13.7.16

El rincón utópico o el por qué de la fantasía

Texto: Alberto Coronel en Juego de manos



En 1940 un Michael Ende de doce años recorría eufórico las calles bombardeadas de Múnich atraído por la luz de las llamas como una polilla. Hijo de una psicóloga y de un pintor surrealista a quien los nazis prohibieron seguir pintando por degenerado, creció en un mundo en que las fronteras entre lo imaginario y lo real, lo subjetivo y lo objetivo se fueron difuminando primero en su infancia, luego aparecerán dibujadas en sus obras en línea discontinua. Con La historia interminable se metería en los estantes de literatura juvenil de media Europa —estantería más, estantería menos—. Este 12 de noviembre Ende cumpliría ochenta y seis años, y no hubiese querido presenciar las razones por las que hemos movido a Momo de la sección de literatura juvenil para ponerla en la de literatura imprescindible.

Poco se conoce el pasado de Michael Ende en el «Frente Libre Bavariano», una organización clandestina antinazi, de cómo hacía de mensajero entre ciudades bombardeadas. No cuesta imaginarse a un joven Ende con poco más de quince años recorriendo el mundo con algún mensaje urgente como haría después Atreyu, cuidándose ambos muy mucho de no ser absorbidos por la nada

Tras pasar una década en el teatro, la poesía y escribir todo lo que fuere que se vendiere, nuestro autor se irá volcando cada vez más en la literatura fantástica y el cuento infantil. Alemania durante los años sesenta estaba en el apogeo del realismo social, por lo que Ende fue criticado por producir literatura de evasión o escapismo. Esta crítica denuncia el mirar las estrellas en aquellas trincheras sociales en que habría que pasarse el día a tiros. Para colmo, el zángano invita a los demás a hacer lo mismo. En esas andaba y en esas andamos. El bueno de Ende hace una prosa que compite en cristalina con Stefan Zweig, y con ella enfrenta el espíritu de la producción de prisa.Momo apunta al corazón de lo que Weber identificó como el espíritu del capitalismo. Y es que uno no tarda en percibir que la literatura de Michael Ende tiene su némesis en aquella ética del ahorrador de tiempo, azote del zángano y acumulador de riquezas. La literatura de Ende es una apología luminosa de los jardines del mundo interior contra el «y yo qué gano» y la ansiedad del «quién soy yo al fin y al cabo»; en defensa del hablar con la calma y vivir con esa tranquilidad que llena el tiempo.

En una entrevista publicada en El País en 1984, Jean-Luis de Rambures, le pregunta a Michael Ende si el país fantástico que describe no está «lejos de nuestra realidad». Ende responde:

Mis libros no son westerns. No hay que matar a los malos al final para que todo vuelva a estar en orden. No ataco a individuos, sino a un sistema (llámele, si quiere, capitalista) que está a punto (nos daremos cuenta dentro de 10 o 15 años) de hacernos caer en el abismo.

Vayamos ahora a 1987. Margaret Thatcher le concede una entrevista a la revista Woman’s Own para marcarse el siguiente solo de ideología que hoy es célebre munición de think tank:

Hemos atravesado un periodo donde a demasiados niños y a demasiada gente se les ha hecho pensar de esta forma: «¡Tengo un problema, la labor del Estado es resolverlo!». O «¡Tengo un problema, conseguiré un subsidio para resolverlo!». O «¡No tengo vivienda, el Estado debe dármela!». Al hacer eso trasladan sus problemas a la sociedad, y ¿quién es la sociedad? No existe tal cosa. Lo que existe son hombres y mujeres individuales, existen las familias. No hay Estado que pueda hacer nada sino es a través de las personas, y las personas se preocupan primero de sí mismas.

Poco después —y esto es algo que se ha revelado hace poco a los periodistas independientes de Juego de Manos—Thatcher recibe la noticia de que Momo anda por Londres. La orden es clara: «Esperad a que esté sola antes de hablar con ella. Y no falléis. Quiero estar liberando cosas mañana por la mañana».

Era ya de noche cuando Beppo y Gigi se marcharon. No pasaría más de una hora cuando el agente número BLW_,553_,3 se bajó del coche con un cigarrillo entre los labios.

Surge en primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar tiempo? Al contrario. Los frenas, eres como un cepo en sus pies, arruinas su futuro. Puede que hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a tus amigos. En realidad, y sin quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso le llamas tú quererlos?
Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de este modo. Durante un instante tuvo la duda de si no tendría razón el hombre gris[1].

