Texto: Ernesto Pérez Morán en Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil
Imagen: Die Unendliche Geschichte, 1984
Al cumplirse veinticinco años de la publicación de La historia interminable, nos acercamos a las distintas versiones cinematográficas que se han hecho hasta ahora de la novela de Michael Ende. Una aproximación que, como la obra literaria misma, abrirá más caminos de los que pueda dejar cerrados y no pretende acotar los distintos temas dentro de unos límites estrictos, dado que el reino de fantasía tampoco los tiene.
Hace un cuarto de siglo, Michael Ende escribió una obra que, con la perspectiva del tiempo se ha convertido en un clásico de la literatura fantástica. Cuenta la peripecia del joven Bastián, que roba un ejemplar de La historia interminable de la librería del señor Koreander y se refugia en el desván del colegio para leerla, adentrándose así en el mundo de Fantasia. Allí conocerá a los singulares personajes que lo pueblan y acabará entrando físicamente en el relato y salvando de la destrucción a ese universo imaginario, al darle un nombre a la Emperatriz Infantil. Tras correr mil aventuras y pedir otros tantos deseos, Bastián regresará finalmente al mundo real, del que se había evadido por medio de la lectura, como sostiene básicamente el propio libro.
Claro que, al resumir así su argumento, se hace un flaco favor a la obra de Ende, porque La historia interminable es mucho más que una hábil acumulación de anécdotas divertidas. Habrá que empezar aludiendo a la impresión material del texto en dos colores, tal como lo conocimos en España –en otra esplendida traducción de Miguel Sáenz- a través de la cuidadosa edición de Alfaguara: tinta rosa para los párrafos que se refieren al mundo real y verde para los pertenecientes al de Fantasia. Comienzan así un apasionado canto a la lectura y una defensa del mundo de los sueños frente a la realidad cotidiana, matizados y enriquecidos una y otra por innumerables sugerencias paralelas: la posibilidad de que el lector modifique la obra valiéndose de sus propias experiencias y recuerdos: el tema clásico del doble, personificado en este caso por Bastián y Atreyu; la capacidad del ser humano para contar historias, y también para olvidarlas; las relaciones entre ficción y realidad; la importancia del pasado sobre los actos futuros… Éstos y otros aspectos jalonan una novela sobre la que se han elaborado múltiples interpretaciones. La existencia de un discurso político de fondo, o de una determinada dimensión teológica en el texto, por ejemplo, han dado pie a numerosos y acalorados debates. Aquí nos interesa más, sin embargo, la relación que puede haber entre la historia que se cuenta y el sujeto que asiste a ella. Porque la idea de un relato que cambia según el lector que lo asimila, y que además se basa en la fantasía de éste –el hecho de que Bastián conozca el pasado del reino de los fantasios sólo puede explicarse si Fantasia es, en realidad, su propia imaginación-, enlaza a la perfección los dos campos que son objeto de nuestro análisis: el cine y la literatura.
Uno de los mayores méritos de la novela consiste precisamente en introducir ese denso entramado intelectual en una narración tan bien construida como apasionante y fácilmente comprensible para lectores de todas las edades. Un texto que permite una doble aproximación, y que funciona como ese espejo del Oráculo del Sur que atraviesa el protagonista: en plena idea con una de sus ideas motrices, la obra cambiará dependiendo de quién la lea, además de enfrentar a cada lector con sus propios miedos. Tal vez por eso, algunos sesudos críticos, aislados, afortunadamente, han mostrado siempre cierta indiferencia hacia este relato, que consigue explicar determinados temas –como la tan posmoderna tendencia a jugar con los límites entre la realidad y la ficción, por ejemplo- de una forma mucho más brillante que bastantes estudios teóricos. Y, además, divirtiendo.
