18.11.21

Luz sonora

Imagen: Edgar Ende



Carl Gustav Jung anota en su libro de memorias: “He visto con mucha frecuencia que los hombres se vuelven neuróticos cuando se conforman con respuestas insatisfactorias o falsas a las cuestiones de la vida. Buscan una buena situación, matrimonio, reputación y éxitos externos o dinero, y permanecen desgraciados y neuróticos, incluso cuando han conseguido lo que buscaban. Tales hombres se sumen las más de las veces en una excesiva estrechez espiritual. Su vida no tiene contenido satisfactorio alguno, ningún sentido. [...] En tales casos estamos obligados a observar si el inconsciente no ofrece espontáneamente símbolos que suplan esta carencia. Entonces queda siempre en pie la cuestión de si un hombre, que tiene los sueños o visiones adecuadas, es capaz de comprender su sentido y aceptar las consecuencias”.

Aquellos “viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas”, mencionados en la línea inicial de Momo de Michael Ende, aparecen, con una atención hacia lo sagrado tan profunda como la de Ende, en estas líneas de Jung provenientes del mismo libro:
Entre los pacientes de nuestros días denominados neuróticos existen no pocos que en épocas más antiguas no se habrían vuelto neuróticos, es decir, en desacuerdo consigo mismos. Si hubieran vivido en una época y en un ambiente en que el hombre estaba vinculado a través del mito con el mundo del misterio, y por éste con la naturaleza viva y no meramente contemplada desde fuera, se habrían ahorrado la desavenencia consigo mismos. Se trata de hombres que no soportan la pérdida del mito y no hallan el camino en un mundo meramente externo, es decir, en la concepción de las ciencias, de la naturaleza, ni puede satisfacerles el abstracto e intelectual juego de palabras que no tiene que ver en lo más mínimo con la sabiduría.
Es precisamente a este último (y no al neurótico), a quien se dirige Antonio Porchia en una sus más inefables sentencias, a las que llamó voces:
Yo no estoy conforme de ti. Pero si tú tampoco estás conforme de ti, yo estoy conforme de ti.
La capacidad de escuchar salva a Momo: es su principal conjuro contra la Nada; se trata, ante todo, de la básica condición para evitar la pérdida del mito. En el culminante capítulo que narra su revelación, la niña percibe una luz sonora, la música de las esferas:
Cuanto más escuchaba, más claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el oro, la plata y todos los demás metales. Y entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente diferente, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo que Momo iba entendiendo poco a poco las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que, no obstante, entendía. Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos.
El secreto que aprende Momo consiste en escuchar, es decir, escucharse. Tanto esta novela como La historia interminable son la crónica de seres que buscan no estar “en desacuerdo consigo mismos”, que se vinculan “a través del mito con el mundo del misterio”, que tienen “los sueños o visiones adecuadas” y son capaces de “comprender su sentido y aceptar las consecuencias”. En otras palabras, son seres que encuentran y logran pronunciar (y escuchar) sus nombres verdaderos.

Momo y La historia interminable son susceptibles de numerosas lecturas. En cuanto a una de ellas, la metáfora del poder, Ende se ha propuesto la única actitud capaz de conjurar los equívocos, contaminaciones y trampas ampliamente extendidas: revisar la carga semántica de los términos utilizados y lograr el acceso a una dimensión del lenguaje capaz de transparentarse continuamente; porque no basta aclarar y declarar si ello no se realiza simultáneamente en todos los niveles: en cuanto se descuida un solo nivel, el discurso del poder atrapa los contenidos y opaca su transmisión. De ahí el juego de espejos: el continuo movimiento reflectante logra una transparencia dentro de otra a la velocidad suficiente como para esquivar las inmovilizaciones. ¿Tiene otra definición la magia?