Ende y Thatcher son, para pensar lo social, dos polos antagónicos: Momo es cuidada por sus vecinos y ella cuida de todos, Atreyu es el hijo de todos al que envidia el pobre Bastián que es el hijo de nadie. Está claro: al neoliberalismo del yo divinizado se le resiste el lazo social, el que nos nombremos y comuniquemos con el lenguaje del otro y que nos haga falta siempre un buen nosotros. La sociedad existe, y también la Nada. ¿Qué nos van a decir con la que ha caído en España? Apoyándose también en Ende, Amador Fernández-Savater escribe en La política y la Nada: la España en crisis que el vacío creado tras el desahucio simboliza la expansión de la Nada, luego —y todavía mejor— que los desahucios se paran socialmente antes de pararse físicamente, por eso el neoliberalismo tiene que romper el cordón de brazos que cierra el lazo social, las redes de solidaridad y la cooperación colectiva; tiene que seducir a las personas una a una para convertir la sociedad en una jauría de personas-empresa. Cualquiera puede triunfar en el capitalismo, pero no todos. El método es la economía —le gustaba decir a Thatcher—, el objetivo es cambiar el corazón y el alma. ¿Cómo se cambia el corazón y el alma? Recordemos la historia de Fusi el barbero, a quien siempre le había encantado charlar con sus clientes y siempre había estado orgulloso de su manera, insuperable a su juicio, de afeitar a contrapelo. Pero hay momentos —dice Ende— en que uno se olvida de todo eso. Le pasa a todo el mundo.

¿Qué se ha hecho de mí? Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta.
Claro que el señor Fusi no tenía la menor idea de cómo habría de ser eso de vivir de verdad. Sólo se imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal como veía en las revistas. Pero, pensaba con pesimismo, mi trabajo no me deja tiempo para ello. Porque para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre. Pero yo seguiré toda mi vida preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón.
En ese momento se acercó un coche lujoso, gris, que se detuvo exactamente delante de la barbería del señor Fusi[2].

Las cuentas salen, pero no cuadran. Cuando el agente número XYQ_,384_,2 abandonó la barbería del señor Fusi, éste había sido brutalmente convencido de que si seguía haciendo las cosas que venía haciendo diariamente habría gastado ya todo el tiempo que le quedaba de vida. Horrorizado, el pobre Fusi entiende que las horas que dedica a ver a su madre, a charlar con sus clientes o a comer con calma le hacían perder un tiempo muy valioso.


Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.
Los que lo sentían con claridad eran los niños, pues para ellos nadie tenía tiempo.

Pero el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón.
Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía[3].

Los hombres grises, leales servidores del Banco de Tiempo le guardarán todo el tiempo que ahorre. Pero… ¿quiénes son los hombres grises? Momo lo sabe: quienes se fuman el tiempo de trabajo humano, que no es el tiempo que tienen, sino el tiempo que son.

Dicho esto podría sorprender que Momo fuese prohibido en la República Federal Alemana hasta que la Unión Soviética lo publicó, eso sí, con la censura de uno de los cuentos que relata Gigi de Marxenius Communus —Marjencio Communo en algunas ediciones—, un cruel tirano que quiso cambiar el mundo haciendo uno nuevo. Moviendo piedra a piedra, árbol a árbol, lo cambió todo utilizando los únicos materiales de los que disponía, y así no dejó sino otro idéntico (en el que están ustedes ahora mismo).

Desde Newton —le dice Ende a Rambures— nos hallamos cruelmente divididos en dos mundos: el de los objetos, llamado real, y el supuestamente ilusorio del yo. Para no seguir siendo un extraño, el hombre debe aprender de nuevo, como Goethe, a llamar de tú a la Luna.

Y esta es la lucha que libra Ende con su literatura para nutrir el mundo interior y llenar de estrellas nuestra intimidad. Nos invita a buscar la realidad desde la fantasía y mantener los mundos de fuera y dentro en equilibrio sin dejarnos llevar por unos ritmos de vida, de trabajo y de socialización que matan la imaginación. Utópico, sí, pero de otra manera, porque para Ende no hay patria humana posible fuera del lenguaje. La utopía se vive, no se hace. Primero se escribe: ¡alguien tiene que pronunciarla! ¿No lleva cada civilización un libro gordo bajo el brazo? En ese caso la fantasía o utopía no es un programa a realizar sino un espacio habitable que sólo existe cuando lo frecuentamos y se hace más grande cuanto más se visite; un espacio que llena patios maravillosos, cafeterías con terraza y colegios con calefacción, facultades con alumnos y hospitales sin aduanas; ese templo de lo común en el que siglo sí, siglo también toca expulsar a los mercaderes. Ese reino siempre asediado por la prisa donde reside el bendito derecho a un ratito más.


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[1] ENDE, M. (1988), Momo, Madrid, Alfaguara, pp. 93-94. 

[2] Op. cit. pp. 61-62.

[3] Op. cit. p. 74.


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