27.2.14

El mapa de un laberinto

Texto: Cecilia Sabido Sánchez Juárez en el Istmo
Imagen: Beatrix Colom




Excavaciones poéticas e intelectuales en la Carpeta de Apuntes de Michael Ende


A través de su literatura, Michael Ende (1929-1995) ha dado mucho de que hablar a intelectuales y niños de todo el mundo. Sus relatos van más allá de la fantasía, en cada página esconde una puerta deseosa de que alguien la cruce. Anímese a abrir de par en par, aquella que lleva al laberinto que escribió con su propia vida.

Un día de 1994, entre las tintas y los encuadernados de alguna moderna editorial de Stuttgart, vio la luz un libro de tantos. Quien
lo hallase en los anaqueles de las librerías no vería en él más de lo que hay en todos loslibros: no le faltaba ni le sobraba nada para serlo, hasta lectores comunes; pero en realidad era un mapa cuya entrega esperaban incontables viajeros. El secreto de este compendio consistía en guardar claves e indicaciones para abrir las puertas de un mundo antes visitado, quizá perdido, siempre añorado… y algunas recomendaciones para andarse en él como en casa.

También podría servir como instructivo para fraguar ficciones; sé de algunos que lo han adquirido con tal propósito y debo decir que no queda mal como curso «a distancia» en el aprendizaje de ciertas artesrelacionadas con la humanidad y la esperanza. A fin de cuentas, este «librito» es un texto precioso para quien haya dedicado su vida, de un modo u otro, a seguir los pasos del maestro domador de ironías y quimeras en la función de circo del mundo contemporáneo. Si Carpeta de apuntes dice poco de nuestro misterioso volumen, dirá más el nombre de su autor: Michael Ende.


Una cierta mania de abrir puertas

En el corazón del siglo XX, en una tierra herida por la guerra, en un hogar marcado por el arte, una pluma temeraria comenzó a jugar con las palabras. Pertenecía al hijo de un pintor surrealista llamado Edgar Ende y eso, en la Baviera nazi, no era visto con buenos ojos. Mientras el padre luchaba prácticamente forzado en el frente alemán, el joven Michael asistía al KLV de Garmisch-Partenkirschen, donde nació en 1929. Aunque no provenía de una familia judía, la actividad paterna lo había marcado como no fiable políticamente; por esta razón le aplicaron un «traslado disciplinario» a dos clases abajo de la suya, pero lo que debía servir como humillación fue para él buena fortuna. Se ganó muy rápido a sus jóvenes compañeros con historias y ocurrencias de todo tipo, mejoró su alimentación y tuvo más tiempo para vivir, sobrevivir y hasta hacerse de una novia. En su momento, intentó todo con tal de librarse de una guerra que le sabía ajena: fingir enfermedades, hacerse pasar por seminarista, fallar en los exámenes del gimnasium y quemar la cédula de alistamiento. Casi siempre corrió con suerte.

Actor de vocación, algo dramaturgo, un poco periodista, Ende vivió entre las letras por muchos años, pero alcanzó el «éxito» literario en 1960 cuando publicó Jim Botón y Lucas el maquinista. Algo había en este escritor que despertaba a un público de interiores complejos, pero ávido de optimismo.

Los primeros lectores se vieron conmovidos de modo especial por un hecho simple: Ende podía dar a los niños la esperanza que los padres no sabían cómo recuperar. No se trataba sólo de un hombre imaginativo; podía transformar la realidad más cotidiana en fantasía, y así sus ficciones no eran inalcanzables ni ingenuas. En las calles, las plazas, las puertas mismas de la casa podían empezar los caminos que harían distinta la vida. Si aquel anhelo era muy bueno de sembrar en los jóvenes, no se alejaba tampoco del conflicto de los lectores adultos, inmersos en revoluciones ideológicas y conceptuales.

Sus libros posteriores, Momo y La historia interminable, publicados en 1973 y 1979 respectivamente, crearon universos entrañables que se multiplicaron en ediciones y alcanzaron la pantalla grande. Su obra fue catalogada entonces como «infantil» o «juvenil»; sin embargo, en 1986, la aparición de El espejo en el espejo anunció un hecho presente a todas luces: Ende no era un autor «infantil» aunque supiera hablar con los niños y deseara hacerlo. Este libro de cuentos abrió la curiosidad de los adultos hacia lo que habían pasado por alto: los fundamentos «serios» de su literatura.