El primer paso (buscar la transparencia) conjura aquello que Aristóteles advierte: ese “hablar como ciertos actores de teatro, los cuales recitan parlamentos aprendidos de memoria sin saber lo que dicen”. La política —entendida como discurso del poder— no pregunta: afirma, impone respuestas y definiciones, confunde y deslava los significados hasta que sólo quedan signos inmóviles. Sin embargo, la lectura política de la historia y del lenguaje —entendida como discurso humano, es decir, como la exigencia de saber lo que se dice— rompe las fronteras de los subsistemas en el instante en que cuestiona (porque al hacer uso de los signos de interrogación, ante todo se está cuestionando a sí misma: urge moverse más rápido que la inmovilizante retórica del poder). Saber lo que se dice es acaso el más subversivo de los actos, el más temido por los aparatos de dominio; tal acto sólo es político en principio, puesto que lo político no es sino una plataforma de despegue cuando se le concibe como saber.

El segundo paso (salvar la transparencia reflejándola en sí misma al infinito) es mucho más arduo. Esta actitud ya no puede conformarse con “saber lo que se dice”, y asume la exigencia de decir lo que se sabe. Lo que se sabe desde siempre, lo que siguen diciendo esas antiquísimas tradiciones (el mito, la leyenda, la historia secreta, la memoria colectiva) para que no se pierda el rumbo de la luz.

En La historia interminable, Gmork, el hombre-lobo, explica a Atreyu lo que sucede cuando la Nada atrae y devora a los habitantes de Fantasia: “¿Sabes lo que pasará con todos los habitantes de la Ciudad de los Espectros que han saltado a la Nada? [...] Se convertirán en desvaríos de la mente humana, imágenes del miedo cuando, en realidad, no hay nada que temer, deseos de cosas que enferman a los hombres, imágenes de la desesperación donde no hay razón para desesperar...”.

Los habitantes de Fantasia, transportados de ese modo al orbe de los hombres, se convierten en ideas, es decir, en mentiras fruto de una razón basada en el vacío: “Y nada da un poder mayor sobre los hombres que las mentiras”, continúa Gmork. “Porque esos hombres viven de ideas. Y éstas se pueden dirigir. Ese poder es el único que cuenta. Con ustedes, pequeños fantasios, se harán grandes negocios en el mundo de los hombres, se declararán guerras, se fundarán imperios mundiales... [...] En cuanto te llegue el turno de saltar a la Nada, serás también un servidor del poder, desfigurado y sin voluntad. Quién sabe para qué les servirás. Quizá, con tu ayuda, harán que los hombres compren lo que no necesitan, odien lo que no conocen, crean en lo que los hace sumisos o duden de lo que podría salvarlos.”

Y acaso toda esta rapiña se concentre en el sentido mismo del devenir y en la propia definición de la existencia temporal. En el capítulo sexto de Momo (llamado “La cuenta está equivocada, pero cuadra”), Michael Ende introduce al tema de esta novela:
Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.
Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.
Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.
Y nadie lo sabía tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie como ellos sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida, incluso. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así actuaban.
Ellos se habían hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a las actividades de los hombres grises. Se habían incrustado en la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres.
Los invasores atacan en esos momentos en que un individuo olvida aquello que vuelve singular a su propia existencia (en este capítulo, el hombre elegido como ejemplo exclama: “¿Qué estoy haciendo de mi vida? El día en que muera será como si nunca hubiera existido”); entonces se le presenta uno de los peones de la grisura y le demuestra por medio de cifras cómo aquél ha perdido el tiempo durante toda su vida (esa cuenta “cuadra” porque sólo se ajusta a lo cuantitativo y hábilmente escatima lo cualitativo).

En la retorcida lógica de los “seguros de vida”, el hombre gris propone a su víctima invertir en la “caja de ahorros del tiempo”, lo que significa consagrar al trabajo productivo cada segundo posible, dejando atrás los sentimentalismos y todo lapso reservado a la meditación y a la vida interior. Ser “realista” implica guardar los “instantes no directamente productivos” para disfrutar de ellos algún día (un futuro que nunca ha de llegar: por ello la cuenta está equivocada). Poco a poco los seres humanos olvidan cualquier otro valor que el del dinero y dejan de tener tiempo para sí mismos. Y mientras más tiempo ahorran, más vida pierden.

