Imagen: Hamid
“¿Piensa que es casualidad si, angustiado por problemas vitales, tiene usted de pronto entre las manos el libro adecuado, justo en el momento adecuado, lo abre justo por la página adecuada y encuentra exactamente la respuesta adecuada?”
Michael Ende
Si dejo la mente en blanco tratando de visualizar un “libro imprescindible” pasan muchos títulos por mi cabeza, desde favoritos personales como el 2666 de Bolaño o Los amores difíciles de Italo Calvino hasta obras maestras indiscutibles como El Aleph de Borges, Crimen y castigo de Dostoyevsky, Solaris de Lem o casi cualquier cuento de Chéjov. Una selección demasiado amplia: elegir un libro de esta lista sería como pescar a ciegas en el barril del canon literario (concepto con el que nunca me he sentido cómodo, por cierto: incluso el de Harold Bloom no deja de ser un intento de elevar preferencias personales a categoría de decreto ley). Se me ocurrió entonces pensar en un libro que tenga el poder de transformar al lector, de convertirle en mejor persona, de darle exactamente lo que necesita si lo lee en el momento adecuado. Con estos parámetros, me vino instantáneamente a la cabeza La historia interminable de Michael Ende, un magnífico libro que se encuentra con dos hándicaps a la hora de ser tomado en serio: es una novela fantástica dirigida fundamentalmente a un público infantil/juvenil (aunque aguante perfectamente una relectura en la edad adulta), y existen adaptaciones cinematográficas nefastas que no han sabido captar el espíritu del original.
A Ende siempre le sorprendió que la buena literatura infantil no pudiera ser considerada gran literatura, como si su exigencia de sencillez formal (que no simplicidad) la convirtiera per se en un género menor. Y sin embargo, un buen libro infantil/juvenil con suficiente profundidad temática y grandes dosis de imaginación logra no sólo fascinar al lector, sino moldear su visión del mundo de forma irreversible. La historia interminable, junto a otras maravillas como El misterio de la isla de Tökland de Joan Manuel Gisbert, grabó en mi mente la pasión casi obsesiva por la lectura, el gusto por la sorpresa y la impredecibilidad, el vértigo hacia el infinito y, sobre todo, la voluntad de explorar el universo mágico de símbolos y arquetipos que se oculta superpuesto sobre nuestro mundo material, una idea que supo explorar años más tarde Alan Moore en Promethea (no creo ser el único que ha encontrado similitudes entre la Fantasia de Ende y la Inmateria de Moore). La Historia Interminable juega con esa dualidad mediante una impresión en dos colores: al menos en sus ediciones mínimamente decentes, el libro está impreso en tinta roja cuando la historia tiene lugar en nuestro mundo, y en verde cuando transcurre en Fantasia, el mundo sin fronteras en que nace toda imaginación.
Bastián Baltasar Bux, el protagonista en el mundo real, es un niño gordo, triste y retraído, huérfano de madre y con un padre ausente. Al refugiarse en una librería de anticuario, roba en un súbito impulso un libro llamado La Historia Interminable y hace novillos para leerlo con calma. Refugiado en el desván de su colegio, pasa horas y horas absorbido por las aventuras de Atreyu, el héroe del libro… Y empieza a notar que lo real y lo fantástico se complementan cada vez más. La narración salta de la tinta roja a la verde estableciendo un lazo entre Atreyu y Bastián: cuando uno de ellos se asusta, el otro también; cuando uno tiene hambre, el otro busca comida. Esta interacción llega a su punto máximo cuando, hacia la mitad del libro, Bastián es completamente absorbido por Fantasia.
¿Qué mejor metáfora de que lo que ocurre en los libros influye en la vida real… y viceversa? Lo que se extrae de la literatura afecta a tu propio ser: todo lo que necesito saber lo aprendí leyendo El Péndulo de Foucault. Y lo que ocurre en la vida real acaba dando forma al interior de todos los libros, como sabe cualquiera que haya intentado escribir y se encuentre sembrando inadvertidamente el texto de pedazos de sí mismo. La sensación de que los libros son un objeto vivo y un portal a otros mundos me acompaña ya para siempre y me hace ver con cariño las historias en que personajes de ficción interactúan con el mundo real, como en Niebla de Unamuno o La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen.
La mala literatura infantil se esfuerza en ser “educativa” y dejar caer moralejas sobre grandes temas como el racismo o la guerra, casi siempre con la sutileza de un Panzer. En cambio, las obras de Ende huyen del maniqueísmo y la pontificación barata. En sus propias palabras: “El impulso verdadero que me mueve mientras escribo es el placer del juego, libre y espontáneo, de la imaginación. (…) El juego, si sigue siendo juego de verdad, no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral”. Frente a la tendencia calvinista de rechazar el juego como una distracción poco importante, Ende reivindica el juego imaginativo como la mejor manera no tanto de enfrentarse al mundo como de aprender a amarlo y sentir el impulso natural de protegerlo. Dice Ende: “¿De qué sirve toda la argumentación crítico-social contra el envenenamiento y destrucción de la naturaleza si, en el fondo, el árbol como tal ya no nos dice nada?”. La piel verde de Atreyu (detalle ausente, por cierto, de la película) no es utilizada para discursear contra el racismo, sino que es incluida en un contexto en que las diferencias étnicas y raciales no son motivo de discriminación.
