Imagen: Leonora Carrington
«Todo esto data de otras épocas».
Dos mil diecinueve ha señalado diversos aniversarios relativos a Michael Ende. Se ha conmemorado su nacimiento (en 1929) así como la publicación de La historia interminable (1979) y El ponche de los deseos (1989). También en este año se han celebrado los treinta y cinco de un libro que el escritor dirigió en su día a lectores adultos: El espejo en el espejo. Un laberinto. La versión en castellano publicada por Alfaguara obtuvo una excelente recepción, a juzgar por las cuatro ediciones que entonces se sucedieron tan sólo entre los meses de febrero y noviembre. Actualmente, sin embargo, tal vez sea éste uno de sus títulos menos conocidos.
Consta de treinta relatos del escritor y dieciocho ilustraciones basadas en obras de su padre, el pintor Edgar Ende, pero (a diferencia de lo que sostienen algunas sinopsis) este libro no consiste en una recolección de comentarios de dichas ilustraciones. En los textos es patente el imaginario onírico que caracteriza el estilo surrealista al que se adscriben las pinturas, pero no estamos ante una compilación de écfrasein. La interrelación entre textos y paratextos es laxa y de índole muy distinta a la de una descripción.
Los relatos presentan situaciones y personajes abstrusos, con algunas características verosímiles y otras muchas inverosímiles. En un desván de alquiler, un estudiante en riesgo de ser desahuciado escucha atentamente las divagaciones filosóficas de un criado del antiguo propietario. Un marinero se encuentra fortuitamente con un funambulista que afirma estar buscando el equilibrio. Por la megafonía de una bulliciosa estación ferroviaria, entre anuncios de trenes y andenes se escuchan intercalados los elementos de una fórmula físico-matemática que estudiaba precisamente aquel joven del desván de alquiler. Un astronauta dice haber buscado el paraíso… Éstos son sólo algunos ejemplos. El repertorio de historias de El espejo en el espejo. Un laberinto es abigarrado. Las situaciones son variopintas; desasosegantes en algunos casos y apacibles en otros, sin excluir sutiles concesiones a la comicidad. Sin embargo, no se trata en modo alguno de una recopilación de relatos yuxtapuestos e inconexos. Aunque aparentemente sin trabazón, la secuencia está cohesionada mediante elementos recursivos que van reapareciendo en diversas partes del volumen. Así, por ejemplo, la mención recurrente de unos paraguas; o la ya mencionada fórmula físico-matemática sobre el espacio y el tiempo, que figura en diversos relatos; o la tela de un atuendo que figura en una de las historias y reaparece en la siguiente como parte del telón de un escenario.
Junto con el ya mencionado imaginario onírico, en todas las narraciones son patentes tanto la influencia del teatro del absurdo como un subtexto filosófico. Al respecto es oportuno recordar que Michael Ende se formó como actor y dramaturgo y que los trasfondos filosóficos también son discernibles en otros títulos suyos. No es El espejo en el espejo. Un laberinto en absoluto un texto realista con significados unívocos, huelga afirmarlo. Una de las cuestiones capitales de esta obra es precisamente la que concierne el sentido (o los sentidos) de los relatos. Individuos, objetos y acciones instan al lector a cuestionarse qué simbolismos conllevan implícitos o son susceptibles de sugerir; se prestan al escrutinio semántico, más allá de la estricta denotación de, por citar algunos casos, paraguas o funambulista. El texto es críptico pero no hermético. Cuando se toma en consideración el conjunto de la producción literaria de Michael Ende, se observa que el recurso de la alegoría como medio para disertar de manera oblicua sobre referentes del mundo real es común a muchos de sus libros. El que nos ocupa no parece constituir una excepción, ya que en todos esos personajes, objetos y líneas de diálogo justificadamente pueden discernirse características metafóricas. Dos de las claves interpretativas fundamentales son el espejo y el laberinto del título. Desde un punto de vista semiológico, ambos elementos orientan una reconstrucción de sentidos, además de proporcionar coherencia interna al conjunto de piezas. Estas líneas se ocupan del segundo de dichos elementos, en tanto que el espejo es otra historia y debe ser contada en otra ocasión (quizás en otro artículo).