Esa curiosidad removió también una incómoda sospecha: la literatura infantil debe ser del todo inofensiva (es decir, vacía y simple, adecuada para los pequeños a quienes se les concede poca capacidad de pensamiento), pero los libros de Ende presentaban una propuesta compleja y, por si fuera poco, resultaban tan elocuentes como accesibles. ¿Es que un autor confeso de literatura fantástica infantil para todas las edades podía tener como ejes los misterios de la humanidad y de su angustioso presente? Las paradojas del tiempo y del espacio, el valor de la vida, el sentido de la existencia, los enigmas del lenguaje, la angustia ante la libertad y las posibilidades infinitas constituyen el tramado de sus textos. Es cierto que muchos autores contemporáneos trataron los mismos problemas con elocuencia y profundidad, pero muy pocos lograron entrar al ámbito originario de la fantasía con la naturalidad y la proximidad del autor de La historia interminable. El resultado de su fama fue una serie de lectores dispuestos a preguntarse por cuestiones filosóficas y que, además, dejaban correr la imaginación con gusto, sin los límites del cientificismo reinante. ¡Por las barbas del gran Galimatías!

La pluma de Ende era, en resumidas cuentas, peligrosa. Desde aquel adolescente que encantaba a sus compañeros de clase con historias que alejaban la guerra, hasta el incómodo escritor que hacía poco caso de los límites literarios (incluso los supuestos por los escritores serios del siglo), se manifestó en Michael Ende la terrible tendencia a abrir puertas, indagar en ellas, una por una y todas a un tiempo; de soltar irresponsablemente a los genios atrapados en aquellas infinitas posibilidades y salir airoso de todas las venturas. En otras palabras, tenía la encantadora manía de forjar laberintos y de enredar en ellos a sus entusiasmados lectores.


De pasillos y puertas y llaves

La fascinación de Michael Ende por los enigmas de la libertad cobró forma en la tinta de uno de sus mejorescuentos. Echando mano del estilo narrativo oriental, escribió la historia del mendigo Insh'allah, quien víctima de la soberbia cayó en la prisión de la libertad. Para escapar tenía la oportunidad de abrir una de las 111 puertas que lo rodeaban y su carcelero, en una tortura continua, le hacía reflexionar: «Podría ser que detrás de una de las puertas se oculte un sanguinario león que te destroce, detrás de otra florezca un jardín habitado por hadas que te regalarán miles de caricias amorosas, que por el contrario detrás de la tercera te espere un gigantesco esclavo negro para cortarte la cabeza… No digo que sea así, pero podría ser… Elige bien». El tema está presente de igual modo en La historia interminable, cuando Atreyu debe cruzar tres puertas para llegar al Oráculo del sur y cuando Bastián entra en aquel castillo cuyas puertas conducen a cualquier lado. Las respuestas de sus personajes son tan próximas como lejanas entre sí; lo que nos ponen de manifiesto es la vivencia misma de la libertad. La puerta es el símbolo predilecto de Ende para representarla porque toda puerta pide ser abierta y encierra algo a su vez; su misterio constituye, en sí mismo, una necesidad perentoria de la reflexión humana.

Existencialista por contemporaneidad, herencia y vocación, a Ende no le es ajena la angustia de la posibilidad que nace con la libertad misma. Su vida como escritor, en el más fecundo sentido de la palabra, se concreta en el arrojado intento de abrir todas las puertas y recorrer todos sus caminos: algunos luminosos, otros sombríos, siempre cambiantes. Pero en lugar de dejarse llevar por la agonía desiderativa, se deja fascinar por los juegos irónicos; aun si la perspectiva de una aventura es negativa, sabe tocarla con un don de ligereza y buen humor que no demerita la profundidad pero agiliza el viaje dentro de ella. El resultado de vérselas de frente con lo absurdo es un ingenio contagioso y audaz: Ende no sólo quiere saber qué hay detrás de cada puerta, sino dejar salir lo que se oculta allí... quizá cambiar las reglas de la historia y dejar que esta vez el león decida a quién comerse: a la mujer que espera en la otra puerta o al hombre que, maquiavélicamente, le puso en libertad.

A esta doble perspectiva alude Roman Hocke, en el prólogo de Carpeta de apuntes, cuando habla de dos mundos presentes en la interioridad de Michael Ende: uno es el ámbito imaginativo por el que lo conocemos mejor. El otro es el terreno especulativo que sólo sospechamos y que se halla siempre presente, ya en sus artículos y ensayos, ya en su narrativa, dramaturgia y poesía. Aquí vale preguntarse por qué prefirió Ende la literatura fantástica para expresar sus inquietudes especulativas. ¿Es que en la coexistencia de ambos mundos se advierte una especie de esquizofrenia literaria o encontró una virtuosa reciprocidad en ellos? El valor de editar el cúmulo de apuntes de un escritor (no sólo sus borradores y manuscritos, sino aquellas ideas garabateadas detrás de las facturas, las entradas del teatro, doquiera que asaltara la reflexión) consiste precisamente en descubrir los «caminillos más visitados» de su laberinto. Sin duda nos permitirá desembocar en algún punto de sus ficciones conocidas o, mejor aún, se comunicará con nuestras propias inquietudes.

