30.9.14

Jim Botón y Lucas el maquinista, Michael Ende: Fantasear es un juego de niños

Texto: Joaquín Torán en Fabulantes
Imagen: Irene Bordoy




Jim Botón y Lucas el maquinista (Noguer y Caralt, 2009) es la primera mitad de un libro largo que, por razones editoriales, se vio partido en dos: su continuación (más bien la segunda parte de su alma), Jim Botón y los Trece Salvajes, fue publicada en 1962, y en ella se resuelven los flecos que quedan pendientes sobre los orígenes del intrépido aprendiz de maquinista negro. Para entonces, el libro que hoy nos ocupa ya había sido galardonado con el Premio Nacional de Literatura Alemana, y se había convertido en un auténtico clásico. Tanto es así que la adaptación al medio televisivo se hizo bajo la (única) forma (posible) de teatro de títeres, una idea verdaderamente feliz que captó la esencia de este conmovedor cuento y además emocionó profundamente a su autor, Michael Ende (1929- 1995).

Michael Andreas Helmut Ende nació en Garmish-Patenkirchen (en la región alemana de Baviera) en la tarde del 12 de noviembre de 1929, hijo del pintor surrealista Edgar Ende y de la vendedora de joyas Luisa Barthölomä. El niño Ende recibiría una densa formación artística y humanística y conocería, gracias a sus padres, a varios intelectuales que serían fundamentales en su posterior trayectoria como fabulador de historias extraordinarias. Fue un mal estudiante y militante antinazi en el momento más álgido de la Segunda Guerra Mundial, y sintió una auténtica pasión por el teatro, que le llevó incluso a fundar su propio grupo, “El teatro del desván” (llamado así porque se originó en los bajos de la American House de Stuttgart). Su experiencia en este mundillo duró casi diez años en los que hizo de todo, delante y detrás de las tablas. La llama de la literatura, que llevaba tiempo avivándose dentro de él, terminó de encenderse cuando, por invitación de un amigo, escribió algunas páginas de la que sería su primera obra, Jim Botón y Lucas el maquinista (1960).


Ende no cesó de repetir, una vez consagrado, que jamás escribía con fines pedagógicos o didácticos, sino que simplemente creaba aquellos libros que a él le hubiese gustado leer de niño. En Carpeta de apuntes (Alfaguara, 1996), una recopilación de sus conferencias y reflexiones, fue incluso más lejos y añadió (citando a Nietzsche): “[…] En cada persona hay un niño que quiere jugar. Lo confieso, pues, sin avergonzarme: el impulso verdadero, real, que me mueve mientras escribo es el placer del juego, libre y espontáneo de la imaginación”. En Jim Botón y Lucas el maquinista, y luego en obras posteriores, nos advierte: “Es un libro sólo para niños. Toda persona mayor que lo lea deberá hacerlo acompañada de un niño”. Sólo un niño puede encontrar una lógica aplastante en las cosas que acontecen en esta novela.

Michael Ende establece entre sus lectores una suerte de complicidad que atiende a una única regla: la de que lector y escritor jueguen a crear por consenso el universo que se va leyendo. El autor espera que haya un niño que comprenda al instante por qué tiene que haber un maquinista en la pequeñísima isla de Lummerland, de tan sólo cuatro habitantes: “¿Para qué necesitaba locomotora un país tan pequeño? Pues porque un maquinista necesita tener una locomotora; si no la tuviese, ¿qué conduciría? ¿Una bicicleta quizás? Entonces sería un conductor de bicicletas, y un maquinista como es debido, quiere conducir locomotoras y nada más. Por otra parte, en Lummerland no había ninguna bicicleta” (página 6). Ende invita también al adulto solitario, el que una vez fuera niño, a sonreír magníficamente y a leer siempre en voz alta, para formar parte del conjuro de la narración.

Jim Botón y Lucas el maquinista nos cuenta verdades que siempre hemos sabido, o que supimos, y que olvidamos. Se nos recuerda que la amistad, pura, sincera, honesta,  es el motor que mueve el mundo. Los personajes de esta historia, que bien podría ser la de un aprendizaje, no tienen por qué discutir sus acciones, simplemente toman decisiones pensando en el bien común, y no necesitan disculparse ni justificarse. Jim y Lucas son amigos (“Lucas seguía siendo el mejor amigo de Jim. Se comprendían con pocas palabras, sólo porque también Lucas era negro” [por el tizne del carbón], página 17) y por lo tanto se siguen hasta el último confín conocido. O, en este caso, hasta el reino de China, con “sus tejados adornados con campanas de plata y sus puentes de porcelana”. Las cosas son así de sencillas porque son así de obvias.

Emma se transforma en barco y no hay nada de extraño en ello: ¿quién no imaginó, siendo crío, una locomotora que pudiese navegar? “Los colibríes son los pájaros más pequeños del mundo” y se acepta como verdad fundada que por tanto, “están hechos de oro y piedras preciosas”. Los niños todo lo entienden, y por eso saben que el eco del Valle del Crepúsculo va y vuelve multiplicado, y que sus efectos son devastadores. Conocen de la existencia de dragones que son medio hipopótamos, de discutibles modales en la mesa. Y han oído hablar de gigantes aparentes, que sólo lo son en la distancia. El niño que llevamos dentro observa esa galería de maravillas y llora, palmea y ríe, pues sabe que esos son los lugares donde estuvo una vez y donde estará para siempre.

La historia interminable está ya presente en un estado embrionario. Sus ideas, su filosofía, sus temores (la Nada), su galería de personajes, han pasado antes por la estación de Lummerland. La imaginación ha tendido raíles hasta la Tierra de los Dragones, donde la señora Maldiente martiriza a niños de distintas nacionalidades (esquimales; pieles rojas; chinos…), que hablan la universal lengua de la concordia y la fraternidad. Jim acude a salvarles, y con él, cómo no, Emma y Lucas, con el arrojo y la intrepidez de quien vive permanentemente en un colorista mundo de ensueño, que no es salida de emergencia sino espejo deformante de su simétrica realidad: ¿acaso no hubo una vez en Alemania (Kummerland) una horrible señora Maldiente que quiso imponer un único pensamiento y una única cosmovisión?

Tur-Tur, gigante aparente, dirá: “[…] Existen hombres que presentan ciertas particulares características. Por ejemplo, el señor Botón tiene la piel negra. Es así por naturaleza y en ello no hay nada raro, ¿no es cierto? Pero, por desgracia, la mayoría de las personas no piensan así. Si usted, por ejemplo, es blanco, está convencido de que sólo su color es el bueno, y siente algo contra los que son negros. A menudo los hombres somos muy poco razonables” (125). Lucas se descorazonará al tener que abandonar Lummerland, con (y por) Emma, y gemirá (página 22) con una integridad más verosímil y descarnada que la que puede leerse en uno de los supuestos presuntos (rocosos) clásicos que automáticamente cambian la vida de quien los lee. Jim Botón y Lucas el maquinista no va de intentar ser trascendente, ni de delirios de grandeza: trata de la simple sencillez de las cosas. Sin eufemismos, mentiras, ni añagazas: dice lo que dice como se nos enseñó a decirlo, y no como aprendimos por nuestro “contrato” social.

Por eso, al final, “[…] mientras hacían planes para el futuro, seguían contemplando el mar y las olas, grandes y pequeñas que, murmurando, se acercaban a la orilla”. Y el lector, a su lado, cálido, arropado, deja vagar la mirada enternecido y llora por sus recuerdos.


0 comments:

Publicar un comentario

El primer banner, hace 20 años. Con la tecnología de Blogger.

*