Ende se aleja de los tópicos tolkienianos, uno de los motivos por los que su obra se diferencia claramente de los mil imitadores de Tolkien que plagan el mundo de la fantasía. La primera mitad de La Historia Interminable no narra una batalla arquetípica entre el Bien y el Mal, sino una mucho más impactante y turbadora: la lucha entre el Ser y la Nada, entre la existencia y la inexistencia, entre la vida y algo mucho peor que la muerte.
El mejor ejemplo de esta amoralidad relativa es ÁURYN, el medallón de la Emperatriz Infantil, un símbolo formado por dos serpientes, una blanca y una negra, que se muerden las colas manteniendo un delicado equilibrio entre realidad y fantasía. Una fusión del ourobouros serpentino tradicional, el signo del yin y el yang y un inesperado toque de Aleister Crowley en la inscripción de su reverso: HAZ LO QUE QUIERAS (estúpidamente convertida en “Haz lo que sueñes” en la película). Cuando Bastián entra en Fantasia y se convierte en un apuesto y poderoso príncipe hindú, se da cuenta de que ÁURYN puede concederle todos sus deseos y hacer realidad cada detalle de su imaginación. Sin embargo, cada deseo tiene un precio altísimo y puede provocar efectos diferentes a los esperados… Y así, poco a poco, Bastián va convirtiéndose en prisionero de Fantasia (de su propia fantasía y orgullo, en realidad), hasta correr el riesgo de perder su propia identidad. El crowleyano HAZ LO QUE QUIERAS se transforma gradualmente de “haz lo que te apetezca en cada momento” en “haz lo que realmente desees y afronta las consecuencias, buenas y malas”, un aprendizaje duro y doloroso tanto para Bastián como para cualquier lector con algo de sangre en las venas.
Cada capítulo empieza por una letra del alfabeto, ilustrada magníficamente por la alemana Roswitha Quadflieg. Y es en las últimas letras/capítulos, de la V a la Z, donde la fuerza de la narración de Ende se vuelve a la vez terrible e inolvidable, con el desesperado intento de Bastián por volver a su propio mundo. Un capítulo en particular, el W o La ciudad de los antiguos emperadores, consigue aún aterrarme en cada relectura: en él Ende juega muy borgianamente con la futilidad del orgullo, el terror del infinito y el pánico por la eternidad. Es mi capítulo preferido junto con el Y o La mina de las imágenes, en que Ende muestra de un modo muy inteligente la auténtica naturaleza de Fantasia y cómo puede servir de nexo entre personas muy diferentes.
A lo largo del libro, Ende crea situaciones y escenarios de una belleza hipnótica y extraña: la luminosa selva nocturna de Perelín, la Torre de Marfil, el bosque de columnas del oráculo Uyulala, la ciudad de plata de Amarganz edificada sobre un lago de lágrimas…. No es descabellado ver en estas creaciones la influencia de su padre, Edgar Ende, un pintor surrealista que le inoculó el virus de la imaginación y que Michael tuvo siempre como espejo y referente. Esta búsqueda constante de la belleza es un regalo de Ende a sus lectores, especialmente a los críos: “estoy convencido de que un libro infantil, debido justamente a la porquería, al desamor y la fealdad que se vierte sobre los niños por dondequiera que se mire, ha de ofrecer a sus lectores algo que consideren hermoso y que puedan amar”.
Y terminaré esta entusiasta recomendación con otro aspecto fascinante de La Historia Interminable: muy apropiadamente, no contiene una sola historia sino muchas, un número enorme de líneas argumentales paralelas, anzuelos y potenciales spin-offs que dejan al lector con ganas de completar los huecos dando rienda suelta a su propia creatividad. Pero, como diría Ende, esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Una vez comentado el libro, me queda por elegir una película… Por supuesto, no va a ser la adaptación al cine de La Historia Interminable. Sé que tiene muchos fans y de hecho hay en ella algunos momentos salvables y buenos efectos especiales, pero el conjunto es una tontería, el final produce vergüenza ajena y se cometen traiciones graves al espíritu original. Michael Ende firmó imprudentemente un contrato autorizando la producción de la película sin haber visto siquiera un guión, pero al irse enterando después de los detalles quedó horrorizado y puso un pleito contra los productores, intentando parar el rodaje o al menos que quitaran su nombre del engendro. Perdió. En este curioso vídeo se ve a Ende bastante ácido respecto a una película que describe como una orgía kitsch: “más que un mundo fantástico parece un club nocturno: sólo faltan una bola de discoteca y un grupo de música en el interior de la Torre de Marfil para que la impresión sea perfecta. Todo lo que debería haber sido mágico y misterioso se convierte en plano y banal. La Torre de Marfil se muestra como una especie de torre de televisión con tres antenas, a saber por qué; las esfinges, vergonzosamente, se convierten en un par de strippers tetudas en el desierto“. No hay mucho más que añadir aparte de indicar que el director fue Wolfgang Petersen, el mismo tipo que años más tarde filmaría Troya, realizando con el texto de la Ilíada el equivalente cinematográfico de apalearlo con una barra de hierro en un callejón oscuro. En fin.
