Texto: José Manuel Fajardo en El Mundo
Imagen: Michael Ende
«Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras... y hasta los libros de filosofía son ricos en fantasmas y sueños». Con estas palabras comienza el prólogo de la Antología de Literatura Fantástica que recopilaron Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges. Y a esa vasta tradición literaria de fantasía pertenece hoy la obra de Michael Ende. De ella se alimentó.
Desde mediados de la década de los años 70, el género de la literatura fantástica conoció un gran auge
dentro y fuera de España. Fueron los años de la devoción por H. P. Lovecraft y la llamada escuela materialista de terror, cuyos introductores españoles a principios de la década fueron Rafael Llopis y Francisco Torres Oliver, en la memorable antología Los mitos de Cthulhu. Y en 1978 se publicaba en España el primer tomo de una trilogía llamada a causar furor entre los lectores: El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.
dentro y fuera de España. Fueron los años de la devoción por H. P. Lovecraft y la llamada escuela materialista de terror, cuyos introductores españoles a principios de la década fueron Rafael Llopis y Francisco Torres Oliver, en la memorable antología Los mitos de Cthulhu. Y en 1978 se publicaba en España el primer tomo de una trilogía llamada a causar furor entre los lectores: El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.
Un año después, un libro nuevo (las obras de Lovecraft eran de los años 30 y la trilogía de Tolkien había visto la luz en la década de los 60) vino a pulverizar las cifras de ventas y a reclutar lectores tanto entre los adultos como entre los niños, volviendo a tender el puente que permite que la imaginación de la infancia siga fructificando más allá de la edad biológica. Era un autor alemán, hijo de un célebre pintor surrealista, que acababa de publicar un libro de título seductor: La historia interminable. Su nombre, Michael Ende. Con la fuerza inexplicable con que algunos libros son apadrinados por los lectores, sin que medie operación comercial alguna (la fuerza que ha dado vida a fenómenos como Cien años de soledad o, más recientemente, Un viejo que leía novelas de amor). La historia interminable se convirtió en un fenómeno cultural mundial. Su traducción a casi una treintena de lenguas y su más de un millón de ejemplares vendidos así lo atestiguan. Lo que ya no resulta tan evidente son las causas de semejante éxito.
Cabría pensar que es la poderosa imaginación de Ende la clave del enigma. Y es bien cierto que hay en sus páginas aventuras trepidantes, princesas y dragones y misterios sin cuento. Pero todo ello puede hallarse también en otros autores que no han conocido igual acogida.
Seguramente una de las razones del fenómeno Ende radica en su vinculación a la ancestral tradición fantástica. No en vano el personaje de su novela Momo ayuda a devolver el tiempo a los hombres. Las dos serpientes que forman la alhaja mágica de La historia interminable, y sin las cuales, «el mundo se hundiría», traen a la memoria la serpiente que rodea al mundo, según la mitología medieval escandinava. Y la búsqueda del Agua de la Vida por el niño protagonista, Bastian, tiene el tono iniciático de la mayor parte de las fantasías literarias y religiosas europeas. Todo ello contribuye a que la literatura de Michael Ende sea capaz de hablar directamente a ese niño ansioso de relatos y prodigios que todo lector lleva dentro.
Pero junto a ello, la gran virtud de La historia interminable, su fórmula secreta, es haber sabido convertir al mismo libro en un espacio mágico: un libro encantado. Porque el gran protagonista de La historia interminable es el libro de La historia interminable, como en la paradoja que trazara Julio Cortazar en su relato de un hombre que lee un relato donde se da cuenta de su asesinato mientras lee ese relato.
Bastian también lee un libro del que él mismo resulta ser protagonista. Y el lector del libro de Ende es indicado por el autor a considerarse protagonista de su libro, precisamente en cuanto que lector, porque un libro es siempre diferente según quién lo lea y, en realidad, «toda historia es una historia interminable».
Ende, en plena era de la imagen, supo devolver a las palabras su antiguo poder (no es raro que abominara de la versión cinematográfica de su novela, realizada por Petersen en 1984) y concibió su obra como un canto a la libertad y a la imaginación como la más legítima y eficaz manera de buscar una armonía entre el ser humano y el mundo (lo que ha dado lugar a una lectura que podría llamarse ecologista de su obra). En uno de sus últimos textos, la pieza teatral Jojo afirma su protagonista: «¿Acaso no es real la fantasía? Los mundos futuros surgen de ella, y en nuestras creaciones vive la libertad».
Y aunque, al final de la pieza, las máquinas excavadoras de una industria química parecen a punto de acabar con los pobres saltibanquis de la historia, quizá convenga recordar que, como dice el viejo librero de La historia interminable, «hay muchas puertas para ir a Fantasia». Y la puerta que abrió Michael Ende es de las que ni siquiera la muerte puede cerrar.
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