El motivo del laberinto está reformulado al inicio y al final del libro, configurando en cierto modo una composición anular. En dicha configuración, también interviene el elemento paratextual, ya que el volumen está encabezado por una ilustración que muestra una figura evocadora del minotauro. Tras un primer texto con características propias de un prefacio, la segunda narración contiene evidentes similitudes con la leyenda de Ícaro y Dédalo: un personaje recluido en una denominada «ciudad-laberinto», un intento de evasión, una relación paternofilial y la fabricación de unas alas que «el hijo se había soñado», leemos, «bajo la experta dirección de su padre y maestro». En esta reformulación del mito, el personaje evocador de Ícaro no intenta aproximarse al sol, sino que porta una red y la va lastrando con todo tipo de objetos, hasta que finalmente el peso le impide abandonar su lugar de reclusión. Al lector corresponde especular acerca del valor alegórico de esa red y de esa imposibilidad de evasión.
Al cabo de veintiocho relatos más, Ende retomará dicho motivo del laberinto cretense para clausurar el volumen. Así, la última pieza del libro sitúa al lector ante la entrada de la mítica construcción y quien habita dentro está descrito como «una cabeza de toro, un monstruo, un engendro de la naturaleza, alguien que exige sacrificios humanos», es decir, el minotauro. Intervienen otros dos personajes que no están designados por sus respectivos nombres, pero inequívocamente se trata de Ariadna y Teseo. Las alusiones son transparentes. Ella es «la joven hija del anciano» (en referencia a Minos) y afirma tener más de tres mil años, una cifra que da cuenta aproximada de la antigüedad del mito. Adecuándose a su contexto posmoderno, esta recreación de Ende degrada el heroísmo a la categoría de un común desempeño profesional más, en unas líneas de diálogo de claro tono satírico. «¿Es usted héroe de profesión?», le pregunta una Ariadna posiblemente más irónica que inocente a un Teseo ufano e indudablemente ingenuo. Ella lo conduce hasta la entrada de la construcción, pero no le entrega ningún ovillo de hilo ni tiene el propósito de esperarlo, posiblemente porque sabe que de allí «nadie sale», tal y como ha afirmado uno de los dos centinelas que custodian la entrada.
Esta última pieza del volumen resulta clave en la medida en que brinda una perspectiva final, una retrospectiva que permite atisbar un sentido de conjunto en este rompecabezas literario. La mítica construcción de Cnossos y todos los simbolismos que comporta, proporcionan coherencia interna a todas estas narraciones aparentemente (sólo aparentemente) yuxtapuestas e inconexas. En esta reformulación del relato mítico, resulta plausible leer el laberinto cretense como una prolongada metáfora de la existencia (esa de la que «nadie sale»), una metáfora que Ende mantiene y desarrolla a lo largo de las páginas de esta treintena de breves historias, cada una de las cuales puede razonadamente considerarse como una disertación simbólica sobre diferentes facetas de la misma. En algunos de los relatos, se advierte un tratamiento figurado de cuestiones tales como el belicismo, los totalitarismos, el poder y su anhelo, abuso o pérdida… sin duda objetos de reflexión para un autor que testimonió buena parte del siglo XX. Otros, sin embargo, parecen versar sobre la dimensión estrictamente individual del hecho de existir (las etapas vitales, la religiosidad, el paso del tiempo, la búsqueda de sentido o su cuestionamiento, entre otros asuntos). Algunos relatos de esta segunda modalidad también muestran trazos autobiográficos. Ateniéndonos a la biografía del escritor, personajes como el estudiante del desván, el hombre de mediana edad de la vigésimo segunda historia o el niño de la vigésimo sexta, pueden leerse como trasuntos del propio Ende en distintos momentos de su vida. Del mismo modo, la versión sui generis de la leyenda de Ícaro y Dédalo como arquetipo de relación paternofilial entre dos individuos dedicados a las artes, resulta especialmente testimonial en un libro dedicado por un escritor a su propio padre, un pintor.