«El laberinto es el cuerpo del Minotauro (…) es imposible que Teseo le mate al final a no ser que se mate a sí mismo. Cada uno se transforma en aquello que busca». Esta es la advertencia que conviene hacer a quien se disponga a dar al menos una ojeada al «mapa» ideológico que se esconde entre las letras de la Carpeta de apuntes. Hay en este libro una significativa versatilidad, una interconexión notable entre ensayos, cuentos, poesías, diálogos, cartas y entrevistas que es, a su vez, un vaivén desconcertante.


Unas cuantas puertas

El primer paso para abrir una puerta es descubrirla, es decir, sentirse llamado por la interrogante ¿qué hay del otro lado? Esa suerte de vocación o llamado de lo posible es la que motiva a Ende a escribir y toma en él formas múltiples: desde la contemplación reflexiva, hasta la indagación de los supuestos herméticos; desde las diversas formas de la narrativa natural, hasta la incidencia directa en el conflicto por el teatro (una de sus más grandes pasiones, aunque no la más afortunada); desde las luces del bien, hasta los tenebrosos atajos de la maldad.

Ende hace de su búsqueda un camino a veces tortuoso. Conocerlo puede resultar incómodo a muchos lectores y en ello reside la honestidad de la Carpeta de apuntes. Sin ser un diario, se convierte muy pronto en un itinerario ideológico que revela todas las puertas que tocó, las respuestas que encontró, aquellas que se le tornaron más oscuras y las que con una negativa se le cerraron francamente en las narices. Cuentos, ensayos, cartas y entrevistas mantienen entre sí una relación unitaria con la biografía literaria del autor: «la huida del materialismo y el encuentro con la imagen espiritual e integral del hombre con el fin de superar el ya intolerable abismo que separa el mundo del conocimiento (ciencias de la naturaleza) del mundo de las verdades de la fe (religión)».


La llave maestra

Pero una vez armado con la vocación de la pluma, su llave predilecta, Ende descubre un secreto por el cual vale la pena recorrer tan errática ruta: el poder de la ficción. Deudor en gran parte de la ideología estética de su padre, aparece en varios ensayos el concepto de «ideas-forma»: ideas que el artista tiene que sacar del mundo de lo oculto al mundo visible, pero no son arte en sí mismas, sólo lo son cuando se encarnan adecuadamente en la forma sensible. El artista se halla inmerso en una polaridad entre la idea y la sensorialidad que ofrece una extrema tensión: lo suprasensible tiene que ser —en el terreno de la ficción— idéntico a lo sensible .

Aquí se explica el sitio radical que tiene para Ende el conocimiento en su vocación artística: «Tampoco el hombre-arte (…) puede existir sin conocimiento. Él lo necesita, pero al mismo tiempo desconfía de toda explicación y de toda univocidad. Lo que él desea es presentar experiencias, y las experiencias —en lo bueno y en lo malo— no son nunca inequívocas». Esta convicción lo llevó a explorar todo cuanto pudo en el terreno del conocimiento y probó, él mismo confiesa, todo tipo de vías. En última instancia, su actitud no es diferente a la de muchos hombres de su tiempo, pero sí resulta en él una mezcla heterogénea, llena de sospechas que él mismo confirma, a veces con modestia y otras con soberbia. Quizá el mayor valor de Ende frente a esta amalgama de caminos es el reconocimiento de que la mayoría son ciegos, pero valió la pena andar por ellos.