Veinte años son muchos años
Un lustro después de la publicación original, cuando la novela llevaba vendidos cuatro millones de ejemplares y había sido traducida a veintisiete idiomas, unos avispados productores alemanes decidieron sacar partido que aquel éxito. Y lo hicieron poniendo veintisiete millones de dólares sobre la mesa –tantos como traducciones, precisamente- e intentando imitar al pie de la letra el modo de producción hollywoodense. Para ello contrataron a Wolfgang Petersen, director entonces muy valorado, como autor de la aclamada El submarino (1981), y que hoy es más conocido por alardes tecnológicos tan espectaculares como vacuos: La tormenta perfecta (2000) Troya (2004). La música de Giorgio Moroder –con una pegadiza melodía cantada en inglés, pensando en el mercado internacional-, la colaboración del propio Michael Ende en el guión y un despliegue de medios inusual para un film europeo, debían hacer el resto.
La película empieza cuando un Bastián apolíneo, interpretado por el delgadísimo Barret Oliver –en abierto contraste con el protagonista “realmente gordo” de la novela- despierta una mañana, después de haber soñado con su madre muerta. Tras una conversación bastante sensiblera con su padre, el joven es perseguido por tres chicos de su colegio, que lo obligan a meterse en un contenedor de basura. Ese incidente servirá de excusa para justificar la entrada de Bastián en la librería del señor Koreander, aunque es un recurso innecesario, que sólo se explica cómo guiño a las convenciones del cine comercial, igual que ocurre con el goteo de situaciones sentimentaloides que salpican el desarrollo del film. Menos mal que, desde el momento en que el protagonista se refugia en el desván, la película remonta el vuelo, alcanzando momentos de notable brillantez narrativa: para sugerir que Fantasia es en realidad la imaginación del propio Bastián, cuando aparece Atreyu el cazador vemos cómo aquél mira sorprendido su mochila, en la que se puede distinguir una pegatina de un cazador de búfalos.
Sin embargo, más allá de éste y otros hallazgos –las transiciones entre los dos mundos son probablemente lo mejor del film-, de una narración algo académica pero que nunca se hace pesada, y de un final que llega sólo hasta la mitad del argumento de la novela, la verdad es que La historia interminable ha resistido mal el paso del tiempo, quedando inevitablemente anticuada en muchos aspectos. Las críticas del momento, por ejemplo, subrayaban admirativamente su despliegue de efectos especiales. Y hoy para unos espectadores acostumbrados a las más avanzadas veleidades digitales, Fújur se parece más a un perro de trapo que a un dragón de la suerte, por ejemplo; los temibles ojos de Gmork dan más risa que miedo; los paisajes supuestamente inabarcables de Fantasia –algunos de ellos, por cierto, rodados en Almería y Huelva- resultan artificiosos, mientras que otros tienen toda la vetusta apariencia del cartón-piedra; y los vuelos de Bastián a lomos de Fújur “cantan” más que esas efigies pechugonas rodeadas por un insufrible efecto “flou”.
El propio Michael Ende, después de intervenir en la elaboración del guion, y de obtener por ello una considerable cantidad de dinero, pidió que se retirara su nombre de los títulos de crédito, ya que, en su opinión, la película resultante era un “gigantesco melodrama comercial hecho de cursilería, peluche y plástico…”
Con todo, y a pesar de sus defectos y de la tajante descalificación del escritor, se puede decir que esta primera versión de La historia interminable, firmada por Wolfgang Petersen, fue bastante digna, no sólo en comparación con la mayoría de las adaptaciones de textos de similar categoría, sino de modo muy especial si se contemplan las dos “continuaciones” que iban a aparecer después.
Cómo se destroza un texto literario
La primera de esas “secuelas” –y no en el sentido de “segunda parte” con que suele utilizarse incorrectamente este término, sino en su acepción literal de “trastorno o lesión que queda como consecuencia de una enfermedad”- fue dirigida en 1990, con el título de La historia interminable II. El siguiente capítulo por George Miller, a quien no debe confundirse con su homónimo, también de origen australiano, autor de la trilogía Mad Max, Las brujas de Eastwick (1987), El aceite de la vida (1993), o la más reciente Babe, el cerdito en la ciudad (1998).
El siguiente capítulo arranca con una serie de cabriolas narrativas que pretenden salvar el problema que supone continuar una historia que había quedado cerrada en la película anterior y recuperar el hilo de la novela, cuando Bastián emprende su viaje por Fantasia.
