluntad moral quede totalmente explicada atribuyéndola a una influencia continua sobrenatural en la vida moral (un gobierno universal divino desde afuera), o a una revelación determinada en el tiempo (los de los Diez Mandamientos), o al advenimiento de Dios en la Tierra (Cristo). Todo lo que de esta manera sucede al hombre y en el hombre sólo llega a ser algo moral cuando en la vivencia humana se transforma en aquello propio del individuo. Para el monismo, los procesos morales son, como todo lo que existe, productos del mundo, y hay que buscar sus causas en el mundo, esto es, en el hombre, puesto que el hombre es portador de la moral.
Quien con mentalidad estrecha asigne, desde un principio, al concepto de lo natural una esfera arbitrariamente limitada, puede fácilmente llegar a no encontrar en ella espacio para un obrar individual libre. El evolucionista consecuente no puede caer en semejante estrechez mental. No puede dar por concluida la evolución natural con el mono, y atribuir al hombre un origen “sobrenatural”; incluso, en su búsqueda de los antepasados naturales del hombre tiene que buscar el espíritu de la naturaleza; tampoco puede limitarse a las funciones orgánicas del hombre y tomarlas como las únicas naturales, sino que debe considerar la vida moral libre como continuación espiritual de la vida orgánica.
Lo único que el evolucionista puede afirmar, según sus principios, es que la actividad moral actual procede de otras formas del acontecer del mundo; tiene que dejar la caracterización de la acción, esto es, su determinación como acto libre, a la observación directa del acto. En realidad sólo afirma que el hombre proviene de antepasados no humanos. Como están formados los hombres hay que comprobarlo a través de su propia observación. Los resultados de esta observación no podrán estar en contradicción con una historia de la evolución correctamente enfocada. Sólo la afirmación de que esos resultados excluyen un orden natural del mundo, impediría su acuerdo con la nueva orientación de la ciencia natural.3
El individualismo ético no tiene nada que temer de la ciencia natural que se entiende a sí misma, pues la observación demuestra que lo característico de la forma perfecta del actuar humano es la libertad. Hay que atribuir esta libertad a la voluntad humana en tanto que ella realiza intuiciones puramente ideales. Pues estas intuiciones no son el resultado de una necesidad que actúa desde fuera, sino que están basadas en sí mismas. Si el hombre encuentra que su actuar es el reflejo de una intuición ideal de este tipo, la vivencia entonces como una acción libre. La libertad se encuentra en esta característica de una acción. ¿Cómo queda entonces, desde este punto de vista, la distinción ya mencionada anteriormente (cap. I) entre las dos afirmaciones: “Ser libre significa poder hacer lo que uno quiere”, y la otra “ser libre para poder desear o no desear es la base del dogma de la libre voluntad”? Hamerling fundamenta precisamente en esta distinción su posición respecto a la libre voluntad, declarando exacta la primera y una tautología absurda la segunda. Dice: “Yo puedo hacer lo que quiero. Pero decir que puedo querer lo que quiero, es una tautología”. Que yo pueda hacer, es decir, hacer realidad lo que quiero, depende de las circunstancias externas y de mi habilidad técnica (ver más arriba). Ser libre significa poder determinar por uno mismo, por medio de la imaginación moral, las representaciones (motivos) en los que se basa el actuar. La libertad es imposible si algo externo a mí (un proceso mecánico, o un Dios extraterrenal meramente inferido) determina mis representaciones morales. Por lo tanto, soy libre únicamente cuando soy yo mismo quien produce esas representaciones, no cuando puedo ejecutar los motivos que otro ser me ha impuesto. Un ser libre es aquél que puede querer lo que él mismo juzga correcto. Quien hace otra cosa distinta de lo que él quiere, tiene que ser impulsado a ello por motivos que no son suyos. Tal hombre actúa de manera no-libre voluntariamente. Esto naturalmente es tan absurdo como entender la libertad como la capacidad de poder hacer lo que uno tiene que querer. Esto es lo que afirma Hamerling cuando dice:
“Es absolutamente cierto que la voluntad siempre está determinada por motivos, pero es absurdo decir que sea no-libre por ello; pues no se puede desear ni imaginar una libertad mayor que la de realizarse uno mismo de acuerdo a su propia capacidad y determinación”.
