Imagen: Edgar Ende
Jugar a la literatura
Con el tiempo un lector va aprendiendo, se va dando cuenta de cosas que alguna vez supo pero que, extrañamente, fue olvidando. Es cierto, las raíces del tiempo descansan en el olvido. Perao es verdad también que el recuerdo es posible, y que el recuerdo (ese “volver a pasar por el corazón”) es otra forma misteriosa de mantenerse en juego con la vida.
La literatura infantil y juvenil son tal vez, para todo lector, el inicio; la piedra fundacional de su vocación más profunda
Recuerdo con particular cariño los Cuentos de los hermanos Grimm, por ejemplo. El signo que desencadenó una vida y una pasión que sólo va a encontrar un fin cuando el tiempo y el olvido hagan en mi sus estragos de rutina. Definitivos y mortales.
Revisitar la literatura de los primeros años tiene efectos y consecuencias importantes. Hay detalles que la experiencia de un niño o de un adolescente pasan por alto. Sólo viene uno a darse cuenta de esas cosas mucho más tarde, cuando las perspectivas son otras y los campos conceptuales y de referencia han cambiado sustancialmente.
Laberinto y transversalidad
Me ha sucedido con Michael Ende, por ejemplo. Y supongo que esa relación de cambio se manifiesta plenamente entre el señor Koreander y Bastián Baltasar Bux, dos de los protagonistas de La historia interminable.
Ya fui Bastián (la lectura inocente) y ahora, con unos cuantos años de más, me sienta bien el papel del señor Koreander. El adulto que ya ha visto mucho y que a veces parece que ha vivido ya de sobra. ¿Quién no va a vivir de más inmerso en los libros? Nosotros, lectores de otras vidas; nosotros, los múltiples.
Pero no es La historia interminable el relato que nos llama la atención esta vez. Se trata aquí de una faceta un poco más oscura (la madurez descuadra la luz de los primeros años; la curte, por así decirlo) de Michael Ende.
El espejo en el espejo es la literatura transversal de la que hablamos. No se trata aquí de una simple recopilación de cuentos cortos. Una antología para jovencitos. Y no es en vano tampoco el adjetivo transversal. Desde el inicio, uno se siente interpelado. Ya hace parte de la historia desde las primeras líneas.
Y vagamente recuerda uno al Asterión de Borges, o al minotauro de Los reyes (de Cortázar). Kafka también predispuso la figura del animal-hombre atormentado por una construcción irregular e interminable en el relato La madriguera (en español ha sido traducido igualmente como La construcción, La guarida o La obra).
Los sueños y la fantasía
Así, la función de todo laberinto es la pérdida, la confusión de todas las direcciones. También pierde uno su identidad. Algo que se recuerda vagamente de otros momentos. El espejo en el espejo (ya su mismo título predispone el laberinto) es una construcción mucho más compleja; muchísimo más difícil. El laberinto aquí no es un algo. No es un edificio de piedras, aljibes que se llenaron de arena o encrucijadas. El espejo en el espejo es un laberinto de sueños.
¿Quién era uno antes de despertar? o la vieja pregunta (la hermosa pregunta) ¿soñamos o somos soñados? Lo que va de un lado a otro, de una dirección a otra. Lo que no tiene norte fijo y puede ser, en suma, todas las cosas o ninguna. Literatura en la que nos desplazamos o somos desplazados de nuestro centro. Literatura que nos invita al juego de ser otros.
El espejo en el espejo es un juego donde lo que se pierde es lo que sobra de uno, el equipaje de más con el que uno se va cargando inútilmente. Perderse en este laberinto es ya en sí mismo una liberación. No somos (la cita original dice pensamos) sino hacia el medio; en ese punto en el que ya no somos lo que éramos, pero tampoco estamos siendo lo que seremos (como decía Deleuze).
Jugar: una de esas cosas que uno va olvidando con el paso de los años. Jugar a ser otro y olvidar por un momento que uno le toca ser uno (el amargado, el insufrible, el acosado de la cotidiano).
Jugar a enamorarse de un texto por sus ilustraciones. Otra de esas cosas que todo lector maduro va olvidando.
Y es que El espejo en el espejo viene acompañado además por unos cuadros hermosos e inquietantes (producto de la imaginación y el pincel del padre del autor, Edgar Ende) que de alguna manera referencian un mundo inalcanzable para nosotros, aunque siempre deseado.
Vale el regocijo acercarse a estos relatos. Decirse adiós por un rato y redimensionar (una vez más) nuestras empolvadas nociones del juego. Visitar de nuevo, ya con otros ojos, eso que alguna vez entendimos como literatura fantástica. Esos relatos para “jovencitos”.
