13.11.21

Implícitamente explícito

Texto: Carlos López y Adrián E. Belmonte en Las crónicas del otro mundo
Imagen: Akifa Shakhgeldi


 
Entender la década de los ochenta como la época de oro del cine familiar no parece una apuesta demasiado arriesgada. Al hacer memoria, podemos evocar sin esforzarnos demasiado películas míticas como Gremlins o recordar las aventuras de Los Goonies, pero probablemente el primer largometraje que nos venga a la cabeza tenga que ver con el viaje de Bastián a la tierra de Fantasía. Como ya habéis adivinado, nos referimos a La Historia Interminable, basada en la novela homónima de Michael Ende, obra que superó todas las expectativas editoriales y acabó siendo traducida a más de cuarenta idiomas. La película no solo se considera una joya de la fantasía, sino, sobre todo, de los efectos visuales anteriores a la aparición de las imágenes generadas por ordenador. Hay quien juzga que, en lo tocante a despliegue imaginativo en cuanto a marionetas robotizadas, maquillaje y diseño artístico, se trata de una obra superior a cualquier cinta contemporánea, pues la imaginación hoy en día, desgraciadamente, escasea. En conclusión: la conversión desde el papel al séptimo arte constituía un trabajo del que sentirse realmente orgulloso.

Tras visionar la versión cinematográfica de su manuscrito, Michael Ende no parecía demasiado conforme. Lo sospechamos ligeramente por afirmaciones relativas a los creadores de la cinta como “Les deseo que cojan la peste. Me engañaron de mala manera y lo que hicieron conmigo es una canallada y una traición artística. Si estuviera en mis manos hundiría esa película en el Vesubio”. Quizá no le faltase razón: a pesar del éxito en pantalla, paradójicamente hay quien defiende que esta puede tratarse de la peor adaptación cinematográfica de la historia.

Para apoyar esta afirmación, basta con lanzar la bomba informativa: en la cinta falta la segunda parte del libro. No hay mucho más que decir: independientemente de la opinión que se pueda tener de la película, la amputación de la mitad, literalmente la mitad, de la novela tan solo podía causar pavor en el autor de la misma. Mutilar de forma bárbara e inicua parte de lo engendrado en su mente, que para un escritor significa una parte esencial de su propia vida, debe ser la más dolorosa puñalada que puede recibir como profesional. Además, cientos de detalles de su obra fueron tergiversados para quedar mejor en pantalla y crear un producto más amigable para el público predestinado. La siguiente afirmación la compartimos todos los que hemos visto la película: descubrimos que Fújur, el dragón blanco de la suerte ideado con cabeza de león, tiene cara de perro. Dicho así, quizá no alcanzamos a imaginar la bajeza. Antes deberíamos tratar de entender adecuadamente que la criatura más mágica, más mitológica, más especial para la historia y para el propio escritor, en la que más cariño ha empleado a la hora de tallar su efigie, ha sido transformada por unos abyectos traidores en una mascota de andar por casa de la talla XXL. Resulta casi tan infame como que Bastián, el protagonista de la novela descrito como un niño gordo, débil y torpe, y no por capricho sino porque la importancia de que así sea el protagonista es vital, se nos presenta como un niño delgado sin cualidades negativas aparentes. ¿Acaso ya existía la dieta Dukan?

Demasiado horror para La Historia Interminable que plasmó Michael Ende, porque cada detalle de su novela iba dirigido a que su lector, el que debía ser el público real y probablemente exclusivo de su epopeya, la sintiese a través de cada página. Y para asegurarse de que su lector llegaba a su literatura, forzó que algunos elementos ajenos sobrepasaran su propio arte y su propia pluma. El símbolo de ÁURYN no solo aparece en el medallón que los protagonistas portan en la historia, sino que se encuentra en la portada del ejemplar físico al mismo tiempo que en las del volumen que Bastián lee dentro de la historia. Además, a pesar del sobrecoste que comportaba a nivel de publicación, la novela está escrita a dos tintas. Las partes del libro que transcurren en la realidad se encuentran grabadas en el papel en color rojo, mientras que todo lo que transcurre en el mundo de Fantasía se representa con letras teñidas de verde. Rojo, el color de la prohibición, el que aparece cuando otra persona o cosa quiere restringir el libre albedrío del conjunto de demás semejantes, para el mundo en el que Bastián se siente solo, incapaz, impedido para ser como le gustaría ser. Verde, el del fin de la prohibición, el que invita a continuar libremente, el que anula el anterior impedimento impuesto, para dar paso no solo a Bastián, sino a todo el que le acompaña tanto dentro como fuera de las páginas para adentrarse en un mundo mágico: un mundo que si el visitante desea contemplar está inexorablemente obligado a imaginar, porque nunca ha podido observar algo así en su realidad. Ende tenía muy bien atada su apuesta: entregó todas las herramientas posibles al lector para que viviese su historia tal y como debía hacerlo.

