Imagen: Leonora Carrington
El arte de imaginar
La literatura tiene categorías que se quedan cortas. Un libro para niños bien puede ser una lección sobre coraje y voluntad aplicable a cualquier edad. La obra de Michael Ende es una oportunidad única para descubrir el significado personal de la palabra «voluntad».
Jugar a perderse entraña el riesgo de no ser encontrado. No debe hacerse sin la supervisión de un especialista en ubicar el mejor sitio para esconderse mientras un amigo cuenta hasta diez, o sin la ayuda de un camarada valeroso, firme al adentrarse en las oscuras profundidades de un ático sin más armamento que una resortera cargada y amartillada.
Los adultos no estamos preparados para enfrentar con la seriedad indispensable el reto que implica el laberinto impreso en la manteleta de un restaurante familiar. Creemos que trazar la línea que separa al duende triste de la olla de oro es una pérdida de tiempo.
El niño en cambio, percibe con claridad las amenazas ciertas, los peligros auténticos que tal empresa entraña. Comprende que un paso en falso puede llevar al duende a un callejón sin portal dimensional, a una trampa, a un abismo lleno de terrores; una vuelta equivocada conduce a las cimas de la desesperación, o a la ciénaga de la locura. El niño sabe que, de su trazo firme y meticuloso, de su guía solidaria, depende la felicidad de aquel pequeño amigo. Michael Ende comprende muy bien esa diferencia de temperamentos y le saca provecho.
UN LIBRO LABERINTO
En los últimos años ha retomado fuerza un estilo de relato llamado novela río, que consiste en narrar las vicisitudes de varias generaciones de una familia o de un grupo de personajes principales en innumerables páginas y títulos, que nos hacen desconfiar de la existencia, o utilidad para el caso, de la palabra «fin».
Antes de ese nuevo derrame de tinta sobre un océano de papel existían cosas llamadas libros que, en apenas un volumen de trescientas o seiscientas páginas, debidamente encuadernado, hacían de la fantasía un lugar asequible y entrañable. Un buen ejemplo de ese tipo de libros es la obra de Ende. Apenas 489 páginas le bastaron para crear un libro laberinto, un grueso compendio de historias sin final.
¿Por qué es un libro laberinto? En primer lugar, porque Ende así lo quiso, y enseguida, porque a los niños, y a un tipo de adulto con capacidad de asombro, les gustan los retos, las encrucijadas, los saltos que la falta de confianza convierte en fracasos. A Michael Ende le gusta poner en aprietos a sus víctimas, no por nada otra de sus obras, El Espejo en el Espejo, retoma y extiende, cuando no desdobla, el prolongado sopor del Minotauro.
En La Historia Interminable, el autor alemán nos transporta a varios de los lugares comunes en la vida de los lectores empedernidos. La acción arranca en una librería misteriosa, tan cajita de Pandora, tan confitería de pensamientos; de ahí se traslada a ese cuarto apartado del mundo que permite al lector ausentarse de una realidad llena de adultos tristes, niños abusivos y una ausencia casi total de imaginación.
Luego, Ende transporta al lector a Fantasía, un reino que, como los pensamientos, despierta con los hombres y duerme, o muere, con ellos. La mirada curiosa viaja a través de llanuras, selvas, ciudades, todas ellas fantásticas, todas dignas de una historia que no se agota en sí misma. Sin apenas notarlo, el lector avanza dirigido por el hilo de Ariadna, línea dorada que el autor de Momo va soltando mientras nos dirige hacia un centro con mil puertas; Ende es un guía seguro de sí mismo y pleno de recursos, a ratos cruel, a ratos bueno, que hace tan difícil o tan fácil como uno quiera el escape del laberinto.
LA HISTORIA A DOS TINTAS
El aspecto visual del libro es importante, la dimensión humana transcurre en una tinta y la fantástica se registra con otro color. El lector tiene reacciones como desmayos, sufrimientos y pérdida excusable del aliento al recorrer los dos universos contenidos en la obra.
