20.8.19

1. De la intertextualidad en La historia interminable a la confección de un canon occidental

Texto: Alfredo Martín Torrada en Universidad Nacional de La Matanza
Imagen: Vladimir Kush
 
 
 
La proposición de un itinerario literario a partir de la lectura de la novela

Introducción
La noción de intertextualidad se ha vuelto, desde su primera mención explícita por parte de Kristeva -en “Bajtín, la palabra, el diálogo y la novela” (1967)- hasta el estudio de Genette en Palimpsestos, una escritura de segundo grado (1982), pasando por las definiciones de Michael Riffaterre, el tratamiento que le brinda (bajo la noción de “influencia”) Harold Bloom, o las propuestas estéticas de Borges (en las que las reescrituras y las relaciones entre diferentes textos se vuelven centrales)[1] en uno de los ejes indispensables a la hora de analizar, leer y producir textos literarios.
 
En La historia interminable, las cuantiosas relaciones de intertextualidad presentes invitan a explorar una relectura de la novela a través de la cual puedan hacerse visibles los diferentes textos y autores con los que Michael Ende, a lo largo de su novela, dialoga.
 
Un elemento en común que puede encontrarse al repasar la mayoría de los trabajos llevados a cabo sobre La historia interminable[2] es la repetida tendencia, o bien, a explorar la novela en relación con campos externos a la literatura; o bien, como texto sobre el cual puede transparentarse tal o cual teoría literaria. Las diferentes lecturas propuestas que se han realizado del título de Ende se encuentran, así, enfocadas siempre en relación con otras disciplinas, lo que produce un alejamiento de la novela de su propio campo específico: el universo literario.
 
En la introducción a su artículo “Una lectura alquímica de La historia interminable” (2018), Roberto Cáceres Blanco destaca, en la escritura de la novela, la búsqueda por parte del autor de una “desaforada reivindicación del arte y las culturas universales como elementos esenciales de la construcción humana” (Cáceres Blanco: 265). Al tiempo que menciona algunas de las relaciones intertextuales contenidas en sus páginas: “Las referencias son tan abundantes como significativas: desde el espejo de Lewis Carroll o J. Mathew Barrie, (...), hasta la inscripción ´Haz lo que quieras´, emblema de la búsqueda de la verdadera libertad que el Áuryn toma de Gargantúa y Pantagruel de Rebeláis; pasando por el retorno al hogar de la Odisea homérica y los escenarios imaginarios de pintores como Bosco, Goya y, sobre todo, su padre, Edgar Ende” (Cáceres Blanco: 265)[3]. 

Sin embargo, el artículo continuará su curso desarrollando una lectura de la novela en la cual su especificidad literaria es dejada de lado, para desarrollar una lectura en la que el texto ya no es tratado como artificio literario, sino como texto o tratado alquímico:

Más allá de una lectura estrictamente ideológica o psicoanalítica, y siguiendo la senda trazada por aquellos estudios que apuntan a una significación esotérica de la obra, atendiéndola en cuanto viaje hacia el ocultismo (Berger, Hocke o Filmer), el presente artículo pretende avanzar un paso más y ofrecer una lectura específica de La historia interminable como tratado de alquimia o filosofía hermética, que expone, adaptando el lenguaje simbólico de dicha tradición al de la narrativa fantástica, el proceso de realización de la Obra alquímica (Cáceres Blanco: 266).

En “Sobre mitos antiguos y héroes modernos: Una relectura de La historia interminable a partir de El héroe de las mil caras” (Jiménez Ariza, 2013) y en “La historia interminable del mito” (Salas, 2002) sobre lo que se avanza es sobre la posibilidad de realizar una lectura de la novela a la luz de la teoría del mito de Joseph Campbell, confeccionando un registro de los pasajes de la narración de Ende en los cuales pueden rastrearse las etapas atribuidas por Campbell al relato mítico (“la llamada de la aventura”, “la negativa del llamado”, “la ayuda sobrenatural”, etc.).
 
En la presentación que hace del texto de Ende, Jiménez Ariza señala algunos de los vínculos intertextuales presentes en la novela, agregando a los propuestos por Cáceres Blanco (Borges, La odisea, Rebeláis…), el de la mitología griega, los cuentos de Las mil y una noches, Shakespeare o el Quijote: “Finalmente, apreciamos cómo en la novela de Ende resucitan Pegaso, el Ave Fénix, el centauro Quirón, el Oráculo de Delfos, Shahriar y Scherezade de Las mil y una noches, y Shakespeare (Chespirk, el narrador de leyendas)” (Jiménez Ariza: 11).
 
En el trabajo de Salas, de alguna mayor extensión que el de Jiménez Ariza, por otro lado, junto al reconocimiento de las etapas propuestas por Campbell en la novela de Ende, se irán desarrollando algunas hipótesis de lectura, a la luz, sobre todo, de la obra nietzscheana. En palabras del autor, el trabajo intentará demostrar “la importancia del mito no sólo en el discurso filosófico sino en el ámbito educativo”, y “manifestar la necesidad e importancia de volver al mito y a la creación o recreación de los mitos ante el mundo tan caótico y carente de sentido en el que nos encontramos” (Salas: 1-2). Aunque, aun así, lo esencial de su aporte, finalmente, tampoco avance mucho más allá de aquel compartido por Jiménez Ariza: conseguir poner de manifiesto la forma en la que en La historia interminable las etapas del mito propuestas por Campbell se van cumpliendo.
 
Respecto a las intenciones de su trabajo, de hecho, Jiménez Ariza señalará en el “Resumen” de su trabajo que “La historia interminable, obra mundialmente conocida de Michael Ende, puede ser releída bajo el prisma de la teoría de Campbell, en intento por corroborar que los arquetipos siguen presentes en las manifestaciones culturales de la humanidad” (Jiménez Ariza: 1). Mientras que Salas apuntará que en su trabajo “se acudirá a la argumentación de Joseph Campbell y de Michael Ende en El héroe de las mil caras y La historia interminable, respectivamente, como las piezas que nos permitirán reencontrarnos con la importancia y transmisión de los mitos en los cuentos infantiles…” (Salas: 2).
 
La similitud de los trabajos de Salas y de Jiménez Ariza, sustentada tanto por el enfoque teórico, como por la metodología de análisis, llevadas adelante en ambos artículos, encuentra un tercer punto en común, al proponer un tipo de análisis que pareciera alumbrar más la teoría utilizada para su desarrollo, que la propia literaturidad del texto.
 