Con el tiempo un lector va aprendiendo, se va dando cuenta de cosas que alguna vez supo pero que, extrañamente, fue olvidando. Es cierto, las raíces del tiempo descansan en el olvido. Perao es verdad también que el recuerdo es posible, y que el recuerdo (ese “volver a pasar por el corazón”) es otra forma misteriosa de mantenerse en juego con la vida.
La literatura infantil y juvenil son tal vez, para todo lector, el inicio; la piedra fundacional de su vocación más profunda
Recuerdo con particular cariño los Cuentos de los hermanos Grimm, por ejemplo. El signo que desencadenó una vida y una pasión que sólo va a encontrar un fin cuando el tiempo y el olvido hagan en mi sus estragos de rutina. Definitivos y mortales.
Revisitar la literatura de los primeros años tiene efectos y consecuencias importantes. Hay detalles que la experiencia de un niño o de un adolescente pasan por alto. Sólo viene uno a darse cuenta de esas cosas mucho más tarde, cuando las perspectivas son otras y los campos conceptuales y de referencia han cambiado sustancialmente.
Laberinto y transversalidad
Me ha sucedido con Michael Ende, por ejemplo. Y supongo que esa relación de cambio se manifiesta plenamente entre el señor Koreander y Bastián Baltasar Bux, dos de los protagonistas de La historia interminable.
Ya fui Bastián (la lectura inocente) y ahora, con unos cuantos años de más, me sienta bien el papel del señor Koreander. El adulto que ya ha visto mucho y que a veces parece que ha vivido ya de sobra. ¿Quién no va a vivir de más inmerso en los libros? Nosotros, lectores de otras vidas; nosotros, los múltiples.
Pero no es La historia interminable el relato que nos llama la atención esta vez. Se trata aquí de una faceta un poco más oscura (la madurez descuadra la luz de los primeros años; la curte, por así decirlo) de Michael Ende.
El espejo en el espejo es la literatura transversal de la que hablamos. No se trata aquí de una simple recopilación de cuentos cortos. Una antología para jovencitos. Y no es en vano tampoco el adjetivo transversal. Desde el inicio, uno se siente interpelado. Ya hace parte de la historia desde las primeras líneas.
Y vagamente recuerda uno al Asterión de Borges, o al minotauro de Los reyes (de Cortázar). Kafka también predispuso la figura del animal-hombre atormentado por una construcción irregular e interminable en el relato La madriguera (en español ha sido traducido igualmente como La construcción, La guarida o La obra).
Los sueños y la fantasía
Así, la función de todo laberinto es la pérdida, la confusión de todas las direcciones. También pierde uno su identidad. Algo que se recuerda vagamente de otros momentos. El espejo en el espejo (ya su mismo título predispone el laberinto) es una construcción mucho más compleja; muchísimo más difícil. El laberinto aquí no es un algo. No es un edificio de piedras, aljibes que se llenaron de arena o encrucijadas. El espejo en el espejo es un laberinto de sueños.
¿Quién era uno antes de despertar? o la vieja pregunta (la hermosa pregunta) ¿soñamos o somos soñados? Lo que va de un lado a otro, de una dirección a otra. Lo que no tiene norte fijo y puede ser, en suma, todas las cosas o ninguna. Literatura en la que nos desplazamos o somos desplazados de nuestro centro. Literatura que nos invita al juego de ser otros.
El espejo en el espejo es un juego donde lo que se pierde es lo que sobra de uno, el equipaje de más con el que uno se va cargando inútilmente. Perderse en este laberinto es ya en sí mismo una liberación. No somos (la cita original dice pensamos) sino hacia el medio; en ese punto en el que ya no somos lo que éramos, pero tampoco estamos siendo lo que seremos (como decía Deleuze).
Jugar: una de esas cosas que uno va olvidando con el paso de los años. Jugar a ser otro y olvidar por un momento que uno le toca ser uno (el amargado, el insufrible, el acosado de la cotidiano).
Jugar a enamorarse de un texto por sus ilustraciones. Otra de esas cosas que todo lector maduro va olvidando.
Y es que El espejo en el espejo viene acompañado además por unos cuadros hermosos e inquietantes (producto de la imaginación y el pincel del padre del autor, Edgar Ende) que de alguna manera referencian un mundo inalcanzable para nosotros, aunque siempre deseado.
Vale el regocijo acercarse a estos relatos. Decirse adiós por un rato y redimensionar (una vez más) nuestras empolvadas nociones del juego. Visitar de nuevo, ya con otros ojos, eso que alguna vez entendimos como literatura fantástica. Esos relatos para “jovencitos”.
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