Hombre de espíritu afín al de Ende, Carl Gustav Jung se refiere en su libro de memorias a la misma predación:
Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo se componen de elementos que estuvieron todos ya presentes en la serie de nuestros antepasados. Lo “nuevo” en el alma individual es la recombinación variada hasta el infinito de los ancestrales componentes; cuerpo y alma tienen por ello un carácter eminentemente histórico y no hallan en lo nuevo, en lo recién nacido la adecuada morada; es decir: los rasgos ancestrales se encuentran en el propio hogar sólo en parte. Nosotros no hemos terminado todavía con el Medievo, la antigüedad y el primitivismo tal como nuestra psique exige. En lugar de ello somos lanzados a la catarata del progreso que cuanto más nos impulsa con más salvaje ímpetu hacia el futuro, tanto más nos arranca de nuestras raíces. Pero una vez derribado lo antiguo, generalmente queda también destruido y ya no es posible detenerse en lo absoluto.

Y es precisamente esta pérdida de vinculación, este desarraigo, lo que provoca una especie de “insatisfacción de la cultura” y una prisa en la que se vive más en el futuro y sus quiméricas promesas de una era dorada, que en el presente, en el cual todo nuestro trasfondo histórico-evolutivo ni siquiera se ha alcanzado todavía. Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se vive ya de lo que se posee, sino de promesas, no a la luz del presente día, sino en las tinieblas del futuro en el que se aguarda el auténtico amanecer.

No se quiere reconocer que todo “mejor” se adquiere a costa de un “peor”. La esperanza de una mayor libertad es frustrada por un acrecentamiento de esclavitud al Estado para no hablar de los terribles peligros que nos ofrecen los más brillantes descubrimientos de la ciencia. Cuanto menos comprendamos lo que buscaron nuestros padres y antecesores, tanto menos nos comprenderemos a nosotros mismos, y contribuiremos con todas nuestras fuerzas a acrecentar la carencia de arraigo e instintos del individuo.

Para Jung, los signos del progreso son en realidad ideas rapiñadoras: “En la mayoría de los casos, [las mejoras tecnológicas] y casi todas las innovaciones que, por así decirlo, ahorran tiempo [...], representan modos pasajeros de endulzar la existencia [...]; aceleran enojosamente el tempo y de este modo nos dejan menos tiempo que antes. Omnis festinatio ex parte diaboli est: ‘toda prisa proviene del diablo’, solían decir los antiguos maestros. [...] El europeo está ciertamente convencido de no ser ya lo que fue en la antigüedad, pero no sabe lo que ha llegado a ser mientras tanto. El reloj le dice que desde la Edad Media se ha introducido en él subrepticiamente el tiempo y su sinónimo, el progreso, y le ha arrebatado lo que para él es irrecuperable. Con equipaje ligero prosigue su camino hacia metas confusas con un progresivo apresuramiento. La pérdida de peso y el correspondiente sentiment d’incomplétitude lo compensan con la ilusión de sus éxitos, como ferrocarriles, motonaves, aviones y cohetes que a través de su rapidez cada vez le van arrebatando poco a poco su permanencia y lo trasladan a otra realidad de velocidades y apresuramientos. [El] dios del tiempo [...] destrozará y destruirá implacablemente, con días, horas, minutos y segundos, [a esa gran] continuidad que todavía recuerda a la eternidad”.