Algo parecido, coincidentemente, es lo que ocurre con el artículo de Ángel Delgado, Donaldo García y Valentina Truneanu, “La estética de la recepción en La historia interminable” (2006), en donde los autores, partiendo de la interacción del personaje de Bastián con el libro que ha robado (libro que lo apelará de diferentes formas hasta obligarlo incluso a responder a su llamado, introduciéndose en él), ilustran la injerencia del lector en la confección del texto, tal como lo postula la estética de la recepción.
 
En “Salvar Fantasía” (2011), Miguel Escribano Cabeza analiza, a partir de un fragmento de Kierkegaard, la figura de la nada utilizada por Michael Ende en la novela como amenaza del reino de Fantasía. El autor enlaza la imagen creada por Ende a la angustia que según Kierkegaard surge ante el vacío, postulando que es, a través de la aceptación del juego entre ficción y realidad (todavía posible en el universo infantil de Bastián, pero ya imposible en el adulto del padre), que esa angustia puede resolverse: “El siguiente trabajo tiene como propósito investigar el problema de la relaciones entre lo real y la ficción cuyos efectos, las historias contadas, son esos espacios que nos habitan al mismo tiempo que son por nosotros habitados” (Escribano Cabeza: s/n).
 
Otra lectura de la novela iluminada por la filosofía es la que lleva adelante Héctor Martínez Saenz en Haz lo que quieras (2017), sin dudas la más extensa y profunda de las aquí enumeradas. A partir de un filósofo que claramente mantiene con Ende no sólo cierto ideario en común, sino, también, toda la tradición centroeuropea y, especialmente, la del romanticismo alemán y el positivismo del siglo XIX, Martínez Sáenz lleva adelante un interesante análisis en el que rastrea los diferentes puntos de contacto entre el ideario de Nietzsche y La historia interminable.
 
El riesgo en el que cae el trabajo de Sáenz, sin embargo, es que, al trabajar sobre una estricta vinculación entre la novela de Ende y el pensamiento de Nietzsche, algunos señalamientos pueden resultar algo forzados. Tal como pareciera resultar la vinculación directa de ambos autores a partir del planteamiento de la necesidad de fusionar arte y vida. Idea que, al menos en lo que a Ende respecta, encuentra una clara génesis en la corriente del romanticismo alemán y, más particularmente, en la visión globalizadora de Novalis[4].
 
Al concluir este repaso por los trabajos que han llevado adelante una lectura analítica de la novela de Ende, lo que podemos apreciar como punto en común, tal como se ha ya señalado, es una desviación del texto que lleva a poner en contacto a la obra de Ende con elementos externos a la especificidad literaria (o bien con la alquimia y lo esotérico -Cáceres Blanco-; o bien con la teoría Campbelliana del mito -Jiménez Ariza y Salas- o con la teoría de la recepción -Delgado, García y Truneanu-; o bien con la filosofía -Escribano Cabeza y Martínez Sainz-).
 
Una de las intenciones de este trabajo consistirá, muy por el contrario, en llevar adelante un análisis de La historia interminable que ponga al texto dentro de su propio campo específico (huelga decir, el literario).
 
Persiguiendo ese objetivo, se analizarán los diferentes vínculos que La historia interminable establece con la literatura occidental, y las formas en las que esos vínculos pueden leerse en la novela.
 
A propósito de la pertinencia de llevar adelante un trabajo que ubique al escrito de Ende en su específico campo literario, el autor, en “Carta a un ilustrado”, señala:

Todo conocimiento, ya sea filosófico, científico, teológico o esotérico, va dirigido en definitiva a una explicación. (...).
Vivimos en una época en la que se esperan constantes mensajes de artistas y escritores y, caso de que tales mensajes no se presenten de por sí, se aplican todos los métodos posibles e imposibles para, mediante la interpretación, entresacarlos de las obras; eso sin embargo es un malentendido y un acto de barbarie. Ninguna pieza de Shakespeare, ninguna catedral gótica, ninguna sinfonía de Mozart, supone un mensaje ni contiene nada semejante. (...).

Al releer lo que he escrito hasta ahora, me invade una intensa desazón: como siempre que intento expresar con conceptos algo que, por su propia esencia, se sustrae precisamente a la conceptuación. Es cierto y equivocado a la vez. Arte y poesía sólo son explicables, en el fondo, mediante el arte y la poesía. Y no hay más justificación para ellas que su propia existencia (1996: 394-399).

La hipótesis de este trabajo responde a la pregunta acerca de cuál es aquel “arte y poesía” implícita en La historia interminable; afirmando que, desde allí, resulta posible pensar una variedad de obras que, en su conjunto, alcanzan a conformar un particular tipo de canon literario al que la novela responde.
 
A partir de la idea de que, lejos de reducirse a una mera literatura perteneciente al universo de lo infanto-juvenil (como muchas veces ha sido catalogada), la novela de Michael Ende encierra en sus páginas una serie de relaciones de intertextualidad por medio de las cuales invita a iniciar un recorrido por una serie de obras literarias capitales, capaces, en su conjunto, de constituir ese particular canon literario occidental.
 
El objetivo general del presente trabajo, por tanto, será el de descubrir la confección de ese canon, al tiempo de dar cuenta de las diferentes relaciones de intertextualidad presentes en la novela, analizando sus rasgos, y las funciones que cumplen aquellas diferentes reescrituras de los textos clásicos con los que Ende trabaja.
 
En relación con los estudios del canon literario, si bien la de idea de un conjunto de títulos y autores que, por diversos motivos, adquieren la capacidad de elevarse sobre las fronteras nacionales es inaugurada por Goethe, quien inaugura el concepto de “literatura mundial”[5]. Los estudios acerca del canon literario encontraron una nueva e inesperada fuerza ante la publicación del libro de Harold Bloom El canon occidental (1995). En él, Bloom, luego de advertir que “los cánones, al igual que todas las listas y catálogos, tienden a ser inclusivos más que exclusivos” y que por eso se ha tornado en la actualidad “virtualmente imposible dominar el canon occidental”, como así también de que existen “enormes complejidades y contradicciones que constituyen la esencia del canon occidental, que ni mucho menos es una unidad o estructura estable”, por lo que “nadie posee autoridad para decirnos lo que es el canon occidental” y que “no es, no puede ser, exactamente la lista que yo doy” (1995: 47-48), termina confeccionando ese listado, dividiendo a los autores escogidos en tres “edades” postuladas por él mismo (la “Edad aristocrática”, la “democrática” y la “caótica”).
 
Bloom argumenta (justificando la necesidad de su existencia) que “poseemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado. Cada día de nuestra vida se acorta y hay más cosas que leer, (...), nos hallamos en el dilema de excluir a alguien cada vez que leemos o releemos extensamente” (1995: 48). Y esa lista, al mismo tiempo, solo puede conservar algún valor mientras se mantengan “sus principios de selectividad, que son elitistas sólo en la medida en que se fundan en criterios puramente artísticos (1995: 32).
 