Pero, en realidad, no queríamos hablar de sus recursos metaliterarios. Más bien al contrario: pretendíamos demostrar cómo un escritor le puede gritar directamente al invitado que se ha asomado a su libro que esa historia es para él, porque sabe que esa persona entiende lo que significa realmente leer. Sin anestesia, sin apenas espacio para prepararse, a las pocas páginas de comenzar el ejemplar:

La pasión de Bastián Baltasar Bux eran los libros. Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado… Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito… Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido… Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo que Bastián hizo entonces.

Cuando te das cuenta, el autor del libro te ha hablado. Te ha dicho que su historia está hecha para ti porque, en realidad, eres uno de los suyos. Y si te gusta escribir, si aspiras a ello, puede que incluso le otorgues otra dimensión a dichas palabras. Otra en la que su arte puede incluso haber ridiculizado al tuyo. Puedes entender que le ha resultado tan fácil que incluso te sientes idiota, idiota al comprender que tú no podrías lograr ni en mil años esa conexión que a él, por lo que crees interpretar, no le ha costado demasiadas líneas conseguir.

Tres exiguas páginas después, a escasos segundos de que el autor decida sumergir al turista de las hojas en el mundo de Fantasía, un último párrafo en rojo te vuelve a hablar. Ende le permite a Bastián leerte la mente:

Bastián miró el libro. «Me gustaría saber», se dijo, «qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado. Naturalmente, dentro hay sólo letras impresas sobre el papel, pero sin embargo… Algo debe de pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las aventuras, hazañas y peleas posibles… y a veces se producen tormentas en el mar o se llega a países o ciudades exóticos. Todo eso está en el libro de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo.

Y quizá la siguiente sea la más errónea de todas las interpretaciones que hayáis leído o escuchado nunca, pero este cúmulo de frases, este cúmulo de ideas, no solo parece dedicado a un mero lector, sino también a cualquier escritor o a cualquier otro ser humano que, entre sus anhelos, incluya la aspiración de convertirse en uno. Puede ser el más demente de todos los análisis, pero, para el que lo quiera entender, o imaginar, o inventar, Ende insertó un mensaje cifrado, uno que parece bramar que cada historia la crea una persona y que, gracias a esta, esa historia está allí cada vez que las tapas de un libro son abiertas por manos ociosas y revisadas por ojos inquietos. Y sí, será el más alienado de los exámenes que nunca se le hicieron a dicho párrafo, pero este parece lanzar a los cuatro vientos un reto, desafiando de un modo implícitamente explícito a todo el que lo lee a que engendre y transcriba desde su cerebro al papel todo lo que sea capaz de vertebrar en su imaginación, para demostrar a Bastián de qué manera se ha llegado a conformar esa historia dentro de un libro que, al igual que él hace con su ejemplar de La Historia Interminable, alguien ha de abrir algún día.

Probablemente esta extravagante exégesis tan solo exista dentro de nuestras cabezas; no obstante, no debería resultar extraño que así fuese. Todo ser humano interpreta sus vivencias a través de una perspectiva personal y subjetiva, y que la presentada encima de este último párrafo se manifieste como chocante, si lo pensamos detenidamente, no resulta una gran sorpresa. Para las personas que poseen entre ceja y ceja la ambición de convertirse en escritores, una frase que pregunta “¿Por qué existe esta historia en este libro?” no es raro que reciba la inmediata respuesta de “Porque yo la he puesto ahí”. Por otra parte, Ende estaría de acuerdo. Puede que no en dicha interpretación concreta, pero sí en que otro ser humano, al leer sus letras, las interpretase según su propio punto de vista. ¿Qué otra cosa podría desear un escritor de fantasía sino que sus lectores dejasen volar su imaginación para darle una explicación a lo que leen dentro de sus cabezas? ¿Se podría descifrar el género de la fantasía de algún otro modo? No obstante, al igual que Michael Ende repite tantas veces hasta el mismo final de su novela,

Esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.


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