Texto: Rafael Martín en El placer de la lectura
Imagen: Barbara Sobczynska
Unos años después de su gran éxito, ‘La
historia interminable’, Michael Ende publicó una colección de textos de
fuerte ambientación onírica acompañados por grabados de su padre, Edgard
Ende, uno de los principales exponentes del surrealismo alemán. En la
atractiva portada de esta nueva edición de ‘El espejo en el espejo’,
destaca una de sus obras como sugerente adelanto de un contenido en el
que la alegoría, con el inquietante decorado de las pesadillas, es el
vehículo elegido por el autor para volver a confrontar el mundo de la
fantasía con el de la realidad, y mejor ilustrar los comportamientos que
pueden lastrar nuestra vida anclándola a una existencia prosaica.
Para ello, los personajes de estos
textos se presentan atrapados en situaciones angustiosas por culpa de
ciertos hábitos e inclinaciones, como la obediencia ciega, el
conformismo, la codicia, el deseo de triunfo, la ambición de poder, o la
excluyente confianza en el pensamiento científico. Así, encontraremos a
un joven alado encerrado en una ciudad-laberinto de la que no podrá
escapar por cumplir obstinadamente la orden de no visitar a su amada: el
acceso a lo prohibido como condición para alcanzar una existencia
superior. El joven estudiante del siguiente relato espera, sin salir del
edificio, la prórroga del alquiler de su buhardilla, pero mientras
desarrolla sus inoperantes fórmulas sin recibir respuesta, los
propietarios han quedado paralizados y cubiertos de telarañas alrededor
de una mesa. El bombero del siguiente fragmento no puede abandonar una
isla flotante de cuya estación ni salen ni entran trenes; mientras, una
ingente multitud que también aguarda, no para de acumular fajos de
billetes, material de construcción de una inconcebible catedral
amenazada por la ubicua presencia de velas encendidas.
Toda la parafernalia surrealista al
servicio de un despliegue imaginativo que también emplea Ende al
presentar, como reflejos especulares uno de otro, los mundos material y
espiritual. Dos territorios entre los que se pueden tender puentes, como
el que construyen, en uno de los textos, los individuos de un lado, en
la confianza de que, desde el otro, perdido en la niebla, se haga la
parte correspondiente que propicie el encuentro deseado; y eso a pesar
de que todas las convenciones aseguran la inexistencia de esa otra
parte, aun sabiendo que se producen intercambios entre ambas. Incluso
‘el otro lado’ puede hacernos señas que no logramos interpretar, como en
el caso del patinador que se desplaza invertido por el cielo, cuyo
rastro deja un mensaje indescifrable que acaba por desaparecer bajo la
indiferencia de los que miran.
También puede ocurrir que se nos ofrezca
la posibilidad del salto a esa otra realidad, ya sea en forma de
caballo blanco que corre paralelo al tren que nos lleva a toda
velocidad, o al despertar a un joven guía de aquellos parajes, como en
el caso de los individuos que esperan, protegidos por sus paraguas, en
los pupitres de un aula en la que no cesa de llover.
Son treinta fragmentos construidos con
el siempre eficaz material de los sueños, sobre todo si la catarsis es
uno de los efectos perseguidos. Además, Ende quiere presentarlos como un
conjunto concatenado, no dando título a los textos y, sobre todo,
estableciendo nexos entre ellos mediante elementos que se repiten en
relatos consecutivos, como la habitación celeste de la amada del joven
Ícaro, transformada en la buhardilla celeste del estudiante; o el negro
manto de un texto que se convierte en negro telón en el siguiente y en
negra cortina uno más allá.
La idea del autor es, en realidad, dar
un sentido circular al texto, haciendo aparecer de nuevo, hacia el
final, la polvorienta mesa y las fórmulas del estudiante, o convocando,
para cerrar el libro, a una milenaria Ariadna y un joven Teseo en busca
del Minotauro del primer fragmento. Un objetivo, el de la circularidad,
reforzado con la inclusión de bucles y paradojas recurrentes, y por la
presencia de un elemento que nos sugiere la idea del eterno retorno
nietzscheano: la puerta ante la que conversan aquellos personajes del
mito, aislada en la inmensidad de una llanura nevada, y que comunica los
dos reinos, es similar a la que encuentra Zaratustra en su deambular
separando los senderos del tiempo pasado y futuro.
Por ahí se despliega la vena mística de
un autor obsesivamente empeñado en devaluar el pensamiento racional ante
los valores, innegables por otra parte, de la imaginación. Una
peligrosa maniobra que puede servir para franquear el paso a todo tipo
de fraudes. Salvo que se comprenda que, aquella puerta, no es más que la
vía de acceso hacia nosotros mismos, al laberinto de nuestro profundo
interior, y que la oscuridad que nos acecha es la que provoca la
terrible y mortal pérdida de los anhelos y la esperanza.