Texto: Rocío V. Ramírez en Fabulantes
¿Qué se ve en un espejo que se mira en otro espejo? ¿Lo sabes tú, Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados? ― Viejo de la Montaña Errante en La historia interminable.
El inconsciente, ese otro lugar al que nuestra conciencia no alcanza, quedó definitivamente separado de la razón en los albores de la Modernidad. La mente interior, con sus visiones y espacios oníricos, sólo podía aceptarse cuando aparecía domesticada por las teorías científicas. De otro modo era rechazada hacia los territorios exteriores, hacia la locura. El pintor Edgar Ende (1901-1965) creó una obra que rompió esta impostura de la racionalidad, ahondó en introspecciones para pescar las imágenes y visiones más puras e incorruptibles para los procesos conscientes. Aunque se le tildó de pintor surrealista, nunca pretendió reflejar el mundo de las ideas con símbolos oníricos. Cada pintura era el resultado de una metodología visionaria única: el artista se encerraba en su estudio, donde se concentraba en alejarse de todo pensamiento. Apartando de sí toda intención, toda emoción previa, la mente terminaba mostrando imágenes cuyo significado era inexpresable y que le sorprendían a él mismo. Estas visiones se convirtieron en la materia prima de sus obras, mostrando sus deliberados paseos por el inconsciente.
Su hijo, el escritor Michael Ende, representó este proceso de recuperación creativa en La historia interminable (1979). En el Pozo Minround, Yor, el minero ciego, desenterraba cada día los sueños olvidados por la humanidad. Este personaje, al igual que su padre, huía de la influencia del materialismo. Así conseguía unas imágenes que, sin la resonancia de su creador, podían generar ideas y sentimientos en los espectadores, ayudándoles a conformar su identidad a través de su experiencia estética. Cinco años más tarde, en 1984, Ende presentó una obra en la que treinta relatos surrealistas se mezclaron con las pinturas de su padre en un extraño híbrido creativo: El espejo en el espejo (Cátedra Letras Populares, 2014). A la pregunta formulada años atrás a través del Viejo de la Montaña Errante, la mejor respuesta son unas narraciones que reflejan, como un espejo en otro, las infinitas posibilidades de la existencia.
El juego de reflejos es el núcleo mismo de este collage narrativo. Comenzamos conociendo a Hor, la figura más misteriosa del laberinto de espejos, el monstruo que como el minotauro habita en una enorme casa vacía en la que los corredores y salas se suceden hasta el infinito, sin encontrar jamás ventanas o salidas. En sus sueños cree conocer otras realidades, otras personas que escapan a su alcance cuando regresa al estado de vigilia. A partir de entonces, los relatos se van encadenando gracias a la repetición de ciertos motivos. Las bombas, el fuego, o los miembros amputados, son algunos de ellos. Los personajes que se desenvuelven en estos mundos reaparecen en diferentes cuentos cambiando su rol: de bombero a vagabundo, de vagabundo a rey, de rey a barrendero y del mismo a payaso triste que sueña con despertar de la realidad. Funambulistas, prostitutas, mujeres gordas, novias, niños y hasta ángeles son personajes que se entrecruzan en la sucesión de espacios imaginarios. Hacia la mitad del libro, una pareja visita un museo imposible en el que parte de estos símbolos se recogen a modo de extraño índice del viaje. Un camino circular, ya que terminaremos frente a la casa-laberinto de Hor, cuando su hermana guíe a un joven héroe, cual Ariadna a un inocente Teseo, para que se sacrifique por el monstruo, fundiéndose con él hasta resultar inseparable del mismo.
¿Hay algún sentido en este viaje en el que cada símbolo, cada situación, nos puede transportar hacia las profundidades de la imaginación? La naturaleza misma de los espejos es la respuesta. Ende los creó durante años, siguiendo las normas que cada relato le iba imponiendo, con un método creativo próximo al de su padre. Con ellos pretendía reflexionar sobre el acto de la lectura: cada libro es un espejo que refleja al lector. Sin embargo, el libro sin el lector sólo sería un conjunto de símbolos sin sentido. Necesita al lector para convertirse en historia y así este es, a su vez, espejo para el libro. Ambos son componentes necesarios para la misteriosa alquimia que la lectura produce en los seres humanos, cuando su identidad se transforma por el arte. Para señalar este proceso, Ende escribió sus historias sin un eje narrativo evidente: cada suceso orbita un centro que no se puede desvelar, casi inefable en su juego de presencia y ausencia. Es un recorrido que el lector sigue mientras salta hacia cada parada del viaje hasta encontrarse de nuevo en el punto de partida, tras haber rodeado ese polo espiritual que no podemos aprehender.
Un análisis más profundo de los temas de estos relatos nos remite a la lucha de Michael Ende contra el viejo prejuicio del realismo social, que tachó a la literatura fantástica de escapista. El compromiso filosófico y sociopolítico es evidente en toda su obra, sin importar que se trate de literatura infantil o quizá por eso mismo, al tratarse de un género alejado de las obligaciones editoriales. Al ser El espejo en el espejo una obra mucho más compleja y adulta se evidencia más, si cabe, la visión poco complaciente que tenía Ende sobre el mundo actual. Consideraba que los excesos de la objetividad y la racionalidad eran los causantes de los grandes desastres de la civilización. El haber crecido durante la Segunda Guerra Mundial en la Alemania nazi se lo había demostrado: perteneció al grupo de familias no fiables políticamente, ya que el régimen prohibió a su padre realizar un arte que concebía como “degenerado”. Una visión que marcaría su crítica social en toda su obra, pero especialmente en esta colección de relatos, sería la de su recuerdo de un bombardeo en Múnich: «Todavía hoy sueño con eso: cuerpos carbonizados que se han arrugado hasta tener el tamaño de bebés. Puedo dibujar el ejército de gente vagando desesperanzada por las ruinas, como atrapada en un laberinto».
No resulta difícil imaginar a los extraños pobladores de estos relatos como los habitantes de ese laberinto de desdicha, vagando entre las explosiones y las ruinas, buscando un paraíso cuya existencia han olvidado. Sus visiones nos muestran el devenir del tiempo, la muerte, la angustia, la búsqueda de identidad y la falta de libertad e imaginación en nuestra sociedad. Sólo la lectura puede servirnos como arma contra esta Tercera Guerra Mundial que, según Ende, libramos contra las generaciones futuras. Considerar a la Ilustración científica como la única salvadora posible llevará a extender el desierto de la cultura y a devastar la sociedad. Por ello escribió para enseñar a la humanidad a no caer en los mismos errores una y otra vez. En el imaginario del laberinto no sólo encontramos desolación, también tienen cabida los símbolos y paradojas maravillosas de los mitos, el taoísmo o la magia. Estas herramientas son las que nos guían en un viaje que no nos transporta a un sistema filosófico único, no constriñe nuestra imaginación a ciertas formas, sino que permite conocer la verdad interior que aflora a la superficie de sus espejos. No sería justo hablar mucho más de esta obra, para evitar condicionar las lecturas futuras. Su misterio, la experiencia transformadora que aporta, es mejor vivirla en solitario.
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