En un cierto sentido, Momo y La historia interminable reivindican la búsqueda de raíces (y del tempo original) como un acto político: el de la demanda de vuelta a la transparencia (vuelta a los “viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas”, como escribe Michael Ende en la línea inicial de Momo). Si se busca transparentar el mundo como un río para que sea posible ver el fondo (y esto sucede a Beppo Barrendero “a mediodía, cuando todo duerme en el calor”), la búsqueda es menos política que poética, es decir mágica. ¿Qué otra definición puede darse a la magia blanca que el esfuerzo por desentrañar la magia negra emprendida por el poder en los nombres? Apenas hay exceso en emplear el término magia, puesto que la magia negra se basa en anteponer la pasión ciega al entendimiento esclarecedor: primero el aparato artificialmente provoca una oclusión de todos los flujos verbales (vitales); después, promociona y vende formas de desahogo ante la “inevitable ley de la vida”. Antes que devolver el lenguaje a sus fuentes originarias, se nos demuestra que la mudez equivale a la naturaleza humana. En La historia interminable, Bastian “siempre lo había sentido así, sin poder explicarse por qué. Nunca había querido aceptar que la vida fuera tan gris e indiferente, tan sin secretos ni maravillas como pretendían las personas que exclamaban: ‘¡la vida es así!’”.

La búsqueda de raíces implica devolver la memoria a las palabras y a los gestos. En Los nombres del imperio, Patricio Marcos elige ejemplos elocuentes; uno de ellos es el arcaísmo “ósculo”, definido por la Real Academia como “beso de afecto” y proveniente del latín osculum, “beso, boquita”. Esta palabra, que a todas luces implica un “simple y sencillo” acto humano de expresión afectuosa, ha olvidado su historia eminentemente política: un suceso del que ya sólo se recuerda el título, “el rapto de las sabinas”. A raíz del secuestro, por parte de los romanos, de setecientas mujeres de ese pueblo, los sabinos citan a aquéllos en el campo de batalla. Las mujeres, ya para entonces convertidas en madres por sus captores, deciden impedir la matanza: sea quien sea el ganador, ellas serán las afectadas (en un caso perderán a sus familiares; en otro, a los padres de sus hijos). De improviso se presentan en ese sitio en donde ya las espadas tiemblan en el aire, se dispersan entre ambos bandos y besan en las mejillas a los contrincantes, a la vez que solicitan detener el enfrentamiento y olvidar su causa.

La costumbre occidental del beso entre amigos es otro de los actos amnésicos, de los signos automáticos de la reafirmación del poder, de las formas huecas que se transmiten y emplean desconociendo sus orígenes y su sentido metafórico. Desde la antigüedad latina, entonces, el “beso de afecto” queda ligado al discurso del poder: transmite ese detener el enfrentamiento y olvidar su causa aunque sea por un momento (no el rato de la convivencia amistosa sino el instante del saludo); simboliza, pues, un gesto de conciliación, una súplica de tregua en una guerra perpetua. Como el beso de Judas (otro gesto célebre desligado de su historia política: “traición pública antes que refrendo de amistad”), la cotidianidad occidental y sus más íntimos gestos conllevan ya un sobreentendido ideológico: no hay guerra “y” paz (estadios alternados), sino treguas más o menos aceptadas en una guerra subterránea pero permanente. Se trata del bellum omnium omnes, la “guerra de todos contra todos” a la que Thomas Hobbes en Leviathan considera la esencia en la formación de las sociedades.

En el inicio de su quest, Atreyu (protagonista de La historia interminable de Michael Ende) trepa a un alto árbol para “ver” la Nada:
Las copas de los otros árboles que estaban muy cerca eran verdes, pero el follaje de los árboles que había detrás parecía haber perdido ese color, porque era gris. Y un poco más lejos se hacía extrañamente transparente, nebuloso o, mejor dicho, cada vez más irreal. Y detrás no había nada, absolutamente nada. No era un lugar pelado, una zona oscura, ni tampoco una clara; era algo insoportable para los ojos y que producía la sensación de haberse quedado uno ciego. Porque no hay ojos que aguanten el contemplar una nada total. Atreyu se tapó la cara con una mano y estuvo a punto de caerse de la rama. Se sujetó con fuerza y descendió tan de prisa como pudo. Ya había visto bastante. Sólo entonces comprendió el horror que se extendía por Fantasia.
Los hombres de gris, voceros de la mudez, imagineros de la ceguera, impositores de la total ausencia de sonidos (que no del silencio fecundo), detentan el poder precisamente porque éste no puede ser visto, oído, pronunciado. Pero no es imposible ver la Nada y señalar sus predaciones.