En el texto, al joven le es concedida la facultad de pedir todo lo que desee a cambio de sus recuerdos, lo que le irá alejando cada vez más de ese “dulce porvenir” que es en el fondo el mundo real. La novela desarrolla este tema de forma progresiva, sin explicar desde un principio lo que ocurre y permitiendo así que el lector lo descubra poco a poco. En el film, los guionistas se inventan una máquina, parecida a los dispensadores de caramelos de los años cincuenta, donde van cayendo unas bolitas que son los recuerdos de Bastián.
Debieron de pensar que semejante prodigio de sutileza requería una explicación, y decidieron que la bruja Xayide –que ha dejado de ser el personaje intrigante y misterioso que era en el original para convertirse en una muñeca plastificada con mirada y diálogos de actriz porno- lo mostrara con claridad a unos espectadores a quienes los productores suelen considerar completamente tontos. Si a ese invento se le añade un tipo disfrazado de gallina, el resultado es delirante. Pero no acaban ahí los despropósitos-. Una estética ”pop” sacada de los videoclips de la cadena especializada MTV, un guion deslavazado que no deja lugar para la sugerencia, la desafortunada invención del “vacío” como fenómeno amenazante análogo a la “nada” de la novela, y la inclusión de personajes como el hijo del Comerrocas, nada menos, completan un cuadro atroz.
De mal en peor
Y cuando podíamos pensar que la pesadilla cinematográfica había terminado para los protagonistas del universo ideado por Ende, tropezamos con una nueva versión, en este caso basada sólo en los personajes y no en el argumento de la novela. Se titula Las aventuras de Bastián (La historia interminable III) y la dirigió en 1994 Peter Macdonald, que ya había mostrado cumplidamente su sensibilidad en lindezas como Rambo III (1988). Esta vez Bastián tiene una hermanastra que toca la guitarra cual cantautora, una simpática madrastra y un nuevo año escolar por delante. En su primer día de colegio, vuelve a ser perseguido por una pandilla llamada Los Bestias, que capitanea el temible ¿actor? Jack Black (Escuela de Rock, 2003), y tiene que refugiarse en la biblioteca de la escuela, donde naturalmente –maravillas del guion- trabaja en la actualidad el señor Koreander… antes de que lleguen sus perseguidores, Bastián consigue introducirse, literalmente, en el volumen de La historia interminable, volviendo así a Fantasia, donde reencuentra a antiguos compañeros. Entre ellos, un muy cambiado Comerrocas, su hijo y –otro hallazgo- su mujer, para que la familia esté completa. Por si faltaba algo, y ya en plan sexista, la amante esposa lleva unos rulos de piedra y friega el suelo del hogar con primor, mientras los dos hombres de la casa suben a una moto –que no bicicleta- y se marchan a correr aventuras al ritmo de la canción Born to be wild. Tras esta sucesión de disparates, Los Bestias llegan a la biblioteca, toman el libro y se dedican a cometer, no se sabe muy bien cómo, todo tipo de desmanes en el reino de Fantasia, con lo que se cierra un bucle conceptual de inusitada profundidad: ahora la amenaza no es “la nada” ni “el vacío”, sino “lo bestial” … Triste desenlace, hasta el momento para la peripecia cinematográfica de La historia interminable.
Doblemente triste, la verdad, porque, sarcasmos al margen, la poderosa creación literaria de Michael Ende merecía sin duda un mejor trato en la pantalla, y porque, en unos tiempos en los que la fascinación por los ordenadores hace que muchos directores olviden lo que es hacer cine para plegarse a los dictados comerciales de un sistema que pretende adormecer al espectador a base de fogonazos sin sentido, para que piense lo menos posible –sin caer en la cuenta, por ejemplo, de que los dueños de la industria del cine son también los de la informática-, se hace más necesario que nunca recuperar el tipo de aventuras cargadas de significado que propone Ende. Porque los ordenadores, que bien utilizados pueden devolver al cine, bajo unas nuevas formas, mucho de la magia que parece haber perdido, necesitan de cineastas con cerebro y de historias verdaderamente fantásticas. Y si son interminables, mucho mejor. Por eso sería deseable que alguien se atreviera a realizar, con los medios técnicos de que se dispone hoy, la versión “definitiva” de una novela que figura ya, por derecho propio, en un lugar destacado de la imaginación colectiva. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Imagen: Die Unendliche Geschichte, 1984
Al cumplirse veinticinco años de la publicación de La historia interminable, nos acercamos a las distintas versiones cinematográficas que se han hecho hasta ahora de la novela de Michael Ende. Una aproximación que, como la obra literaria misma, abrirá más caminos de los que pueda dejar cerrados y no pretende acotar los distintos temas dentro de unos límites estrictos, dado que el reino de fantasía tampoco los tiene.