Una síntesis del debate que abrió el trabajo de Bloom (y sobre el cual el propio Bloom se explaya, en el prefacio a su segunda edición del libro) puede encontrarse en la reflexión de Enric Sullá, “El debate sobre el canon literario”, con la que abre su título recopilatorio El canon literario (1998).
 
El punto más importante que señala Sullá refiere a la forma en que el poder y la ideología dominante participan en la construcción de todo canon. El primer reparo, entonces, consiste en advertir que todo recorte “es el proceso de selección en el que han intervenido no tanto individuos aislados, cuanto las instituciones públicas y las minorías dirigentes, culturales y políticas. [y] Por ello se suele postular una estrecha conexión entre el canon y el poder. (…) Decir que sobreviven las obras mejores, las de más calidad, que la excelencia (estética, para no complicarlo más) se impone al fin, exige explicar qué tipo de mecanismo de selección intervienen en el proceso” (Sullá, 1998: 11). La discusión acerca de las ineludibles relaciones entre canon, poder e ideología dominante,[6] trajo aparejada la necesidad de “admitir en el canon escritores y obras que representen a esas minorías” (Sullá: 16), aunque “la misma posibilidad de mezcla de nombres y títulos y la supuesta y temida rebaja consiguiente de los criterios establecidos de grandeza, suscitan miedo en las filas conservadoras, como lo demuestra la reacción de Harold Bloom con sus ataques a la fantasmal ´Escuela del Resentimiento” (Sullá: 16-17).
 
Para ejemplificar los caminos por los que se fue desenvolviendo este debate, Sullá especifica la posición tomada por Jonathan Culler en respuesta al libro de Bloom:

Culler reivindica el conocimiento de la alteridad u otredad, en sintonía con el multiculturalismo, por lo que se ve obligado a defender el estudio de las humanidades desde una perspectiva crítica que permitiría que éstas se acercarán más a la realidad de los hechos: ¿cómo pueden un afroamericano o una mujer sentirse representados por Sófocles o por Shakespeare? ¿Cuál es la auténtica cultura del estudiante medio actual? La primera pregunta supone plantearse el problema del canon y la posibilidad de a la vez de transformarlo y de ofrecerle resistencia. A la segunda Culler responde sin vacilar que la cultura del estudiante medio procede más de la televisión (y del cine) que de los libros… (Sullá: 24-25).[7]

Desviándose de la disputa entre canon, poder e ideología dominante, otros enfoques desde los cuales se han pensado la cuestión del canon han estado vinculadas a las relaciones entre canon y enseñanza,[8] los procesos de construcción de los cánones nacionales o regionales;[9] y sobre los procesos históricos a través de los cuales se lleva adelante la canonización,[10] principalmente.
 
Para el análisis del texto escogido la metodología que se implementará será la del análisis del discurso. En base al concepto de lexías creado por Barthes, se seleccionarán y recortarán los diferentes pasajes de la novela en los cuales se encuentren los distintos tipos de relaciones intertextuales que la obra propone. Ya sea a través de las construcciones discursivas de los personajes, las modalidades fáticas, la concatenación de hechos que componen la historia, o algunas de las asignaciones nominales presentes.
 
La viabilidad de este trabajo, por otro lado, estará apoyada, fundamentalmente, en la edición de la novela de la editorial Alfaguara (1993); la cual no sólo cuenta con la reconocida traducción de Miguel Saenz, sino que, además y de infrecuente manera, sigue las principales pautas de la edición original (como lo es, por ejemplo, su impresión a dos colores). También, además, en el material teórico necesario para abordar el análisis, así como en algunos textos periféricos a la novela, especialmente, en Carpeta de apuntes (1996). Volumen que reúne un conjunto de escritos de Ende, en los cuales el autor reflexiona acerca del mundo, la literatura y su propia obra.
 
Los apartados que dan forma a este trabajo son el marco teórico, un marco metodológico, el análisis de la novela de Ende, y, finalmente, las conclusiones resultantes.


2. Marco teórico
Teniendo en cuenta que intentaremos, en este trabajo, configurar un particular canon literario que La historia interminable (por medio de la presencia de múltiples intertextualidades) estaría proponiendo, a través de un análisis de la novela que ubique al texto en relación y paridad con el conjunto de textos reunidos bajo la denominación de literarios, el fundamental punto de partida para este marco teórico será el de establecer aquellos elementos y características por las cuales podamos definir a un texto bajo esa categoría.
 
El primer intento conocido, por definir los rasgos que diferencian a los discursos poéticos del resto de los usos de la lengua, fue el de Aristóteles, quien, en su célebre Poética, proponía tres rasgos esenciales por los cuales resultaba posible identificar a ese "otro arte que sólo usa de las palabras desnudad o de los metros, (...), hasta ahora innominado" (Aristóteles, 2003: 30).
 
El primero de esos rasgos, la imitación, es el elemento que ubica al discurso poético dentro del conjunto de las artes. Mientras que el segundo, los medios por los cuales son llevadas a cabo esas imitaciones, lo que permite distinguir a discurso poético del resto de las artes:

Pues, así como algunos imitan muchas cosas tanto por medio de colores como por medio de dibujos (representándolos unos por arte, otros por costumbre) y otros por medio de la voz, del mismo modo, en las artes mencionadas, todas hacen la imitación mediante el ritmo, la palabra y la música; con todas estas cosas separadamente o con todas ellas juntas. Así, por ejemplo, con la música y el ritmo sólo imitan el arte de la flauta y el arte de la cítara (…). Con el ritmo solamente y sin música imita el arte de las danzas (…).

En cambio, hay otro arte que sólo usa de las palabras desnudas o de los metros… (Aristóteles, 2003: 30)

El último de los rasgos es que aquel que posibilita, para Aristóteles, la distinción del discurso poético del discurso histórico, debido a que también este último es resultado de una imitación (primer rasgo) por medio de palabras (segundo rasgos), que, para mayor confusión, solía también escribirse en verso. El tercer rasgo esencial que posibilita definir el discurso poético, entonces, es la naturaleza de la fábula. Ya que en el discurso histórico este podrá remitir únicamente a acontecimientos que hayan efectivamente ocurrido; mientras que el poético se encuentra liberado de esa limitación:

De lo dicho se deduce también que no es obra de poeta resaltar hechos que sucedieron, sino lo que puede suceder, esto es, lo que es posible según la verosimilitud o la necesidad.
El historiador y el poeta no difieren entre sí porque el uno hable en pros y el otro en verso, puesto que podrían ponerse en verso las obras de Heródoto y no serían por esto menos historia de lo que son, sino que difieren en el hecho de uno narra lo que ha sucedido y el otro lo que puede suceder. (Aristóteles: 57).

