28.7.18

El espejo en el espejo de Michael Ende

Texto: Rafael Martín en El placer de la lectura


Unos años después de su gran éxito, ‘La historia interminable’, Michael Ende publicó una colección de textos de fuerte ambientación onírica acompañados por grabados de su padre, Edgard Ende, uno de los principales exponentes del surrealismo alemán. En la atractiva portada de esta nueva edición de ‘El espejo en el espejo’, destaca una de sus obras como sugerente adelanto de un contenido en el que la alegoría, con el inquietante decorado de las pesadillas, es el vehículo elegido por el autor para volver a confrontar el mundo de la fantasía con el de la realidad, y mejor ilustrar los comportamientos que pueden lastrar nuestra vida anclándola a una existencia prosaica.

Para ello, los personajes de estos textos se presentan atrapados en situaciones angustiosas por culpa de ciertos hábitos e inclinaciones, como la obediencia ciega, el conformismo, la codicia, el deseo de triunfo, la ambición de poder, o la excluyente confianza en el pensamiento científico. Así, encontraremos a un joven alado encerrado en una ciudad-laberinto de la que no podrá escapar por cumplir obstinadamente la orden de no visitar a su amada: el acceso a lo prohibido como condición para alcanzar una existencia superior. El joven estudiante del siguiente relato espera, sin salir del edificio, la prórroga del alquiler de su buhardilla, pero mientras desarrolla sus inoperantes fórmulas sin recibir respuesta, los propietarios han quedado paralizados y cubiertos de telarañas alrededor de una mesa. El bombero del siguiente fragmento no puede abandonar una isla flotante de cuya estación ni salen ni entran trenes; mientras, una ingente multitud que también aguarda, no para de acumular fajos de billetes, material de construcción de una inconcebible catedral amenazada por la ubicua presencia de velas encendidas.

Toda la parafernalia surrealista al servicio de un despliegue imaginativo que también emplea Ende al presentar, como reflejos especulares uno de otro, los mundos material y espiritual. Dos territorios entre los que se pueden tender puentes, como el que construyen, en uno de los textos, los individuos de un lado, en la confianza de que, desde el otro, perdido en la niebla, se haga la parte correspondiente que propicie el encuentro deseado; y eso a pesar de que todas las convenciones aseguran la inexistencia de esa otra parte, aun sabiendo que se producen intercambios entre ambas. Incluso ‘el otro lado’ puede hacernos señas que no logramos interpretar, como en el caso del patinador que se desplaza invertido por el cielo, cuyo rastro deja un mensaje indescifrable que acaba por desaparecer bajo la indiferencia de los que miran.

También puede ocurrir que se nos ofrezca la posibilidad del salto a esa otra realidad, ya sea en forma de caballo blanco que corre paralelo al tren que nos lleva a toda velocidad, o al despertar a un joven guía de aquellos parajes, como en el caso de los individuos que esperan, protegidos por sus paraguas, en los pupitres de un aula en la que no cesa de llover.

Son treinta fragmentos construidos con el siempre eficaz material de los sueños, sobre todo si la catarsis es uno de los efectos perseguidos. Además, Ende quiere presentarlos como un conjunto concatenado, no dando título a los textos y, sobre todo, estableciendo nexos entre ellos mediante elementos que se repiten en relatos consecutivos, como la habitación celeste de la amada del joven Ícaro, transformada en la buhardilla celeste del estudiante; o el negro manto de un texto que se convierte en negro telón en el siguiente y en negra cortina uno más allá.

La idea del autor es, en realidad, dar un sentido circular al texto, haciendo aparecer de nuevo, hacia el final, la polvorienta mesa y las fórmulas del estudiante, o convocando, para cerrar el libro, a una milenaria Ariadna y un joven Teseo en busca del Minotauro del primer fragmento. Un objetivo, el de la circularidad, reforzado con la inclusión de bucles y paradojas recurrentes, y por la presencia de un elemento que nos sugiere la idea del eterno retorno nietzscheano: la puerta ante la que conversan aquellos personajes del mito, aislada en la inmensidad de una llanura nevada, y que comunica los dos reinos, es similar a la que encuentra Zaratustra en su deambular separando los senderos del tiempo pasado y futuro.

Por ahí se despliega la vena mística de un autor obsesivamente empeñado en devaluar el pensamiento racional ante los valores, innegables por otra parte, de la imaginación. Una peligrosa maniobra que puede servir para franquear el paso a todo tipo de fraudes. Salvo que se comprenda que, aquella puerta, no es más que la vía de acceso hacia nosotros mismos, al laberinto de nuestro profundo interior, y que la oscuridad que nos acecha es la que provoca la terrible y mortal pérdida de los anhelos y la esperanza.

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