En el fondo se trata de lo que implica la sentencia de Marx colocada por los surrealistas al pie de un fotograma de La edad de oro de Luis Buñuel: “La crítica del cielo se transforma en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política”. Una paráfrasis podría agregar: “La crítica del lenguaje del poder se convierte en crítica del poder del lenguaje”. La esencia de los aparatos dominantes ya radica en aquella frase de Epicteto que Laurence Sterne coloca como epígrafe a Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760): “No son las cosas en sí lo que perturba a los hombres, sino las opiniones sobre las cosas”.

Es precisamente la más honda relación entre palabra y deseo, entre las opiniones y las cosas, la que centra un relato de Ende, “La meta de un largo viaje” —incluido en el volumen La prisión de la libertad (1992)—; a partir de la sentencia Busquen y encontrarán leída a fondo, un personaje revela:
Dios creó el paraíso y creó al hombre. Como luego quitó el paraíso al hombre, éste creó el mundo para vivir en él. Y todavía está creándolo. [...] ¿Creen que fue Troya lo que [Schliemann] descubrió? ¿Por qué era Troya? Porque la buscó ahí [...]. De este modo los hombres encuentran todo: los huesos de monstruos prehistóricos y de animales-hombre. ¿Por qué? Porque buscan. Y así han creado al mundo, pieza por pieza, y dicen que ha sido Dios. Pero miren qué mundo han hecho, lleno de espejismos y contradicciones, de crueldad y violencia, de avaricia y sufrimiento, sin sentido en lo grande y en lo pequeño. Y díganme: ¿cómo Dios, ese al que llaman justo y santo, va a haber creado tanta imperfección? El hombre es el creador de todo y no lo sabe. No quiere saberlo porque tiene miedo de sí mismo, y con razón. Tampoco Colón, cuando descubrió el Nuevo Mundo, quería creer que lo había creado él a través de su búsqueda, porque pensaba en buscar otra cosa.
Este personaje advierte a su interlocutor: “Deberían darse prisa si quieren encontrar lo que buscan. Pronto ya no habrá sitio, pronto todo estará completado y terminado”. Fascinante relectura de la serendibilidad (el hallazgo inesperado cuando se buscaba otra cosa, fenómeno del que se da precisamente como máximo ejemplo el descubrimiento de América) e imagen gemela de aquellos hrönir que Borges imagina en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (objetos reales creados por la expectativa de unos reos a los que se promete la libertad si encuentran tesoros en un terreno en donde inicialmente no había nada). El mundo es creado minuto a minuto por el deseo del hombre, del mismo modo en que Bastian va creando a Fantasia sin saber desear. El deseo es poder y ambos se enuncian, son lenguaje: quien domina a las palabras y a sus significados, domina no sólo al mundo sino a la forma de crearlo a cada instante.



 
 
 
-------
Borges, Jorge Luis. “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones, Sur, Buenos Aires, 1944. 
 
Ende, Michael. Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
____ Das Gefängnis der Freiheit, Thienemanns Verlag, Stuttgart/Viena, 1992. [La prisión de la libertad, Alfaguara, Madrid, 1993. Trad.: Genoveva Dieterich.] 
____ Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]

Hobbes,Thomas. Leviatán: la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil (1651), Alianza Editorial (Filosofía y Pensamiento, El Libro Universitario 64), Madrid, 1999; trad.: Carlos Mellizo.  
 
Jung, Carl Gustav. Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961), Walter Verlag, Zürich/Düsseldorf, 2005. [Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix Barral, Barcelona, 1964.]

Marcos, Patricio. Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

Porchia, Antonio. Voces reunidas, Pre-Textos, Valencia, 2006.

Sterne, Laurence. Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman (1759-1767), Penguin, Londres, 1985. [Cátedra, Letras Universales 640, Madrid, 2005; trad.: José Antonio López de Letona; ed.: Fernando Toda.]

0 comments:

Publicar un comentario

El primer banner, hace 20 años. Con la tecnología de Blogger.

*