La presencia del término transformaciones en el vigésimo sexto y en el último texto, no es arbitraria ni gratuita sino una deliberada alusión a Las Metamorfosis, la extensa narración versificada que en el siglo I compuso Ovidio sobre mitos grecolatinos (incluido el que nos ocupa). Hay otras fuentes antiguas anteriores a dicho autor romano que asimismo recogen este relato legendario del laberinto, pero a la que alude el mencionado término que selecciona Ende —transformaciones— es sin duda a la ovidiana. Hay otros pasajes de este libro que también contienen alusiones veladas a autores de otras literaturas y épocas, como por ejemplo el caso del «caballero ciego de la biblioteca de Buenos Aires» en referencia a Jorge Luis Borges, algunas de cuyas creaciones son hipotextos directos y fundamentales de esta obra. Así las cosas, sólo el refugio cómodo del prejuicio sobre todo aquello que se desconoce o bien el atrevimiento que le es propio a la ignorancia, pueden explicar una subestimación de la producción literaria de Michael Ende. El bagaje de las lecturas que acumulaba configura y explica en gran medida un título como el que nos ha ocupado. Hay que mirar en dirección a otros libros (de épocas y géneros diversos) para desovillar el hilo de éste.
El autor de El espejo en el espejo. Un laberinto reformula un mito antiguo en el ámbito al que genuinamente pertenece: el de la fabulación y el simbolismo. De ese modo, salvaguarda el motivo cretense del infortunio de quedar reducido a material para los manuales de sabihondeces mitográfico-comparadas. Mediante esta particular recreación, Ende les restituyó el laberinto de Cnossos (aun datando de otras épocas, de épocas muy antiguas) a la literatura y a los lectores contemporáneos.
«Todo esto data de otras épocas».
Dos mil diecinueve ha señalado diversos aniversarios relativos a Michael Ende. Se ha conmemorado su nacimiento (en 1929) así como la publicación de La historia interminable (1979) y El ponche de los deseos (1989). También en este año se han celebrado los treinta y cinco de un libro que el escritor dirigió en su día a lectores adultos: El espejo en el espejo. Un laberinto. La versión en castellano publicada por Alfaguara obtuvo una excelente recepción, a juzgar por las cuatro ediciones que entonces se sucedieron tan sólo entre los meses de febrero y noviembre. Actualmente, sin embargo, tal vez sea éste uno de sus títulos menos conocidos.
Consta de treinta relatos del escritor y dieciocho ilustraciones basadas en obras de su padre, el pintor Edgar Ende, pero (a diferencia de lo que sostienen algunas sinopsis) este libro no consiste en una recolección de comentarios de dichas ilustraciones. En los textos es patente el imaginario onírico que caracteriza el estilo surrealista al que se adscriben las pinturas, pero no estamos ante una compilación de écfrasein. La interrelación entre textos y paratextos es laxa y de índole muy distinta a la de una descripción.
Los relatos presentan situaciones y personajes abstrusos, con algunas características verosímiles y otras muchas inverosímiles. En un desván de alquiler, un estudiante en riesgo de ser desahuciado escucha atentamente las divagaciones filosóficas de un criado del antiguo propietario. Un marinero se encuentra fortuitamente con un funambulista que afirma estar buscando el equilibrio. Por la megafonía de una bulliciosa estación ferroviaria, entre anuncios de trenes y andenes se escuchan intercalados los elementos de una fórmula físico-matemática que estudiaba precisamente aquel joven del desván de alquiler. Un astronauta dice haber buscado el paraíso… Éstos son sólo algunos ejemplos. El repertorio de historias de El espejo en el espejo. Un laberinto es abigarrado. Las situaciones son variopintas; desasosegantes en algunos casos y apacibles en otros, sin excluir sutiles concesiones a la comicidad. Sin embargo, no se trata en modo alguno de una recopilación de relatos yuxtapuestos e inconexos. Aunque aparentemente sin trabazón, la secuencia está cohesionada mediante elementos recursivos que van reapareciendo en diversas partes del volumen. Así, por ejemplo, la mención recurrente de unos paraguas; o la ya mencionada fórmula físico-matemática sobre el espacio y el tiempo, que figura en diversos relatos; o la tela de un atuendo que figura en una de las historias y reaparece en la siguiente como parte del telón de un escenario.
