Texto: Juan Carlos Olivares en Biblioteca virtual de prensa histórica
Imagen: Fransesc Grimalt en La madriguera
El éxito de la obra de Michael Ende, entre los públicos de todas las edades, radica en que el autor simplemente trata al lector menor como un adulto con la mente abierta a otros mundos. Este respeto por el destinatario final de su obra, sea niño o adulto, se refleja en una serie de claves constantes en los textos de Ende, como son el tratamiento literario de la soledad de los niños; del miedo, entendido como una de las emociones que convierten en humana, la existencia; de la eternidad perdida por la conciencia del tiempo, o de la arquitectura como instrumento para construir espacios imaginarios. Todo ello analizado en este artículo, concebido como homenaje al escritor bávaro muerto el pasado mes de agosto, que deja tras de sí una obra que, como pocas, es patrimonio de pequeños y grandes.
Los adultos tienen una extraña relación con la literatura etiquetada como infantil o juvenil. Su acercamiento se produce sólo como transacción económica en una librería para pasar inmediatamente a manos de su destinatario final. Cuando surge la excepción, cuando la obra queda confiscada en manos del habitual intermediario, las convenciones se derrumban y las preguntas acechan a las mentes preclaras y maduras. Ocurrió con Michael Ende, el escritor alemán, fallecido el pasado verano, que derrumbó tópicos con los éxitos intergeneracionales de Momo y La historia interminable.
Con Ende los padres se apropiaron de la literatura de sus hijos. En su obra encontraron un grado de imaginación en estado puro que les ofrecía la posibilidad de reencontrarse con esa fantasía que habían deseado en su infancia y que nunca descubrieron en aquellos cuentos higienizados que ocuparon durante unos años las primeras estanterías de su vida. El autor de Jim Botón y Lucas el Maquinista simplemente trataba al lector menor como un adulto con la mente abierta a otros mundos. Un respeto que se refleja en una serie de claves constantes en la obra de Ende, entre ellas la soledad de los niños de la era consumista, la riqueza literaria del miedo, la eternidad perdida por la conciencia del tiempo o la arquitectura como instrumento para construir espacios imaginarios.
Hijos únicos
Ende no escribe para un lector abstracto; refleja en su obra experiencia personal y conocimiento de su entorno. Autor de la opulenta Alemania del milagro económico de la posguerra, alimenta su obra con niños-héroes habituados a sobrellevar la soledad a través del filtro de la fantasía. La estructura familiar tradicional, dominante hasta la caída del III Reich, desaparece con la misma velocidad con la que los alemanes deciden que su objetivo prioritario es olvidar el horror a través del valium que produce el consumo terrenal. En esa carrera por satisfacer las necesidades inmediatas –y lo superfluo se hace imprescindible- se reduce el núcleo familiar a su mínima expresión, una evolución que tiene su reflejo en la literatura infantil: mitificación del abuelo-abuela y protagonismo casi absoluto de los hijos únicos en las historias.
A finales de los años 60 –precisamente cuando Ende decide instalarse en Roma- el modelo de vida escogido por la sociedad alemana termina por cristalizar y comienzan a surgir personajes nuevos como los Schlüsselkinder (niños de las llaves), escolares que andan por el mundo con las llaves de sus casas colgadas del cuello. En sus hogares, al finalizar la escuela al mediodía, nadie les espera. No es difícil extrapolar esas figuras a la personalidad de los protagonistas de los relatos de Ende. Momo, Lena o Bastian son niños que han asumido la condición de su infancia solitaria como un estado natural en sus vidas. El autor no pretende señalar traumas o realizar acusaciones, sino mostrar a adultos y niños que la soledad puede ser el entorno perfecto para jugar con la imaginación y penetrar en otras realidades.
Ende concibe casi todos sus libros como puertas materiales a la fantasía; una idea que lleva a su máxima expresión en La historia interminable. El mismo acto de girar las páginas se convierte en una fórmula mágica para traspasar fronteras. Mientras que otros escritores fabulan sobre esos otros mundos, Ende ofrece además al lector la complicidad de contar en sus manos con el abracadabra que sirve de puente a la dimensión desconocida de la literatura. Una tentación que toca especialmente la sensibilidad de los niños solitarios y de los adolescentes y adultos que recuerdan una infancia similar en la que no contaban con esos instrumentos reales para escapar.
El miedo
Muchos escritores dedicados a la literatura etiquetada como infantil-juvenil han sentido la atracción por el miedo, por las tinieblas y sus criaturas. Si la mayoría ha pasteurizado los fantasmas nocturnos hasta convertirlos en personajes admisibles –ahora se diría “políticamente correctos”-, un ejemplo son las series sobre espectros, ogros, vampiros o brujas de tan horrendo físico como tierno corazón; Ende utiliza el terror de una manera consciente como un rasgo que forma parte de la amalgama de emociones que convierten en humana a la existencia y en atrayente la fantasía literaria. No rehuye el factor miedo, incluso lo convierte en un elemento protagonista en sus obras.