Sobre esta delimitación y descripción de la poética propuesta por Aristóteles (tipo de imitación -de arte- que se nutre sólo de la palabra, cuya fábula no se limita a meros hechos históricos, sino que recurre también a lo imaginario) se ha sostenido hasta la llegada del siglo XX la definición de literatura, quedando durante todo ese tiempo los estudios y las discusiones sobre lo poético y lo literario desplazados por la retórica. Fue recién con la expansión del ideario positivista, y el alcance del método científico, incluso a los estudios de las artes y las humanidades, que la definición de lo literario (y la pregunta sobre aquello que podía ser considerado como tal) comenzó a replantearse, a partir de la iniciativa, fundamentalmente, de las teorías propuestas por el formalismo ruso y sus círculos adyacentes.
 
El objetivo de estos grupos fue la de proponer una esencia de lo literario presente de manera intrínseca en cada obra. Con la intención de desafectar de los estudios literarios toda cuestión que estuviese ligada a factores externos del texto, ya fuera por alusión a lo social, lo biográfico o lo psicológico.
 
Este enfoque, fundamental en los estudios literarios modernos, fue el puntapié inicial de toda una serie de cuestionamientos acerca de la definición de lo literario, que con el correr del tiempo fue dividiendo a las teorías en dos grandes corrientes: la inmanentista (como la de los formalistas rusos, por caso) y la de orientación social (aquella según la cual resulta imposible realizar una definición de la literatura sin considerar la relación entre literatura y sociedad).
 
La idea que seguiremos en este trabajo, para la construcción de un marco que permita justificar la inclusión de un análisis de La historia interminable dentro del universo literario, se encuentra atravesada por la idea de que, para una definición de lo literario, resulta imprescindible trabajar con una definición construida a partir de la conjugación de ambas corrientes. Al respecto de esta combinación, en su artículo “Texto literario, texto poético, texto lírico. Elementos para una tipología”, Susana Reisz de Rivarola manifiesta su convicción de que

…todo esfuerzo por precisar nociones tales como “literalidad” o “poeticidad” sobre la sola base de rasgos textuales inmanentes, (…), está condenado de antemano al fracaso. (…) un estructuralismo inmanentista sólo atento a configuraciones verbales y relaciones intratextuales es incapaz de dar cuento de lo “literario” o lo “poético”.
Y, sin embargo,

…un funcionalismo a ultranza, que niegue o relativice al máximo la importancia de la noción de “estructura textual” para sustituirla por una “función textual” sólo localizable en cada acto de recepción concreto y sólo definible en términos de las repercusiones de cada texto en cada receptor, representa el reflejo invertido -igualmente simplificador y tal vez más ingenuo- de los más elementales modelos lingüísticos y gramático-textuales de la poeticidad, así como una ineficaz réplica a las definiciones sustancialistas de literatura y poesía. (Reisz de Rivarola, 1981: 1).

Con el correr del siglo XX, la disputa acerca de qué es la literaturidad, y de cuál es su esencia o marca distintiva, fue paulatinamente encarada por diferentes autores y desde distintas miradas.
 
Desde el formalismo ruso, por ejemplo, Roman Jakobson plantea, en base al circuito de comunicación por él mismo propuesto, diferentes funciones del lenguaje[11], de las cuales una, la dominante, es la que marca el tipo de producción textual. En el caso del texto literario, Jakobson, la función dominante será la “poética”, caracterizada por dirigir la fuerza del mensaje hacia el mensaje mismo. Jakobson plantea que “la orientación hacia el MENSAJE como tal, el mensaje por el mensaje, es la función POÉTICA del lenguaje. (...). La función poética no es la única función del arte verbal sino sólo su función dominante, determinante, mientras que en todas las demás actividades verbales actúa como constitutivo subsidiario, accesorio” (Jakobson, 1984: 358).
 
En la propuesta de Shklovsky, en cambio, el rasgo distintivo de la literatura se encuentra en la ejecución de un “procedimiento de singularización”, (Shklovski, 1978: 65) sobre la lengua, que permite que esta se vuelva capaz de ofrecernos la posibilidad de redescubrir las experiencias y el mundo; lo que propone como el verdadero sentido de la práctica literaria. En “El arte como artificio” (1917) el autor señala:

Al examinar la lengua poética, tanto en sus constituyentes fonéticos y lexicales como en la disposición de las palabras y de las construcciones semánticas constituidas por ellas, percibimos que el carácter estético se revela siempre por los mismos signos. Está creado conscientemente para liberar la percepción del automatismo. Su visión representa la finalidad del creador y está construida de manera artificial para que la percepción se detenga en ella y llegue al máximo de su fuerza y duración. (1978: 68-69).

Terry Eagleton, por su parte, al repasar las teorías de los formalistas, en “¿Qué es la literatura?”, -en Una introducción a los estudios literarios- señala que para los formalistas “lo específico del lenguaje literario, lo que lo distinguía de otras formas de discurso, ¿era que ´deformaba´ el lenguaje ordinario en diversas formas? (...). Los formalistas (...) vieron el lenguaje literario como un conjunto de desviaciones de una norma” (1998: 6-7).
 
El problema con estas definiciones, sin embargo, explicará Eagleton más adelante, es que, en primer lugar, no existe forma de delimitar una única norma lingüística; además de que, en una exploración profunda de la lengua, en segunda instancia, tal consideración ni siquiera resulta de aplicación exclusiva al texto literario:

No pasa de ser una ilusión el creer que existe un solo lenguaje ´normal´, (...). Cualquier lenguaje real y verdadero consiste en gamas muy complejas de discurso. Las normas de una persona quizá sean irregulares para alguna otra. ´Ginne´ como sinónimo de ´alleway´ (callejón) quizá resulte poético en Brighton, pero no pasa de ser lenguaje ordinario en Barnsley. Aun textos más ´prosaicos´ del siglo XV pueden parecernos ´poéticos’ por razón de su arcaísmo.

(...).
Otro problema relacionado con la ´rarificación´ consiste en que, con suficiente ingenio, cualquier texto adquiere un carácter ´raro´. (...) una advertencia nada ambigua que a veces se lee en el metro londinense: ´Hay que llevar en brazo a los perros por la escalera mecánica´ quizá no sea tan clara o tan carente de ambigüedad como de momento parece. (Eagleton, 1998: 8).


