Texto: Joel Franz Rosell en Proyecto Cultural Sur
Imagen: Giuseppe Severino
La llama
¿Será la literatura infantil un género literario como lo son la poesía, la novela, el cuento o el ensayo? ¿Acaso libros tan diversos como Struwelpeter, de Hoffmann-Donner; Cuentos de Mamá Oca, de Perrault; La Edad de Oro, de José Martí; Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain; el poemario En aquellos tiempos, de Rabindranath Tagore, o los libros sin texto de Mitsumasa Anno permiten sintetizar un modelo estructural que sirva como “criterio de clasificación y agrupación de textos (atendiendo a las semejanzas de construcción, temática y modalidad de discurso literario) y como marco de referencia y expectativas para escritores y público”? ¿Habrá en libros tan o más variados aún que los citados, pertenecientes a tradiciones nacionales y épocas de las más diversas, algo específico y único, insustituible e intrínseco, sin lo cual, por otra parte, la literatura universal quedaría incompleta y no sería la misma?
Lo cierto es que suele aplicarse muy a la ligera el impreciso concepto de literatura infantil. Para empezar, lo más frecuente es que se cometa la grosera amalgama de homologar la generalidad que constituyen los libros infantiles (literarios, de aprendizaje, lúdicos, de divulgación…) con la literatura infantil, que es sólo una parte de ellos; quizás numéricamente menor, pero definitoria y más prestigiosa.
Aun dentro de la literatura infantil propiamente dicha, la de ficción, ¿hemos de limitarnos a la mayoritaria narrativa? Difícil sería desconocer paradigmáticas obras de teatro como la primera versión de Peter Pan o Jojo el saltimbanqui, de Michael Ende; documentales de la singularidad de El viaje de Nils Holgersson a través de Suecia o El mundo de Sofía; tebeos excepcionales como Little Nemo y algunas de Las aventuras de Tintín; libros ilustrados como los de Harlin Quist o Maurice Sendak, y poemarios como los ofrecidos por Kornei Chukovski o María Elena Walsh (para darnos las antípodas); sin mencionar cartas, diarios, memorias y otras formas menos frecuentadas. En todo esto hay tanta semejanza como entre los calcetines, los bistecs y los detergentes que ocupan estanterías vecinas en un supermercado.
Si yo utilizara términos rigurosamente científicos, me limitaría a definir la literatura infantil con una categoría ahora tan en boga como campo o con un término interesante, pero descartado por coincidir con una noción editorial, como es el de serie literaria.
Toda obra maestra de literatura infantil es el resultado de un descubrimiento, de una invención, de una revelación, de un compromiso del espíritu del autor –inevitablemente un adulto– con las esencias y posibilidades de lo humano que se revelan a través de los niños.
La literatura infantil ha debido luchar a lo largo de su historia, de poco más de tres siglos, contra la instrumentalización, contra su utilización como medio de educación, de armonización social, de trasmisión de una concepción del mundo.
La batalla es más encarnizada puesto que la literatura infantil también se revela como parábola de la complejidad del hombre, que no se forma sin deformarse, que evoluciona continuamente y desbarata todo intento de modelización o simplificación de lo humano.
La llamada literatura infantil, como género literario postaristotélico, carecería de forma fija, asemejándose a un plasma que se adaptara a las motivaciones emocionales y estéticas del autor, a las características de la historia que se desea contar y a una determinada –y probablemente subjetiva– noción de infancia. Asuma la forma del verso o la del diálogo, de la narración con palabras o con dibujos, lo que el autor de niños se saca del alma o de las tripas se parecerá a la mayoría de los “productos editoriales” (¡cuánto libro-kleenex se publica, recórcholis, y a sabiendas!) tanto como la auténtica poesía se parece a una rima de ocasión, o una novela a la narrativa rosa destinada a la alienación de amas de casa que, consecuentemente, se pone a la venta en los hipermercados.
El papel del niño en la literatura infantil no es el de simple destinatario. Ellos (denominémoslos en toda su pluralidad) son el trozo de cristal polifacético, fotosensible y fecundo a través del cual el creador enfoca cuanto le rodea, le rellena… o le falta.
Los niños son la arcilla orgánica y el molde conque y donde las palabras se amasan y crepitan para contar la (su) historia, y le regalan al autor ese tiempo enrarecido que abriga y propicia el estado de trance que es el de la creación (por eso se parece tanto al que viven los niños cuando juegan en pretérito imperfecto: “Yo era el bueno y hacía así…”)
La leña
Pero si la literatura infantil es, como la poesía, un método de interpretación de la realidad y el sueño, en idéntica medida resulta una forma incomparable de acción por vía de la palabra.
