Texto: Alejandro Gamero en La piedra de Sísifo
Imagen: Matt T Boardman
Momo, como ocurre con otros libros como El principito o Platero y yo ─y por supuesto La historia interminable─, ha sido generalmente clasificado de forma errónea como libro para niños. No es que estos libros no puedan leerlos niños, naturalmente, pero un adulto puede descubrir matices que permanecen ocultos o que son meramente intuidos por un lector que se acaba de iniciar en tan placentero hábito. En el caso de Platero y yo el goce es sobre todo formal, diríase sibarítico; en cambio, Momo o de El principito, a los que se puede acceder a través de traducciones, tienen la enjundia en el contenido, nada envidiable al de los libros reconocidos y establecidos para un público adulto. Y yo, que en esto de la literatura infantil y juvenil opino lo mismo que C. S. Lewis, considero que a niños y a jóvenes ─bien preparados, porque son otros los tiempos de Lewis─ no se les puede dar gato por liebre con una literatura prefabricada con el único objeto de vender. Al fin y al cabo, los temas que aparecen en ambos libros, el tiempo y la amistad, son constantes que han preocupado a hombres de todas las edades, aunque cierto es que observados bajo el prisma peculiar de la infancia.
Una de las características, quizá la única y principal, que Lewis ─y perdonen mi insistencia─ entresaca de la literatura juvenil es la presencia del niño o del adolescente como protagonista de la historia. Se podría decir que este rasgo es común a la mala y a la buena literatura para jóvenes, aunque intuyo que por diferentes motivos: en la primera se busca una mera identificación entre el personaje y el lector; en la segunda es mucho más complejo, porque este hecho determina la cosmovisión de la obra. Por ejemplo, en el caso de Momo, que la protagonista tenga entre ocho y doce años ─con esa acertada ambigüedad temporal tan apropiada para el tema─ no es anecdótico, sino que condiciona de forma decisiva el tratamiento que se ofrece del tiempo, que no podría haber sido el mismo en caso contrario.
El personaje de Momo aparece rodeado de misterio y de incertidumbres. Lo único que se conoce de su pasado es que pasó un tiempo en un hospicio, donde, según cuenta «Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y me fui». Aunque no se ofrece más información sobre el personaje, se sabe inmediatamente que ha tenido un pasado difícil, un pasado que sin embargo no ha conseguido moldear una personalidad apabullante. Gracias a su afabilidad, su empatía y su capacidad para escuchar y aconsejar Momo consigue ganarse rápidamente el afecto incondicional de los habitantes de la ciudad, y en especial de dos de ellos, Beppo Barrendero y Gigi Cicerone. Estos dos personajes, cuyos nombres remiten a la costumbre de Plauto de bautizar a los personajes con sobrenombres relacionados con alguna de sus cualidades, se prefiguran rápidamente como arquetipos y ayudan a descubrir el relato alegórico que se oculta tras la historia. Beppo simboliza la vez, la calma, la introversión, el realismo, el saber escuchar; Gigi, en cambio, la juventud, la impetuosidad, la extroversión, la imaginación, la verbosidad sin límites. Ambos acompañarán de forma inseparable a Momo en su aventura, aportando puntos de vista opuestos en cada situación y concepciones distintas del tiempo. Si bien Gigi en un primer momento se muestra como el más valiente y decidido, finalmente se revela como fácilmente manipulable y es Beppo el que se mantiene firme a sus creencias hasta el final.
El conflicto comienza cuando el señor Fusi, el barbero, se comienza a plantear su existencia en términos demasiado trágicos para tratarse simplemente de un libro para niños: «¡Toda mi vida es un error! […] ¿Qué se ha hecho de mí? Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta […] Pero mi trabajo no me deja tiempo para ello. Porque para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre. Pero yo seguiré toda mi vida preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón». A partir de ese momento entran en escena los hombres grisesque se alimentan del tiempo como los vampiros de la sangre, con su falacia de malgastarlo y de ahorrarlo. Tal vez parezca una niñería por la forma simbólica de la historia, pero el pensamiento de que el tiempo vivido es tiempo perdido y en muchos casos malgastado o de que dormir, comer o trabajar supone una pérdida de tiempo es demasiado habitual entre los adultos. La pregunta sobre qué es ahorrar tiempo y qué es malgastarlo es constante a lo largo de todo el libro. Todos los personajes, excepto Momo y Beppo, acaban obsesionándose con ahorrar el tiempo, entregando sus vidas por completo a esta obsesión, de forma que paradójicamente, y por la intervención de los hombres grises, cuanto más tiempo ahorran menos poseen: «Pero el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón. Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía».
El relato se descubre completamente simbólico cuando interviene la tortuga Casiopea─curioso animal con la capacidad de predecir el futuro─, que guía a Momo en un viaje iniciático al lugar de donde viene el tiempo, en donde conoce al Maestro Hora, el encargado de guardar y repartir el tiempo de los hombres. Ende utiliza dos elementos reiterativos a lo largo del arte para simbolizar el tiempo individual de cada persona: la flor que nace y muere bajo el péndulo. No voy a detenerme en las relaciones constantes que se han hecho entre la rosa y la fugacidad de la vida en la historia de la literatura, pero tampoco quiero dejar de señalar el uso simbólico que se hace de la flor en La historia interminable con el loto de la Emperatriz Infantil y en El principito con su rosa. Momo tiene el privilegio de contemplar el tiempo de su propia existencia, una experiencia que cambiará para siempre su vida y hará que sea consciente ─más aún─ de la importancia del tiempo.
Y precisamente esta conciencia basada en la importancia del tiempo es lo que Momo defiende: «Quien iba al trabajo tenía tiempo para admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para dedicarse extensamente a sus enfermos. Los trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Todos podían dedicar a cualquier cosa el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a haberlo en cantidad». El concepto temporal que se ensalza en Momo es el de un tiempo que ha de ser vivido como cada uno considere adecuado, sin arrepentimientos ni retractaciones, un tiempo para las pequeñas cosas, para dormir, para viajar, para trabajar, para disfrutar ─y sufrir, aunque no se diga─, para estar con los seres queridos y para estar a solas con uno mismo, porque lo que cuenta en definitiva es ser conscientes de cada instante y del conjunto de instantes que es la vida, que no está sino para ser vivida sin agobios ni presiones.
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