La posición de Eagleton, acerca de cómo puede definirse lo literario, se aleja de las ideas formalistas, ya que, en su concepción de la literatura, resulta indispensable comenzar a contemplar factores externos al texto. Como lo son la geografía, el tiempo, o la forma de interpretar la lectura. En este alejamiento de los modelos inmanentistas el autor llega a afirmar que mientras que “alguno textos nacen literarios; a otros se les impone el carácter literario. (...). Quizá lo que importe no sea de dónde vino uno sino cómo lo trata la gente. Si la gente decide que tal o cual escrito es literatura parecería que de hecho lo es, independientemente de lo que se haya intentado al concebirlo” (1998: 9).
 
Repasar la posibilidad de reconvertir un tipo de texto literario en otro, es interesante para este trabajo, de hecho, debido a que es un procedimiento que ha sido llevado a cabo sobre la novela de Ende (por ejemplo, en el artículo, ya mencionado aquí anteriormente, de Roberto Cáceres Blanco, “Una lectura alquímica de La historia interminable”)[12]. Además, porque revitalizar la naturaleza literaria de una obra (la novela de Ende) cuyos abordajes terminan resultando siempre ajenos a su propia literaturidad es uno de los objetivos planteados para estas páginas.
 
Otro aporte de Eagleton, enriquecedor para este trabajo, es su consideración acerca de la construcción del canon, sobre la cual establece una estrecha relación entre la valorización social e ideológica de un texto y su naturaleza y valor literario:

Así como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. (...). No hay ni obras ni tradiciones literarias valederas, por sí mismas, independientemente de lo que sobre ellas se haya dicho o se vaya a decir. (...). Es por ello muy posible que, si se realizara en nuestra historia una transformación suficientemente profunda, podría surgir en el futuro una sociedad incapaz de obtener provecho de la lectura de Shakespeare” (1998: 11).
 
Si no se puede considerar la literatura como categoría descriptiva ´objetiva´, tampoco puede decirse que la literatura no pasa de ser lo que la gente caprichosamente decide llamar literatura. Dichos juicios de valor no tienen nada de caprichosos. Tienen raíces en hondas estructuras de persuasión (...). ...lo que hasta ahora hemos descubierto no se reduce a ver que la literatura no existe en el mismo sentido en que puede decirse que los insectos existen, y que los juicios de valor que la constituyen son históricamente variables, hay que añadir que los propios juicios de valor se relacionan estrechamente con las ideologías sociales. En última instancia no se refieren exclusivamente al gusto personal sino también a lo que dan por hecho ciertos grupos sociales y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo conservan. (1998: 13-14).

A lo largo de estas páginas consideraremos a La historia interminable, como uno de los productos culturales que (a partir de su reconocimiento y legitimación como obra literaria, y con mayor o menor peso), conlleva en sí mismos la posibilidad de participar en la construcción de esas “ideologías sociales que intervienen en la valoración y definición del espacio literario y de sus obras modelos”.
 
Una posición similar toma Jonathan Culler en “¿Qué es la literatura y qué importa lo que sea?”, segundo capítulo de Breve introducción a la teoría literaria (1997). Culler, también ubicado dentro de la corriente no inmanentista, se interroga acerca de si “existen rasgos distintivos esenciales presentes en todas las obras literarias” y explica que “la teoría ha pugnado por encontrar la respuesta, pero sin demasiado éxito. (...). Las obras literarias son de todos los tamaños y colores, y la mayoría parece tener más aspectos en común con obras que pocas veces llamamos literatura”, (Culler, 2000: 33-34). Para ilustrar esta tesis recurre a un ejemplo (presente también en el trabajo de Eagleton comentado anteriormente[13]) sobre las malas hierbas:

´¿Qué es una mala hierba?´ ¿Existe una esencia de “malayerbidad”, un algo especial, un no sé qué, que las malas hierbas comparten y que las distingue de las otras plantas? (...). “¿Cómo se reconoce una mala hierba? Bien, el secreto es que no hay secreto. Las malas hierbas son sencillamente plantas que los jardineros no quieren que crezcan en su jardín. Quien tenga curiosidad por ellas perderá el tiempo si busca la naturaleza botánica de la “malayerbidad”, las características físicas o formales que hacen que una planta sea una mala hierba. En lugar de eso hay que emprender estudios históricos, sociológicos y quizás psicológicos sobre los tipos de planta que se consideran indeseables por parte de diferentes grupos en diferentes lugares.
 
Quizás la literatura es como las malas hierbas. Pero esta respuesta no elimina la pregunta; la reformula de nuevo: ¿qué elementos de nuestra cultura entran en juego cuando tratamos un texto como literatura? (Culler, 2000: 33-34).

Una de las ideas sobre las que se explaya Culler, con relación a las características propias de la literatura, es aquella que sostiene que “las obras literarias se crean a partir de otras obras, son posibles gracias a obras anteriores que las nuevas integran, repiten, rebaten o transforman. (...) noción [que] se designa a veces bajo el curioso nombre de ´intertextualidad´” (Culler, 2000: 46). Y si bien el autor objetará, más adelante, que “de nuevo, hallaremos que esta característica se da por igual en otras formas: el significado de un adhesivo de coche (...) puede depender de los adhesivos anteriores”, (2000: 47), la idea de que, a través de las relaciones de intertextualidad, la literatura se transforma en un particular tipo de texto que “reflexiona sobre sí misma” (Culler, 2000: 47), resulta una idea especialmente pertinente para el presente trabajo. Si consideramos nuestra intención de subrayar el valor literario de la novela de Michael Ende, a partir de las diferentes intertextualidades que se encuentran presentes en sus páginas.
 
Sobre este mismo punto, además, se detendrá Susana Reisz de Rivarola, en su ya citado “Texto literario, texto poético, texto lírico. Elementos para una tipología”, al señalar a la intertextualidad como uno de los factores claves de la competencia literaria. Sobre el cierre del quinto apartado la autora señala como uno de los elementos claves de esa competencia “el conocimiento de los textos particulares que constituyen el marco de referencia inmediato de un texto dado y que afloran en él por la vía de la cita, la alusión, la estilización o la parodia”. (Reisz de Rivarola, 1981: 8).
 