Imaginemos en cambio a una niña japonesa de diez años explorando libremente su Fantasia particular, adaptada a su cultura y mitología, y viviendo una experiencia tan transformadora para su propia vida como la de Bastián en La Historia Interminable. Efectivamente, estoy pensando en Sen to Chihiro no Kamikakushi, es decir en El viaje de Chihiro de Hayao Miyazaki, una absoluta maravilla de principio a fin que ganó el Oso de Oro de Berlín, el Oscar a la mejor película animada y, lo más importante, mi premio particular a “la película que mejor consigue ser nostálgica y tierna sin resultar hortera o ñoña”. Hace tiempo que el cine dio el paso de considerar los méritos de una película independientemente de su género, algo que, como hemos visto en el caso de Ende, aún es una asignatura pendiente en literatura. Y no abundan las películas que puedan fascinar a los niños y hacer que a adultos encallecidos como yo les salte una inesperada lagrimilla.
El shōjo manga (es decir, el cómic japonés dirigido a chicas adolescentes) se centra a menudo en romances y enamoramientos. Pero antes de que nos lea alguien de la RAE y empeore aún más su ya nefasta definición de manga, diré que Miyazaki quiso precisamente huir de estos estereotipos y crear una heroína infantil con otro tipo de espíritu y preocupaciones, haciéndole vivir una evolución personal. En sus propias palabras: “La heroína que creé es una chica normal con quien el público puede empatizar. La suya no es una historia en que los personajes crezcan, sino una en que sacan a la superficie algo que ya estaba anteriormente en su interior”. Chihiro no pierde la inocencia, se encuentra por fin a sí misma.
Hay varias afinidades con La Historia Interminable: tanto Chihiro como Bastián tienen serios problemas de comunicación con sus padres; el mundo mágico e imaginativo en que aterrizan ambos es bellísimo pero peligroso, ya que es fácil perderse en él para siempre; aparece un dragón blanco como aliado y amigo; ambos pierden el propio nombre y, con él, la posibilidad de volver a su vida anterior… Otro punto en común con la narrativa de Ende es la ausencia de moralejas explícitas: en El viaje de Chihiro se referencian de forma indirecta temas como la avaricia por el dinero o la contaminación/destrucción de la naturaleza, pero de un modo más sutil e integrado en la narración que en otras películas de Miyazaki como La princesa Mononoke (que también me gusta pero no resulta ni mucho menos tan redonda).
En el centro del mundo fantástico creado por Miyazaki hay un onsen palaciego, es decir, una casa de baños abierta únicamente para los kami, espíritus y dioses del sintoísmo japonés. No debe ser fácil ser un dios tradicional nipón en el mundo moderno: qué menos que proporcionarles un lugar en que renovarse y descansar… Para cualquier aficionado a la mitología japonesa es un buen juego tratar de reconocer alguno de esos kamis en su reinterpretación cinematográfica: las estatuas de piedra warabe jizo que protegen a niños y viajeros, el kami del hogar en forma de pesado y simpático rábano blanco, un Dios del Río encarnado en una máscara de anciano del teatro noh, la kitsune o mensajera de los dioses reconvertida en Rin, la asistenta que acoge a Chihiro en los baños… Uno de los mejores personajes no tiene traducción directa en la mitología: es Sin Cara, un fantasma triste y perpetuamente hambriento que busca completarse desesperadamente aunque sea absorbiendo y consumiendo a otros.
Una escena melancólica e inolvidable resume toda la película. Es una de mis secuencias favoritas de toda la historia del cine, y sin embargo es muy sencilla, breve y aparentemente inofensiva. En ella Chihiro, Sin Cara y dos acompañantes suben a un tren que circulará por un espectral paisaje acuático mientras suena una bellísima melodía al piano de Joe Hisaishi. El resto de pasajeros son fantasmas insustanciales, absortos en sus propios pensamientos y ausentes a todo lo que les rodea. Bajan y suben en las estaciones con pasos lentos y pesados, dirigiéndose con un aire de inevitabilidad hacia la otra vida o la cotidianeidad más absoluta, quién sabe. Es una escena rica en símbolos e interpretaciones, de las que hablan directamente al hemisferio derecho del cerebro sin que las palabras ayuden especialmente a explicarlas. Otras películas de Miyazaki juegan con esa multiplicidad de lecturas, y en algunos casos, como en la falsamente ingenua Mi vecino Totoro, haciendo correr ríos de tinta…
Pero esa es otra historia, y será contada en otra ocasión.
0 comments:
Publicar un comentario