Esto da sentido a dos cualidades de su obra: la dualidad constante y la importancia que da a las palabras. En cuanto a la dualidad, no es cosa del poeta, asegura, el juicio moral ni la explicación del mundo, lo suyo es presentar mundos. Sin postular un maniqueísmo, el mal juega un papel muy importante en sus historias. En ocasiones tan sólo se asoma, otras muchas se presenta como un elegante antagonista y llega a ser el protagonista mismo. Eso puede suceder en el mundo del juego que es el arte. Citando las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller, Ende explica por qué sólo se puede jugar con la belleza y con la belleza sólo se puede jugar. Llevar la libertad intrínseca más allá de este límite es inhumano; es confundir la ficción con la realidad y su resultado es gravísimo: resulta que las representaciones de lo repugnante son repugnantes y las representaciones de lo cruel son crueles. La misión de la experiencia estética, afirma Ende, es restablecer la totalidad, sanar lo que en el hombre se halla perturbado o separado: «Pues el arte verdadero, la poesía verdadera, nacen siempre de la totalidad de cabeza, corazón y sentidos, y restablecen esa totalidad en los hombres». Advierte, asimismo, que como todo medicamento, la dosis mal administrada es mortal. El hombre que ha liberado la imaginación conoce mejor que nadie los peligros que ella misma supone y critica sin miedo las corrientes contemporáneas que residen más en la charlatanería que en la humilde y dedicada labor originaria del arte.

El «control de calidad» de la ficción literaria se da en el campo de la palabra y es una suerte de excipiente de la magia. Por eso es característica la fascinación que tiene Ende por las palabras. En sus cuentos aparecen siempre personajes con nombres que no pueden ser sino suyos, identificables por su sonoridad, su carácter o su misterio. En efecto, «dar un nombre —no sólo una designación, sino su verdadero nombre— a las cosas y a los seres todavía anónimos es la más íntimamente humana de todas las facultades humanas». Ése, el trabajo que Dios impuso a Adán, es el primer acto poético del hombre.

La reflexión sobre el lenguaje ha sido, quizá, el eje más identificable de la filosofía del siglo XX y nuestro escritor no permanece ajeno a su influencia. Ende llena sus textos de juegos de palabras y de enigmas que son un verdadero reto para los traductores. La palabra se convierte en reflexión de sí misma y puede llegar al punto del enloquecimiento o forjar un diálogo inolvidable. Para quien escribe, las palabras son la encarnación de esas «ideas-forma» que dan lugar al arte y son en sí mismas. Cuando la solución de los enigmas se nos oculta no hay más que atender a las palabras que lo forjan porque ellas tienen en su propia trama la solución, como Auryn era la puerta para salir de Fantasía (cosa que, por cierto, el autor descubrió en el penúltimo capítulo, a la par de sus personajes).

Hay que tener claro un punto: Ende no es un filósofo ni pretende serlo. No es un intelectual y se precia de no pertenecer a estas clasificaciones porque su misión es otra, más libre y tal vez más penosa, la de ser un peregrino de interiores y andar de puerta en puerta, de casa en casa. «Tú sabes ¾ confiesa a un amigo¾ con qué dedicación me afano en la filosofía y con qué asombrada admiración contemplo los grandes palacios especulativos de los maestros de la humanidad. Yo puedo vivir en ellos, como invitado, por algún tiempo, pero no puedo habitarlos para siempre (...) Pues soy, al fin y a la postre, un vagabundo, como todos los demás juglares y artistas que aspiran a ser todos y nadie».


El laberinto no termina

El 29 de agosto de 1995 murió Michael Ende, en las cercanías de Stuttgart, Alemania. Días después, un colega me confesó la sincera tristeza que le causaba esta noticia. Sin haberlo conocido nunca, siempre quedaba esperar el próximo libro con la misma expectación de quien espera la próxima carta de un amigo entrañable. Ahora ese amigo no escribiría más…

Tal vez fue la película, con suerte el libro mismo, pero muchos lectores jóvenes (y no tanto) de la última treintena del siglo XX redescubrieron las posibilidades de la imaginación gracias a La historia interminable. En las últimas páginas, Karl Konrad Koreander afirma a Bastián Baltasar Bux que hay muchos caminos para volver a Fantasía… ello solo bastó para que los lectores dejaran abierto el deseo de volver a las letras de Ende. Es comprensible; no es fácil dar con un autor que sepa combinar con equilibrio de alegre saltimbanqui el ritmo de nuestros tiempos y los temas insondables —en ocasiones perturbadores— de la condición humana.


Otra puerta de Michael Ende…

«En cualquier ciudad del mundo donde subsisten viejas culturas; catedrales o templos ocuparon sus centros donde salía la luz del orden. Hoy en día los reemplazaron edificios de bancos. En mi última ópera basada en el Flautista de Hamelin describí las escenas donde el dinero es adorado por la gente como si fuera algo sagrado. Allí, alguien dice que el dinero es "Dios", porque el dinero trae milagros, se incrementa y perdura para siempre. Pero el dinero, contrario a nosotros, fue creado por nosotros. Si buscas algo que no exista nunca en la naturaleza pero que fue producido por los seres humanos, eso es el dinero.»


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