Por dentro de la categorización de La historia interminable como texto de carácter literario, incluiremos al título de Ende dentro del género narrativo de la novela. En “Pobre Alonso Quijano” Milan Kundera remarca la exaltación de lo prosaico (es decir, del lastimero mundo de los hombres, en oposición al sublime universo de los héroes y dioses) como uno de los rasgos fundamentales de la novela. En el último párrafo del ensayo afirma que “los personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es algo totalmente distinto”, y más adelante, “porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esta irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Ésta es la razón de ser del arte de la novela” (Kundera, 2005: 21). En La historia interminable, Bastián, al igual que Alonso Quijano, también construirá, impulsado por sus deseos, un alter ego que recorrerá Fantasia armado de todos aquellos atributos que su ser anhela y no posee. Y, al igual que el personaje de Cervantes, también el personaje de Ende conocerá la derrota por partida doble (en el mundo real, la derrota ante el mundo escolar, sus compañeros y su padre; en Fantasia, la derrota en la Batalla de la Torre de Marfil, y en su peregrinar por ese universo). Precisamente, en una de las líneas de la obra de Ende, el autor, casi parafraseando a Kundera, describe el anhelo de su personaje, quien pierde todo deseo por ser querido por sus virtudes (es decir, admirado) para comenzar a desear que se lo quiera por aquello que indefectiblemente es: “Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. (…). Bastián no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno malo, hermoso o feo, listo o tonto, con todos sus defectos… o precisamente por ellos” (Ende, 1993: 369).
 
Esta oposición, entre victoria y derrota, entre lo épico y lo prosaico, es, además, la misma que utiliza Jorge Luis Borges para diferenciar a la novela de la épica más allá de lo formal. En “El arte de contar historias”, una de las conferencias reunidas en Arte poética, el autor afirma que “la novela recupera la dignidad de la épica” y que más allá de “la principal diferencia [que] estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo. (...) hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es modelo para todos los hombres. Mientras, (...), la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje” (Borges, 2001: 66-67).
 
Finalmente, tomaremos, para justificar la inclusión del texto de Ende dentro del género de la novela, los dos rasgos característicos que propone Franco Moretti para teorizar sobre el género, que con nitidez pueden observarse en La historia interminable: la prosa, el relato de aventura como eje central. Es en su artículo “La novela: historia y teoría” que Moretti declara estos dos rasgos, como punto de partida para esclarecer la configuración del género: “Hay muchas maneras de hablar sobre la teoría de la novela, y la mía consistirá en formular tres preguntas: ¿por qué las novelas están en prosa? y ¿por qué hay tantas de ellas que son relatos de aventuras?” (Moretti, 2015: 182-183).

Otro concepto con el cual trabajaremos en estas páginas será con el concepto de canon. En un tiempo en el que la producción literaria supera ampliamente el tiempo de lectura disponible (tal como describe Kundera, en “La lectura es larga, la vida es corta”, en una de las páginas de El telón[14]) la configuración de un canon literario capaz de ordenar autores y títulos en un escalafón que permita orientar la lectura se torna ya no en un lujo, sino, más bien, en una necesidad indispensable.
 
En las primeras líneas de “El debate sobre el canon literario” Enric Sullá plantea una definición a la pregunta sobre qué es el canon “sencilla y práctica”. El canon afirma el autor es “una lista o elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas” (Sullá, 1998: 11). Esta primera definición, aún en su simplicidad, resulta útil para este trabajo, ya que aleja la noción de canon de una concepción anterior (mantenida, sin embargo, hasta el día de hoy por la iglesia católica), en la cual la canonización implica también la postulación de un modelo a seguir[15].
 
Bloom ubica el comienzo de este “canon laico, en la que la palabra significa catálogo de autores aprobados” (Bloom, 1995: 29) en la mitad del siglo XVIII. Y da como prueba de su irrefutable vigencia el hecho bajtiniano de que “poemas, relatos, novelas, obras de teatro, nacen como respuesta a anteriores poemas, relatos, novelas u obras de teatro, y esa respuesta depende de actos de lectura e interpretación llevados a cabo por escritores posteriores” (1995: 19).
 
Para Bloom, “el canon, (…), se ha convertido en una elección entre textos que compiten para sobrevivir, ya se interprete esa elección como realizada por grupos sociales dominantes, instituciones educativas, tradiciones críticas o, (…), por autores de aparición posterior que se sienten elegidos por figuras anteriores concretas” (1995: 30). Entre esos autores (de “aparición posterior que se sienten elegidos por figuras anteriores concretas”) se encontrará, en la concepción de este trabajo, Michael Ende. Al revitalizar, a partir de la inclusión, por medio de diferentes relaciones de intertextualidad, a un conjunto de autores con los que, a lo largo de La historia interminable, dialoga.
 
Precisamente, uno de los rasgos con los que el crítico neoyorkino describe al proceso de canonización de las obras es el de la revitalización que estas experimentan, debido a su capacidad para seguir siendo leídas (Bloom, 1995: 40)[16] . Es decir, para seguir siendo interpeladas, por medio, por ejemplo, de la intertextualidad.
 
Un último punto importante en la conceptualización de canon, que realiza Bloom, es su insistencia en la exaltación del factor estético como único factor legítimo para la confección de un verdadero canon.

Un valor estético que puede llegar a reconocerse por medio de la imposibilidad de acotar a las obras a una tradición, por ser ellas mismas quienes otorgan a la tradición sus sustentos esenciales; subsumiendo, además, todas aquellas cuestiones de índole política y social, que tanto reclaman aquellos que pertenecen a lo que Bloom elige llamar “la escuela del resentimiento”:

…la insuperable dificultad de la fuerza más idiosincrásica de Shakespeare: siempre está por encima de ti, tanto conceptual como metafóricamente, seas quien seas y no importa la época a la que pertenezcas. Él te hace anacrónico porque te contiene; no puedes subsumirle. No puede iluminarlo con una nueva doctrina, (…), el ilumina la doctrina…
(…)
Esta es la prueba más difícil de superar para incorporarse al canon. Sólo unos pocos podrían superar y subsumir la tradición, y ahora quizá no haya nadie que pueda hacerlo. Por ello la cuestión que se plantea hoy en día es: ¿Se puede obligar a la tradición a que te haga sitio abriéndote paso a codazos desde dentro, por decirlo de alguna manera, en lugar de desde afuera, tal como pretenden los multiculturalistas?
Ningún movimiento originado en el interior de la tradición puede ser ideológico ni ponerse al servicio de ningún objetivo social, por moralmente admirable que sea éste. Uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética… (Bloom, 1995: 35 y 39).

Esa vara, exclusivamente estética, coincide con la única que Michael Ende considera válida para pensar el arte y la literatura. En “Sobre el eterno infantil”, ensayo de Carpeta de apuntes, apoyándose en las reflexiones de Schiller sobre la relación entre arte y juego, Ende define al arte como el más complejo y elevado de los juegos y señala que “el valor del juego libre -y por tanto también del arte y la poesía (…)- viene determinado por su belleza. (…)”, elevándolo por encima de todos los imperativos morales: “el juego, si sigue siendo juego (…), no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral, es decir, está fuera de todas las categorías morales”, pues “la belleza -¡y sólo ella!- ennoblece y redime al hombre y lo libera de todas las constricciones de la naturaleza y las leyes espirituales y morales” (Ende, 1996: 247).
 