Claro que sí se puede desear una libertad mayor, y sólo ésta es la verdadera, a saber: determinar por uno mismo los motivos de su querer.
En ciertas circunstancias el hombre puede verse inducido a no llevar a cabo lo que quiere. Dejar que le prescriban lo que él debe hacer, querer lo que otro y no él mismo considera correcto, a esto sólo puede doblegarse si no se siente libre.
Las presiones externas me pueden impedir que yo haga lo que quiero. Entonces me condenan simplemente a la inactividad, o a la falta de libertad. Sólo si sojuzgan mi espíritu, echan de mi mente mis motivos y ponen en su lugar los suyos muestran la intención de negar mi libertad. De ahí que la iglesia se dirija no sólo contra el hacer, sino principalmente contra los pensamientos impuros, esto es, contra los motivos de mi actuar. Me hace no-libre si considera impuros todos los motivos no indicados por ella. Una iglesia o cualquier otra comunidad genera falta de libertad cuando sus sacerdotes o maestros se convierten en guardianes de la conciencia, es decir, cuando los creyentes se ven obligados a recibir de ellos (en el confesionario) los motivos de su actuar.
Suplemento para la nueva edición (1918)
En estas exposiciones sobre la voluntad humana se describe lo que el hombre puede vivenciar en su actuar para llegar, por medio de esta vivencia, a tomar conciencia de que “mi voluntad es libre”. Es especialmente significativo que la justificación para llamar libre un acto volitivo se alcance por la vivencia de que en la volición se realiza una intuición ideal. Esto sólo puede ser resultado de la observación, pero lo es en el sentido en que el hombre observa que su volición se halla dentro de una corriente evolutiva cuya finalidad reside en alcanzar la posibilidad de un querer basado en la pura intuición ideal. Es posible alcanzar esta posibilidad porque en la intuición ideal no actúa nada más que su propia esencia fundada en sí misma. Cuando una intuición de este tipo está presente en la conciencia humana, no es que se haya desarrollado a partir de los procesos del organismo (ver cap. IX), sino que la actividad orgánica se ha retirado, para dejar sitio a la actividad ideal. Si observo una volición que es reflejo de la intuición, es que la actividad orgánica necesaria también se ha retirado de dicha volición. El acto volitivo es libre. No podrá observar esta libertad del querer quien no sea capaz de ver que el querer libre consiste en que primero se paraliza, se reprime la actividad necesaria del organismo humano, por el elemento intuitivo, siendo sustituida por la actividad espiritual de la voluntad impulsada por las ideas. Sólo quien no es capaz de hacer esta observación del doble aspecto de la volición libre cree que todo acto volitivo carece de libertad. Sin embargo, quien sea capaz de hacer dicha observación, llegará a comprender que el hombre no es libre mientras no logre completar el proceso de represión de la actividad orgánica; pero que esta falta de libertad tiende a la libertad, y ésta no es en absoluto un ideal abstracto, sino una fuerza directriz inherente a la naturaleza humana. El hombre es libre en la medida en que es capaz de realizar en su querer la misma disposición anímica que vive en él cuando es consciente de la formación de intuiciones puramente ideales (espirituales).
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1 Sólo un criterio superficial podría considerar el uso del término “facultad” aquí y en otros pasajes de este libro, como una vuelta a la teoría de la psicología antigua relativa a las facultades del alma. El sentido de esta palabra viene dado exactamente en relación con lo expresado en el capítulo V.
2 Cuando Paulsen dice en el libro mencionado: “Las disposiciones naturales y las distintas condiciones de vida exigen, lo mismo que una dieta corporal distinta, también una dieta espiritual-moral diferente”, se acerca al conocimiento correcto, pero no da con el punto decisivo. En tanto que soy individuo no necesito dieta. La dietética es el arte de armonizar cada ejemplar de una especie con las leyes generales de la misma. Pero como individuo no soy un ejemplar de la especie.
3 Considerar los pensamientos (las ideas éticas) como objetos de la observación está justificado. Pues aunque durante la actividad pensante las imágenes del pensar no entran en el campo de la observación, si pueden, sin embargo, ser después objeto de la observación. Y así como hemos llegado a nuestra caracterización del actuar.
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