Cada día nos asestan nuevos estudios acerca de la representación (de la familia, de la mujer, de los oficios, de las diferencias culturales o de la tercera edad) en los libros para chicos. Son estudios que se realizan sin la menor consideración por las motivaciones estricta e íntimamente personales de los autores, por sus ambiciones estéticas, por su sistema simbólico o por la coherencia interna del universo creado –con palabras que no son intercambiables y con tropos irreprimibles y a veces irrepetibles– por un autor dado, en una circunstancia dada y con unos objetivos no siempre tan dados.
Nadie osa someter a semejante clase de análisis a la literatura para adultos, pero pocos titubean en cometerlos a expensas de la literatura infantil; como si ésta última estuviera abocada al realismo, a la reproducción fiel o programáticamente ideológica de la realidad.
Son demasiados los que parecen incapaces de comprender que si en un libro para niños aparece una familia encabezada por una mujer (pongamos Las brujas o La isla del tesoro), no hay en ello más que una motivación autobiográfica de Road Dahl, o el deseo de Stevenson de complacer al niño particular para el que construía un relato que aún no era literatura (escritura polisémica destinada a hacerse pública). No se les ocurre que los libros del ejemplo puedan ser un testimonio impremeditado de una época en que la mortalidad masculina (por culpa de guerras y oficios peligrosos) era elevada; sólo verán la defensa de un modelo familiar que estiman revolucionario, haciendo una inescrupulosa traspolación de sus propias afiliaciones (y luego hablan de lo “políticamente correcto” como una exótica extravagancia norteamericana).
Es lamentable que en tanta comunicación, congreso o tesis doctoral sólo excepcionalmente se hable del autor, de la particular relación entre el sujeto y su obra, de la imbricación dialéctica entre el creador y los cánones de su época (a los cuales todo escritor se somete o desafía). ¡Qué raramente se tiene en cuenta que la literatura infantil es ante todo creación estética y que las motivaciones del escritor puedan ser otras que didácticas, ejemplarizantes o ilustrativas de la realidad!
Lo infantil es el elemento que modifica, como todo buen adjetivo calificativo, un sector de la literatura (lo substantivo, lo esencial), caracterizándola y haciéndola apta a la lectura de niños y/o adolescentes. Pero lo infantil proporciona a la obra una melodía y un timbre sui géneris, capaces de sonar de una manera especial, y no hay escritor que no viva atento a la música de las palabras y a la creación de un estilo.
Los rasgos que hacen específica a la literatura infantil para el consumo de un lector (determinado por su edad intelectual o afectiva), configuran este género único (por su abordaje y expresión de temas, tramas, ideas, acciones, personajes, ambientes, atmósfera) desde la perspectiva singular que tiene el niño del mundo real e imaginario.
Es en este último sentido que los libros para niños aportan a la literatura universal algo que de otro modo le faltaría, algo que explica por qué muchos adultos pueden apaciguar, alimentar, reconstruir o solazar su espíritu en una obra para chicos. Y ese algo es lo que, precisamente, confirma la fatal necesidad de existencia de la literatura infantil.
Son rasgos del niño la experiencia escasa, la maleabilidad de conceptos, la permeabilidad de límites entre realidad y fantasía, y entre presente, pasado y futuro, la ignorancia de las reglas de la gramática, la etimología o la redacción, y la falta de prejuicios, desconfianzas y suspicacias. Todo esto hace del chico no sólo el destinatario ideal para un tipo de obras en que todas las libertades están permitidas, sino una fuente de recursos todavía insuficientemente explorados y explotados para la expresión artística de esos adultos híbridos que somos los autores de libros infantiles.
Lo infantil en la literatura así definida está, insisto, no solamente en el lector, en ese conjunto de rasgos suyos que el autor debe identificar y manejar con soltura. Lo infantil es sobre todo una determinada sensibilidad –característica, pero no exclusiva del niño– que tendrá que ser realmente compartida por el escritor si quiere que su obra no sea un elemental acto de trasmisión de cultura y experiencia, una burda adaptación del discurso literario, sino la colaboración sincera y vinculante de su espíritu con aquellos que mejor capacitados están para comprenderle.
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