La hipótesis que arriesgamos en este trabajo, con relación al canon, cobra valor porque tal como lo explica Bloom, el canon no puede dejar de entenderse como un constructo en constante transformación, en el que distintas fuerzas propias de la cultura trabajan permanentemente: “es virtualmente imposible dominar el canon occidental. (…). Tenemos las enormes complejidades y contradicciones que constituyen la esencia del canon occidental, que ni mucho menos es una unidad o estructura estable. Nadie posee autoridad para decirnos lo que es el canon” (Bloom, 1995: 48).

Respecto al concepto de intertextualidad, por último, partiremos de las palabras de Julia Kristeva, quien (a partir de la idea dialógica del texto literario impulsada por Bajtín) plantea el concepto de intertextualidad basándose en la idea de que “la ´palabra literaria´ no es un punto (un sentido fijo), sino un cruce de superficies textuales, un diálogo de varias escrituras: del escritor, del destinatario (o del personaje), del contexto cultural actual o anterior” (Kristeva, 1997: 2).
 
Esas “superficies textuales” que se cruzan, responden a uno de los aportes fundamentales de Bajtín sobre la lengua, como lo es la idea de ausencia de una instancia cero de la palabra. La imposibilidad de pensar en una primera instancia comunicativa pura, libre de toda influencia anterior.
 
A partir de esta idea central es que a Kristeva, en “Bajtín, la palabra, el diálogo y la novela” le es dable afirmar que “la palabra (el texto) es un cruce de palabras (de textos) en el que se lee por lo menos otra palabra”, agregando luego que “todo texto es absorción y transformación de otro texto. En el lugar de la noción de intersubjetividad se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee, por lo menos, como doble” (1997: 3).
 
Si se ha planteado, en este trabajo, la posibilidad de configurar un particular canon literario, a partir de las diferentes intertextualidades presentes en La historia interminable, es debido a la posibilidad que brinda la explicación que Kristeva ofrece sobre la idea bajtiniana de “ambivalencia”. Al respecto de ella, la autora afirma que “Bajtín se refiere a la escritura como lectura del corpus literario anterior, el texto como absorción de y réplica a otro texto” (Kristeva, 1997: 6), y remarca que “el autor puede servirse de la palabra de otro para poner en ella un sentido nuevo, al mismo tiempo que conserva el sentido que la palabra ya tenía. De ello resulta que la palabra adquiere dos significaciones, que deviene ambivalente” (1997: 9-10).
 
Esta noción de intertextualidad esgrimida por Kristeva es coincidente con la definición que Gerard Genette realiza en Palimpsestos (1962): “Por mi parte, defino la intertextualidad, de manera restrictiva, como una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efectiva de un texto en otro” (Genette, 1989: 9). La coincidencia es importante, ya que utilizaremos a la tipología propuesta por Genette para especificar el tipo de intertextualidad con el que recorreremos la obra de Ende. Tomando, de los tres tipos de intertextualidad, el de la “alusión”, por considerarlo inherente a los textos literarios (poco recurrentes a la cita y, salvo deshonrosas excepciones, evasivas del plagio) a partir de la definición que Genette ofrece de ella: “una forma todavía menos explícita y menos literal, (…), es decir un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remita necesariamente tal o cual de sus inflexiones”. (Genette, 1989: 10).
 
3. Marco metodológico
En su ensayo “El falso problema de Ugolino”, Borges recuerda que para “Robert Luis Stevenson (..) los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y el Barón de Charlus. A eso, también, los poderosos que rigieron la tierra; una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila... De Ugolino cabe decir que es un organismo verbal, que consta de unos treinta tercetos” (Borges, 1999: 40). Esta idea remarca un hecho evidente, pero, durante mucho tiempo, no considerado en su real magnitud. Lo que viene a recordar Borges es que todo lo que se pueda afirmar de un texto, los simbolismos que ofrece, las interpretaciones que habilita, las pasiones y características de cada personaje, y también las marcas que conectan a esa obra con otras preexistentes, se encuentran en un único lugar: la superficie discursiva del texto.
 
Dentro de las diferentes propuestas contenidas en la disciplina del análisis del discurso, la teoría de la enunciación, elaborada inicialmente por Emile Benveniste, se propone que todo uso de la lengua implica poner en práctica un aparato formal de enunciación, a través del cual el discurso consigue salir a la luz.
 
Lo que posibilita ese aparato formal (compuesto por el enunciador -aquel desde el cual se produce el discurso-, el enunciado -el discurso propiamente dicho-, y el enunciatario -aquel que decodifica el enunciado-) es que la subjetividad del sujeto que utiliza la lengua (el enunciador) entre en contacto con el mundo que lo rodea. Transparentado que, dentro del enunciado, por tanto, no sólo se encuentran una serie de palabras elegidas al azar, que representan únicamente aquello que el enunciador quiere expresar, sino, además, un conjunto de huellas que permiten ir más allá de ese primer significado, para comprender los diferentes tipos de relaciones que el enunciador y el enunciado establecen con el mundo
 
En el presente trabajo esas huellas a seguir serán las diferentes relaciones de intertextualidad que la novela plantea. Para así, a partir de ellas, analizar el conjunto de diálogos que la novela de Ende entabla con la cuantiosa cantidad de obras a las que alude.
 
Sobre la base del concepto de lexías creado por Barthes se seleccionarán y recortarán los diferentes pasajes de la novela sobre los cuales se llevarán a cabo los análisis de las diferentes intertextualidades que la novela de Ende presenta.
 
El concepto de lexía, presentado por Barthes por primera vez en S/Z, puede ser definido, dentro del análisis textual, como un “instrumento de trabajo, (…) una unidad de lectura. (…). Se divide el texto en segmentos muy cortos, que son las lexías, y se enumeran para facilitar el trabajo. Unas veces serán unas cuantas palabras, o algunas frases, lo que sea más cómodo; basta que sea el mejor espacio posible en donde se puedan observar los sentidos. Es una división empírica y arbitraria. Su dimensión dependerá de la densidad de las connotaciones” (Gómez Robledo, 1980: 4).
En S/Z Barthes explicita el procedimiento por el cual es llevada a cabo la creación de las lexías que posibiliten realizar el análisis de un texto:

El significante tutor será dividido en una serie de cortos fragmentos continuos que aquí llamaremos lexías, puesto que son unidades de lecturas. Es necesario advertir que esta división será a todas luces arbitrarias. (…). La lexía comprenderá unas veces unas pocas palabras y otras algunas frases, será cuestión de comodidad. Bastará con que sea el mejor espacio posible donde puedan observarse los sentidos. Su dimensión, determinará empíricamente, a ojo, dependerá de la densidad de las connotaciones, que es variable según los momentos del texto. (Barthes, 2004: 22).