Hace un cuarto de siglo, Michael Ende escribió una obra que, con la perspectiva del tiempo se ha convertido en un clásico de la literatura fantástica. Cuenta la peripecia del joven Bastián, que roba un ejemplar de La historia interminable de la librería del señor Koreander y se refugia en el desván del colegio para leerla, adentrándose así en el mundo de Fantasia. Allí conocerá a los singulares personajes que lo pueblan y acabará entrando físicamente en el relato y salvando de la destrucción a ese universo imaginario, al darle un nombre a la Emperatriz Infantil. Tras correr mil aventuras y pedir otros tantos deseos, Bastián regresará finalmente al mundo real, del que se había evadido por medio de la lectura, como sostiene básicamente el propio libro.
Claro que, al resumir así su argumento, se hace un flaco favor a la obra de Ende, porque La historia interminable es mucho más que una hábil acumulación de anécdotas divertidas. Habrá que empezar aludiendo a la impresión material del texto en dos colores, tal como lo conocimos en España –en otra esplendida traducción de Miguel Sáenz- a través de la cuidadosa edición de Alfaguara: tinta rosa para los párrafos que se refieren al mundo real y verde para los pertenecientes al de Fantasia. Comienzan así un apasionado canto a la lectura y una defensa del mundo de los sueños frente a la realidad cotidiana, matizados y enriquecidos una y otra por innumerables sugerencias paralelas: la posibilidad de que el lector modifique la obra valiéndose de sus propias experiencias y recuerdos: el tema clásico del doble, personificado en este caso por Bastián y Atreyu; la capacidad del ser humano para contar historias, y también para olvidarlas; las relaciones entre ficción y realidad; la importancia del pasado sobre los actos futuros… Éstos y otros aspectos jalonan una novela sobre la que se han elaborado múltiples interpretaciones. La existencia de un discurso político de fondo, o de una determinada dimensión teológica en el texto, por ejemplo, han dado pie a numerosos y acalorados debates. Aquí nos interesa más, sin embargo, la relación que puede haber entre la historia que se cuenta y el sujeto que asiste a ella. Porque la idea de un relato que cambia según el lector que lo asimila, y que además se basa en la fantasía de éste –el hecho de que Bastián conozca el pasado del reino de los fantasios sólo puede explicarse si Fantasia es, en realidad, su propia imaginación-, enlaza a la perfección los dos campos que son objeto de nuestro análisis: el cine y la literatura.
Uno de los mayores méritos de la novela consiste precisamente en introducir ese denso entramado intelectual en una narración tan bien construida como apasionante y fácilmente comprensible para lectores de todas las edades. Un texto que permite una doble aproximación, y que funciona como ese espejo del Oráculo del Sur que atraviesa el protagonista: en plena idea con una de sus ideas motrices, la obra cambiará dependiendo de quién la lea, además de enfrentar a cada lector con sus propios miedos. Tal vez por eso, algunos sesudos críticos, aislados, afortunadamente, han mostrado siempre cierta indiferencia hacia este relato, que consigue explicar determinados temas –como la tan posmoderna tendencia a jugar con los límites entre la realidad y la ficción, por ejemplo- de una forma mucho más brillante que bastantes estudios teóricos. Y, además, divirtiendo.
Veinte años son muchos años
Un lustro después de la publicación original, cuando la novela llevaba vendidos cuatro millones de ejemplares y había sido traducida a veintisiete idiomas, unos avispados productores alemanes decidieron sacar partido que aquel éxito. Y lo hicieron poniendo veintisiete millones de dólares sobre la mesa –tantos como traducciones, precisamente- e intentando imitar al pie de la letra el modo de producción hollywoodense. Para ello contrataron a Wolfgang Petersen, director entonces muy valorado, como autor de la aclamada El submarino (1981), y que hoy es más conocido por alardes tecnológicos tan espectaculares como vacuos: La tormenta perfecta (2000) Troya (2004). La música de Giorgio Moroder –con una pegadiza melodía cantada en inglés, pensando en el mercado internacional-, la colaboración del propio Michael Ende en el guión y un despliegue de medios inusual para un film europeo, debían hacer el resto.