Los “hombres grises” en Momo son metáforas pero también una amenaza concreta, doblemente inquietante por su aspecto convencional, sin las tradicionales deformidades físicas que alertan sobre el lado oscuro de esos seres. No es sólo la presencia física de la amenaza –como Maledictus Oruga en El ponche de los deseos- lo que convierte a Ende en un escritor de literatura infantil diferente, sino también su sinceridad a la hora de no evitar a los lectores más jóvenes las sensaciones más oscuras. Es la frialdad que genera alrededor de los robatiempo de Momo, la forma en que describe la muerte de los “hombres grises” y el terror que genera en estos personajes su volatilización, la escena de terror surrealista que describe en El ponche de los deseos, inspirada en las telas del Bosco, o la angustia de Bastian cuando está a punto de perder la conciencia y la memoria de su otro yo.
En realidad Ende, que con acierto ha sido definido como uno de los representantes del nuevo romanticismo alemán, sólo recupera la tradición tenebrosa de sus antecesores. Aunque se podría discutir la comparación con los hermanos Grimm, que no recopilaron leyendas populares alemanas para el público infantil sino como lectura adulta, es posible relacionar a Ende con los autores del nacionalismo romántico, atraídos por los mundos oscuros. Cuentos como Rapunzel, Blancanieves o Hänsel y Gretel, describen, en sus versiones originales, miedos muy concretos, incluso con morbosa precisión. El creador de Jim Botón y Lucas el Maquinista, tampoco rehuye este lado oscuro de la fantasía humana como en La historia interminable en un lugar en plena decadencia y un terror futuro: la nada.
El tiempo
En casi toda la obra de Ende aparece como una constante el tiempo y las esclavitudes que ejerce sobre el ser humano. Desde el Maestro Hora de Momo, hasta las siete horas y unos minutos literarios que dura El ponche de los deseos –cada capítulo marca el avance de las manecillas del reloj-, el transcurrir del tiempo y sus distintas metáforas se materializa como uno de los principales protagonistas de su literatura. Aunque se podría considerar el uso de este concepto como algo tradicional en los cuentos, en Ende existe una obsesión casi metafísica, quizá relacionada con su interés personal por el surrealismo –su padre era el pintor Edgar Ende-, que ha mostrado siempre una predilección por elucubrar y reflejar en su arte la obligación humana de regir vida y destino por estrictas coordenadas temporales.
La percepción que tiene Ende del tiempo tiene fuertes connotaciones negativas. Es una referencia omnipresente que sólo la inocencia es capaz de obviar a partir de la ignorancia. Es el antes y el después de la conciencia del poder de aquel extraño artefacto con esfera, dígitos y dos palitos que se mueven hacia un destino desconocido, movidos por una fuerza igual de secreta. Mientras que el artilugio conserva su misterio, la eternidad es una realidad, el siempre jamás de los niños que no son conscientes de los cambios, del pasar, de la muerte, de la necesidad de aprovechar el tiempo perdido, de almacenar recuerdos -¿será ése el motivo de que no se conserve la primera memoria de la vida?-. Cuando el sentido de lo eterno se pierde y se reconoce el mecanismo surge ese molesto reloj de cuco que con diversas formas aparece en la obra de Ende.
De alguna manera lo que el autor de El secreto de Lena –una de las obras con cuco- propone es el regreso a ese estado de inconciencia a través de una lente ecologista. Es la propuesta de fondo que late en Momo: volver a la vida sin tiempo; unas de las posibilidades, la otra es emigrar a Fantasia o refugiarse en Lummerland.
La arquitectura
Otro rasgo de las afinidades de Ende con los surrealistas es su preocupación por la creación de arquitecturas, de geografías construidas. A pesar de que se le considera un autor de mensaje verde, casi toda su literatura transcurre en entornos modificados por la mano del hombre, en ocasiones como reflejo del desastre y otras como un hecho natural. Los apuntes arquitectónicos que mostraba en Jim Botón… pasan a convertirse, en sus obras de madurez, en sofisticados espacios que condicionan atmósferas, que confieren personalidad a los personajes, edifican universos complementarios o antagónicos.
Momo –por ejemplo- no vive en plena naturaleza sino en un anfiteatro abandonado, en una ruina de la cultura humanizante; el Maestro Hora no se encuentra en una nebulosa abstracta sino en un espacio fantástico pero concreto, diseñado a su medida; los “hombres grises” se fuman la existencia ajena en salas calcadas de las que disfrutan los tiburones de las finanzas en Wall Street; y el brujo de El ponche de los deseos conjura maldades en una villa que podría pertenecer al mundo de Halloween de Pesadilla antes de Navidad.
Pero es en La historia interminable donde Ende desata su imaginación arquitectónica y crea un conjunto de ciudades y construcciones que podrían competir con la exquisitez metafísica de Italo Calvino en Las ciudades invisibles. La Ciudad de Plata, la Ciudad de los Espectros o la misma Torre de Marfil son a la par la materialización de una idea, de un concepto, y también la oportunidad del literato de imaginar urbes imposibles. La comparación con Tolkien, otro gran fabulador de la arquitectura, se resiste, porque Ende no elabora universos completos, no se reinventa la naturaleza, no imagina hasta el mínimo detalle un universo en los límites de lo real. En realidad, su fijación es pura arquitectura; la naturaleza –a pesar de sus adscripciones ideológicas- tiene en su literatura un papel secundario, mas como reivindicación de conciencia que como elemento narrativo o descriptivo.
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