Valdría la pena ofrecer una explicación más extensa: La Historia Interminable está escrita a tres o cuatro tintas o elementos vitales: la primera es la del mundo seguro, triste y aburrido, la realidad tangible del abuso y el tedio; la segunda es la del mundo imaginario, mezcla de colores, sabores y deseos no necesariamente humanos; la siguiente es la de Ende, síntesis de las anteriores aunque puesta al servicio de los niños adultos, seres complejos que, sin mayor advertencia, son puestos a resolver acertijos filosóficos, morales, existenciales, que pondrían a dudar a más de un sabio; la última, la que cierra el pacto o completa la fórmula del infinito, es la del lector, una tinta, un elemento que debe reaccionar, si aspira a gozar de la experiencia completa, ante reactivos como el humor, la malicia, la lealtad y el engaño. El registro cromático que Ende hace posible es innumerable.
LA ADAPTACIÓN FÍLMICA
El futuro de los libros es la adaptación al cine o a la televisión, y eso no es algo necesariamente bueno. La Historia Interminable ya recorrió ese camino, la filmación estuvo a cargo de Wolfgang Petersen, y se estrenó en 1984. El largometraje no le llega al libro, se hizo lo que se pudo y el producto fue muy distinto a lo que Ende es y no es; un presupuesto similar al que estilan las superproducciones y un guión respetuoso podrían darle a esta obra un lugar eximio en el séptimo arte.
UN CUENTO PARA NIÑOS
La Historia Interminable es vendida como literatura infantil y a Ende se le encasilla como un autor para un público de «peques». La mejor forma de desmentir una afirmación tan desinformada es leerlo. Ende se especializa en deshacer prejuicios.
A manera de degustación, basta con transcribir algunas ideas que el protagonista, lector y héroe de La Historia Interminable, un niño con la imaginación bien cultivada, encuentra en ese libro cuyo emblema son dos serpientes que muerden sus colas: “Te ha dejado ganar intencionadamente a fin de ganarte para sí a su manera”, “Los comienzos son siempre oscuros”, “Un granito de arena […] es todo lo que ha quedado de mi reino sin fronteras”, “¿Y qué transmiten sus ojos? Todos los enigmas del mundo”. La imposibilidad de transcribir íntegramente la obra de Ende se antoja dolorosa.
Los relatos del autor de Momo son una sucesión de dilemas que frustrarían a cualquier adulto que se diga maduro y reflexivo. “Haz lo que quieras”, la leyenda en el Áuryn (El Esplendor), frase recurrente en la segunda mitad del libro, sorprende en sus dos acepciones, tanto promesa como advertencia; Ende lo explica así: “La Alhaja te da el camino pero, al mismo tiempo, te quita la meta”.
En cambio, en la primera mitad asistimos a un despliegue de aventuras con resultados, que no finales, variados; los hay tristes, heroicos, afortunados, son muy pocas las palabras para retratar al infinito en general, y a la obra de Michael en particular.
ENDE SIN FINAL
Los capítulos memorables de la obra abarcan desde la A hasta la Z; cada uno es un microcosmos que invita a convertir la mente en una «casa del cambio», lugar que se extiende o repliega a placer, al igual que los defectos y las virtudes de las personas. Los recuerdos ocupan un lugar de primer orden en la historia, sólo quien puede aferrarse a una memoria escapa de la perdición; la locura también es una forma de morir y para eludirla hay que cavar muy hondo dentro de uno mismo.
Completar la obra del alemán tiene mucho de misión arriesgada, pero no imposible. No se pierda de vista que hablamos de un laberinto inacabado, la maquinación de un arquitecto deliciosamente malicioso, sin embargo, ésa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
La Historia Interminable exige valor y entendimiento, porque el hilo de Ariadna que Ende pone en las manos del lector, no es otra cosa que la verdadera voluntad y un sinfín de vida auténtica.
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