La película empieza cuando un Bastián apolíneo, interpretado por el delgadísimo Barret Oliver –en abierto contraste con el protagonista “realmente gordo” de la novela- despierta una mañana, después de haber soñado con su madre muerta. Tras una conversación bastante sensiblera con su padre, el joven es perseguido por tres chicos de su colegio, que lo obligan a meterse en un contenedor de basura. Ese incidente servirá de excusa para justificar la entrada de Bastián en la librería del señor Koreander, aunque es un recurso innecesario, que sólo se explica cómo guiño a las convenciones del cine comercial, igual que ocurre con el goteo de situaciones sentimentaloides que salpican el desarrollo del film. Menos mal que, desde el momento en que el protagonista se refugia en el desván, la película remonta el vuelo, alcanzando momentos de notable brillantez narrativa: para sugerir que Fantasia es en realidad la imaginación del propio Bastián, cuando aparece Atreyu el cazador vemos cómo aquél mira sorprendido su mochila, en la que se puede distinguir una pegatina de un cazador de búfalos.
Sin embargo, más allá de éste y otros hallazgos –las transiciones entre los dos mundos son probablemente lo mejor del film-, de una narración algo académica pero que nunca se hace pesada, y de un final que llega sólo hasta la mitad del argumento de la novela, la verdad es que La historia interminable ha resistido mal el paso del tiempo, quedando inevitablemente anticuada en muchos aspectos. Las críticas del momento, por ejemplo, subrayaban admirativamente su despliegue de efectos especiales. Y hoy para unos espectadores acostumbrados a las más avanzadas veleidades digitales, Fújur se parece más a un perro de trapo que a un dragón de la suerte, por ejemplo; los temibles ojos de Gmork dan más risa que miedo; los paisajes supuestamente inabarcables de Fantasia –algunos de ellos, por cierto, rodados en Almería y Huelva- resultan artificiosos, mientras que otros tienen toda la vetusta apariencia del cartón-piedra; y los vuelos de Bastián a lomos de Fújur “cantan” más que esas efigies pechugonas rodeadas por un insufrible efecto “flou”.
El propio Michael Ende, después de intervenir en la elaboración del guion, y de obtener por ello una considerable cantidad de dinero, pidió que se retirara su nombre de los títulos de crédito, ya que, en su opinión, la película resultante era un “gigantesco melodrama comercial hecho de cursilería, peluche y plástico…”
Con todo, y a pesar de sus defectos y de la tajante descalificación del escritor, se puede decir que esta primera versión de La historia interminable, firmada por Wolfgang Petersen, fue bastante digna, no sólo en comparación con la mayoría de las adaptaciones de textos de similar categoría, sino de modo muy especial si se contemplan las dos “continuaciones” que iban a aparecer después.
Cómo se destroza un texto literario
La primera de esas “secuelas” –y no en el sentido de “segunda parte” con que suele utilizarse incorrectamente este término, sino en su acepción literal de “trastorno o lesión que queda como consecuencia de una enfermedad”- fue dirigida en 1990, con el título de La historia interminable II. El siguiente capítulo por George Miller, a quien no debe confundirse con su homónimo, también de origen australiano, autor de la trilogía Mad Max, Las brujas de Eastwick (1987), El aceite de la vida (1993), o la más reciente Babe, el cerdito en la ciudad (1998).
El siguiente capítulo arranca con una serie de cabriolas narrativas que pretenden salvar el problema que supone continuar una historia que había quedado cerrada en la película anterior y recuperar el hilo de la novela, cuando Bastián emprende su viaje por Fantasia.