Junto con el ya mencionado imaginario onírico, en todas las narraciones son patentes tanto la influencia del teatro del absurdo como un subtexto filosófico. Al respecto es oportuno recordar que Michael Ende se formó como actor y dramaturgo y que los trasfondos filosóficos también son discernibles en otros títulos suyos. No es El espejo en el espejo. Un laberinto en absoluto un texto realista con significados unívocos, huelga afirmarlo. Una de las cuestiones capitales de esta obra es precisamente la que concierne el sentido (o los sentidos) de los relatos. Individuos, objetos y acciones instan al lector a cuestionarse qué simbolismos conllevan implícitos o son susceptibles de sugerir; se prestan al escrutinio semántico, más allá de la estricta denotación de, por citar algunos casos, paraguas o funambulista. El texto es críptico pero no hermético. Cuando se toma en consideración el conjunto de la producción literaria de Michael Ende, se observa que el recurso de la alegoría como medio para disertar de manera oblicua sobre referentes del mundo real es común a muchos de sus libros. El que nos ocupa no parece constituir una excepción, ya que en todos esos personajes, objetos y líneas de diálogo justificadamente pueden discernirse características metafóricas. Dos de las claves interpretativas fundamentales son el espejo y el laberinto del título. Desde un punto de vista semiológico, ambos elementos orientan una reconstrucción de sentidos, además de proporcionar coherencia interna al conjunto de piezas. Estas líneas se ocupan del segundo de dichos elementos, en tanto que el espejo es otra historia y debe ser contada en otra ocasión (quizás en otro artículo).
El motivo del laberinto está reformulado al inicio y al final del libro, configurando en cierto modo una composición anular. En dicha configuración, también interviene el elemento paratextual, ya que el volumen está encabezado por una ilustración que muestra una figura evocadora del minotauro. Tras un primer texto con características propias de un prefacio, la segunda narración contiene evidentes similitudes con la leyenda de Ícaro y Dédalo: un personaje recluido en una denominada «ciudad-laberinto», un intento de evasión, una relación paternofilial y la fabricación de unas alas que «el hijo se había soñado», leemos, «bajo la experta dirección de su padre y maestro». En esta reformulación del mito, el personaje evocador de Ícaro no intenta aproximarse al sol, sino que porta una red y la va lastrando con todo tipo de objetos, hasta que finalmente el peso le impide abandonar su lugar de reclusión. Al lector corresponde especular acerca del valor alegórico de esa red y de esa imposibilidad de evasión.
Al cabo de veintiocho relatos más, Ende retomará dicho motivo del laberinto cretense para clausurar el volumen. Así, la última pieza del libro sitúa al lector ante la entrada de la mítica construcción y quien habita dentro está descrito como «una cabeza de toro, un monstruo, un engendro de la naturaleza, alguien que exige sacrificios humanos», es decir, el minotauro. Intervienen otros dos personajes que no están designados por sus respectivos nombres, pero inequívocamente se trata de Ariadna y Teseo. Las alusiones son transparentes. Ella es «la joven hija del anciano» (en referencia a Minos) y afirma tener más de tres mil años, una cifra que da cuenta aproximada de la antigüedad del mito. Adecuándose a su contexto posmoderno, esta recreación de Ende degrada el heroísmo a la categoría de un común desempeño profesional más, en unas líneas de diálogo de claro tono satírico. «¿Es usted héroe de profesión?», le pregunta una Ariadna posiblemente más irónica que inocente a un Teseo ufano e indudablemente ingenuo. Ella lo conduce hasta la entrada de la construcción, pero no le entrega ningún ovillo de hilo ni tiene el propósito de esperarlo, posiblemente porque sabe que de allí «nadie sale», tal y como ha afirmado uno de los dos centinelas que custodian la entrada.