En relación con el análisis de esas lexias, la atención se enfocará en los diálogos, las modalizaciones realizadas sobre los personajes y escenarios (especialmente dentro de los enunciados descriptivos y a través de las modalizaciones fácticas), y en los diferentes encauces por medio de los cuales se desenvuelven las acciones que conforman la historia. Será a través de estos elementos, recortados en las diferentes lexias, que intentaremos analizar los múltiples diálogos que la novela de Ende establece con una serie de títulos y autores propios de la tradición occidental, para intentar confeccionar, luego de ese análisis, el mapa literario que permita plasmar el particular canon que la novela de Ende propone. 



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1 “Pierre Menard, autor del Quijote” sea, seguramente, el ejemplo más claro.
 
2 Nos referimos exclusivamente a los llevados a cabo en lengua española.
 
3 Algunas páginas más adelante, en una nota al pie, Cáceres Blanco agrega una última intertextualidad más, al plantear a la Biblioteca de Armagaz, que aparece en uno de los capítulos de La historia interminable, como un homenaje a la biblioteca total del cuento de Borges “La biblioteca de Babel”. Ver Cáceres Blanco: 278,
 
4 Al respecto del ejemplo dado, en Haz lo que quieres, se lee: “Ende no busca moralizar respecto de actitudes y comportamientos, sino, acaso, entretener, invitar hacia una nueva mitología de ´palabras mágicas´ que conecten la esencia del mundo tal y como nosotros lo conocemos: reunificación de arte y vida, quizás tal como lo entendió Nietzsche” (Martínez Sáenz, 2017: 41).
Si bien la coincidencia acerca de la conjunción entre arte y vida entre Ende y Nietzsche puede ser válida, la idea, tal como está planteada, parecería sugerir una marca de la posible influencia del filósofo en el autor de La historia interminable, cuando, en realidad, Ende señala claramente la génesis de esa idea en Novalis. En “Pensamientos de un indígena centroeuropeo”, el autor señala: “Al decir esto no nos referimos únicamente a poesías y libros, sino a formas de vida y explicaciones del mundo accesibles a la experiencia, a la vida. Hay en nuestra tribu una vieja profecía que dice que un día los llamados adultos serán los suficientemente adultos como para dejarse decir por la poesía lo que es y lo que no es verdad. (...). Esa profecía es de un miembro de nuestra tribu que vivió hace mucho tiempo y que tenía el nombre de Novalis”. (Ende, 1996: 98).
 
5 En Conversaciones con Eckermann (1827) Goethe afirma: “Yo, por ejemplo, me complazco contemplando lo que sucede en otras naciones y aconsejo a todos que procuren hacer lo mismo. El concepto de literatura nacional ya no tiene sentido; la época de la literatura universal está comenzando, y todos debemos esforzarnos para apresurar su advenimiento. Pero en nuestra valoración de lo extranjero, no debemos tomar lo extraño como motivo exclusivo de nuestras admiraciones erigiéndose en modelo único. No debemos creer que éste sea la literatura china, o la serbia, o Calderón, o los Nibelungos. Si sentimos la necesidad de un modelo volvamos los ojos a los griegos antiguos, en cuyas obras hallaremos siempre el ideal de la belleza humana. Todo lo demás lo debemos considerar únicamente desde el punto de vista histórico, no tomando más que lo que nos parezca verdaderamente bueno” (Goethe: 166-167).
 
6 Sullá señala, al respecto, que “La acusación de anglocentrismo fue la réplica inmediata que encontraron las listas de Bloom”, y en la misma página, más adelante: “…en total, veintiséis autores, todos ellos de raza blanca y de sexo masculino, con la excepción de dos mujeres” (1998: 13).
 
7 La paráfrasis de Sullá refiere al texto de Culler “El futuro de las humanidades” (1988), que el propio Sullá incluye en su recopilación.
 
8 Por ejemplo, en Serven Diez, Carmen (2008): “Canon literario, educación y escritura femenina”, en Revistas Ocnos, Nro. 4, p. 7-20 Madrid. O en Fernández, Gabriela (2017): “Canon literario y canon escolar: algunas notas sobre el canon y lo político” en revista digital Catalejos, Vol. 2, Nro. 4, p.152-172.
 
9 Ver: Mainer, José-Carlos (1998): “Sobre el canon de la literatura española del siglo XX”, en El canon literario, Sullá, Enric (comp.). Ed. Arco Libros. Madrid, y Pulido Tirado, Genara (2009): “El canon literario en América Latina”, en revista Signa (UNED), Nro. 18, p. 99-114. Madrid.
 
10 Por ejemplo, en Mignolo, Walter (1998): “Los cánones (y más allá de) las fronteras culturales (o ¿de quién es el canon del que hablamos)”, en El canon literario (Enric Sullá, comp.). Arcos libros, Madrid.
 
11 Las funciones para Jakobson son la emotiva, la conativa, la referencial, la metalingüística, fática y la poética. (Ver Jakobson: “Lingüística y poética”, en Ensayos de lingüística general. Ed. Ariel, Barcelona. 1984.
 
12 Ver “Introducción” de este mismo trabajo.
 
13 Eagleton señala como origen del ejemplo el libro The theory of literary criticism, de John M. Ellis: “John M. Ellis sostiene que el término ´literatura´ funciona en forma muy parecida al término hierbajo. Los hierbajos no pertenecen a un tipo especial de planta; son plantas que por una u otra razón estorban al jardinero” (Eagleton, 1998: 9-10).
 
14 En la anécdota que incluye en su ensayo, Kundera recomienda a un amigo la lectura de Gombrowiks. El amigo acepta el consejo, pero, azarosamente, elige un título menor del escritor polaco, que ni el mismísimo polaco incluye en los comentarios que hace de su propia obra, “Una novela popular que en su juventud había publicado, con pseudónimo, por entregas en un periódico polaco antes de la guerra”, explica Kundera. Entonces, ante la decepción que manifiesta el amigo por esa lectura, Kundera le insiste: “¡Tienes que leer Ferdydurke! ¡O pornografía!”, pero ya no hay caso. La respuesta del amigo es tan real como lacónica: “Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardado para tu autor” (Kundera, 2005: 121).
 
15 Al respecto (y parafraseando a Pfeifer) Sullá recuerda que “los filólogos alejandrinos utilizaron el término para designar la lista de obras escogidas por su excelencia en el uso de la lengua y por ello consideradas modélicas, es decir, dignas de imitación”, (1998: 19).
 
16 Las palabras de Bloom son: “Una antigua prueba para saber si una obra es canónica sigue vigente: a menos que exija una relectura, no podemos calificarla de tal”.

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