En el texto, al joven le es concedida la facultad de pedir todo lo que desee a cambio de sus recuerdos, lo que le irá alejando cada vez más de ese “dulce porvenir” que es en el fondo el mundo real. La novela desarrolla este tema de forma progresiva, sin explicar desde un principio lo que ocurre y permitiendo así que el lector lo descubra poco a poco. En el film, los guionistas se inventan una máquina, parecida a los dispensadores de caramelos de los años cincuenta, donde van cayendo unas bolitas que son los recuerdos de Bastián.
Debieron de pensar que semejante prodigio de sutileza requería una explicación, y decidieron que la bruja Xayide –que ha dejado de ser el personaje intrigante y misterioso que era en el original para convertirse en una muñeca plastificada con mirada y diálogos de actriz porno- lo mostrara con claridad a unos espectadores a quienes los productores suelen considerar completamente tontos. Si a ese invento se le añade un tipo disfrazado de gallina, el resultado es delirante. Pero no acaban ahí los despropósitos-. Una estética ”pop” sacada de los videoclips de la cadena especializada MTV, un guion deslavazado que no deja lugar para la sugerencia, la desafortunada invención del “vacío” como fenómeno amenazante análogo a la “nada” de la novela, y la inclusión de personajes como el hijo del Comerrocas, nada menos, completan un cuadro atroz.
De mal en peor
Y cuando podíamos pensar que la pesadilla cinematográfica había terminado para los protagonistas del universo ideado por Ende, tropezamos con una nueva versión, en este caso basada sólo en los personajes y no en el argumento de la novela. Se titula Las aventuras de Bastián (La historia interminable III) y la dirigió en 1994 Peter Macdonald, que ya había mostrado cumplidamente su sensibilidad en lindezas como Rambo III (1988). Esta vez Bastián tiene una hermanastra que toca la guitarra cual cantautora, una simpática madrastra y un nuevo año escolar por delante. En su primer día de colegio, vuelve a ser perseguido por una pandilla llamada Los Bestias, que capitanea el temible ¿actor? Jack Black (Escuela de Rock, 2003), y tiene que refugiarse en la biblioteca de la escuela, donde naturalmente –maravillas del guion- trabaja en la actualidad el señor Koreander… antes de que lleguen sus perseguidores, Bastián consigue introducirse, literalmente, en el volumen de La historia interminable, volviendo así a Fantasia, donde reencuentra a antiguos compañeros. Entre ellos, un muy cambiado Comerrocas, su hijo y –otro hallazgo- su mujer, para que la familia esté completa. Por si faltaba algo, y ya en plan sexista, la amante esposa lleva unos rulos de piedra y friega el suelo del hogar con primor, mientras los dos hombres de la casa suben a una moto –que no bicicleta- y se marchan a correr aventuras al ritmo de la canción Born to be wild. Tras esta sucesión de disparates, Los Bestias llegan a la biblioteca, toman el libro y se dedican a cometer, no se sabe muy bien cómo, todo tipo de desmanes en el reino de Fantasia, con lo que se cierra un bucle conceptual de inusitada profundidad: ahora la amenaza no es “la nada” ni “el vacío”, sino “lo bestial” … Triste desenlace, hasta el momento para la peripecia cinematográfica de La historia interminable.
Doblemente triste, la verdad, porque, sarcasmos al margen, la poderosa creación literaria de Michael Ende merecía sin duda un mejor trato en la pantalla, y porque, en unos tiempos en los que la fascinación por los ordenadores hace que muchos directores olviden lo que es hacer cine para plegarse a los dictados comerciales de un sistema que pretende adormecer al espectador a base de fogonazos sin sentido, para que piense lo menos posible –sin caer en la cuenta, por ejemplo, de que los dueños de la industria del cine son también los de la informática-, se hace más necesario que nunca recuperar el tipo de aventuras cargadas de significado que propone Ende. Porque los ordenadores, que bien utilizados pueden devolver al cine, bajo unas nuevas formas, mucho de la magia que parece haber perdido, necesitan de cineastas con cerebro y de historias verdaderamente fantásticas. Y si son interminables, mucho mejor. Por eso sería deseable que alguien se atreviera a realizar, con los medios técnicos de que se dispone hoy, la versión “definitiva” de una novela que figura ya, por derecho propio, en un lugar destacado de la imaginación colectiva. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
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