Esta última pieza del volumen resulta clave en la medida en que brinda una perspectiva final, una retrospectiva que permite atisbar un sentido de conjunto en este rompecabezas literario. La mítica construcción de Cnossos y todos los simbolismos que comporta, proporcionan coherencia interna a todas estas narraciones aparentemente (sólo aparentemente) yuxtapuestas e inconexas. En esta reformulación del relato mítico, resulta plausible leer el laberinto cretense como una prolongada metáfora de la existencia (esa de la que «nadie sale»), una metáfora que Ende mantiene y desarrolla a lo largo de las páginas de esta treintena de breves historias, cada una de las cuales puede razonadamente considerarse como una disertación simbólica sobre diferentes facetas de la misma. En algunos de los relatos, se advierte un tratamiento figurado de cuestiones tales como el belicismo, los totalitarismos, el poder y su anhelo, abuso o pérdida… sin duda objetos de reflexión para un autor que testimonió buena parte del siglo XX. Otros, sin embargo, parecen versar sobre la dimensión estrictamente individual del hecho de existir (las etapas vitales, la religiosidad, el paso del tiempo, la búsqueda de sentido o su cuestionamiento, entre otros asuntos). Algunos relatos de esta segunda modalidad también muestran trazos autobiográficos. Ateniéndonos a la biografía del escritor, personajes como el estudiante del desván, el hombre de mediana edad de la vigésimo segunda historia o el niño de la vigésimo sexta, pueden leerse como trasuntos del propio Ende en distintos momentos de su vida. Del mismo modo, la versión sui generis de la leyenda de Ícaro y Dédalo como arquetipo de relación paternofilial entre dos individuos dedicados a las artes, resulta especialmente testimonial en un libro dedicado por un escritor a su propio padre, un pintor.
La presencia del término transformaciones en el vigésimo sexto y en el último texto, no es arbitraria ni gratuita sino una deliberada alusión a Las Metamorfosis, la extensa narración versificada que en el siglo I compuso Ovidio sobre mitos grecolatinos (incluido el que nos ocupa). Hay otras fuentes antiguas anteriores a dicho autor romano que asimismo recogen este relato legendario del laberinto, pero a la que alude el mencionado término que selecciona Ende —transformaciones— es sin duda a la ovidiana. Hay otros pasajes de este libro que también contienen alusiones veladas a autores de otras literaturas y épocas, como por ejemplo el caso del «caballero ciego de la biblioteca de Buenos Aires» en referencia a Jorge Luis Borges, algunas de cuyas creaciones son hipotextos directos y fundamentales de esta obra. Así las cosas, sólo el refugio cómodo del prejuicio sobre todo aquello que se desconoce o bien el atrevimiento que le es propio a la ignorancia, pueden explicar una subestimación de la producción literaria de Michael Ende. El bagaje de las lecturas que acumulaba configura y explica en gran medida un título como el que nos ha ocupado. Hay que mirar en dirección a otros libros (de épocas y géneros diversos) para desovillar el hilo de éste.
El autor de El espejo en el espejo. Un laberinto reformula un mito antiguo en el ámbito al que genuinamente pertenece: el de la fabulación y el simbolismo. De ese modo, salvaguarda el motivo cretense del infortunio de quedar reducido a material para los manuales de sabihondeces mitográfico-comparadas. Mediante esta particular recreación, Ende les restituyó el laberinto de Cnossos (aun datando de otras épocas, de épocas muy antiguas) a la literatura y a los lectores contemporáneos.
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