14.10.20

El secreto del hombre-lobo. La historia interminable


Texto: José Castillo Baeza en Este país
Imagen: Kat Connors



Todo se repite eternamente: el día y la noche, el verano y el invierno…, el mundo está vacío y no tiene sentido. Todo se mueve en círculos. Lo que aparece debe desaparecer, y lo que nace debe morir. Todo pasa: el bien y el mal, la estupidez y la sabiduría, la belleza y la fealdad. Todo está vacío. Nada es verdad. Nada es importante.

Se trata de un ser dual, a su manera. Un poco como los centauros, el hombre-lobo también tiene dos naturalezas, aunque nunca están presentes las dos al mismo tiempo. Mientras que el centauro no puede elegir y, en consecuencia, pertenece de lleno al reino de la mitología, el hombre-lobo tiene un pie en la realidad y otro en la ficción, puede ser lobo y puede ser hombre, es un ser de paso capaz de atravesar libremente un territorio y volver al otro: “[…] hay otros mundos. Por ejemplo, el de las criaturas humanas, y hay también seres que no tienen mundo propio. En cambio pueden entrar y salir de muchos mundos. Yo soy de ésos. En el mundo de los hombres paso por hombre, pero no lo soy”, dice Gmork, el personaje de Michael Ende.

Desde hace algún tiempo leo por las noches, con mi hijo de doce años, La historia interminable (1979), del escritor alemán. A pesar de la celebridad del libro, yo nunca antes lo había leído. Mi única referencia al respecto era la vieja película de 1984, de la cual sólo recuerdo muy vagamente algunas escenas. El asunto es que mi hijo había abandonado la lectura porque se encuentra en una edad en la que los libros de literatura infantil ya no le dicen mucho, pero tampoco logran atraparlo los títulos de la llamada literatura juvenil. Supongo que se trata de la edad del hombre-lobo, o la del centauro, no sé bien. Así que para su último cumpleaños encargué la novela de Ende. No se entusiasmó mucho al abrir la envoltura, pero a los pocos días ya estábamos desvelándonos con la misma avidez con la que Bastián Baltasar Bux lee escondido, en el desván de su escuela, un libro con el mismo título que el nuestro, y en el que la Nada avanza devorándose el mundo que recién aparece ante sus ojos. Fantasia (Phantásien en el original en alemán) está dejando de existir.

En cuanto mi hijo comenzó a enterarse del argumento de la novela dijo con genuino interés que quería saber cómo era la Nada. Y entonces recordé la primera vez que yo reparé en ella. Cursaba tercero de secundaria cuando leí El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, y desde aquel momento, de vez en cuando, se me aparece en la cabeza uno de los títulos de un capítulo del libro: “Nada puede surgir de la nada”. La frase, creo, alude a alguno de los primeros filósofos, pero el caso es que El mundo de Sofía, además de ser una especie de libro iniciático (porque fue el primero que me voló la cabeza), fue también la primera novela que me reveló mi existencia, con todas las preguntas que eso conlleva. A Bastián también se le revela la existencia mientras lee en La historia interminable las aventuras que realiza Atreyu y que, a su vez, le revelan la suya.

Nada es una de esas palabras que repelen su contenido semántico; de tan abstracta parece inaprensible. Es como si estuviera revestida con una de esas telas impermeables: el significado se escurre, derrotado, como gotas de agua. Todavía decir ausencia es evocar un sentimiento, una habitación vacía, pero ¿se puede decir la nada? Michael Ende lo consigue. En una reunión en la que los personajes tratan de explicarse qué es lo que sucede con su mundo, encontramos el siguiente diálogo:

[…] —Donde estaba el lago no hay nada… Simplemente nada, ¿comprendéis?

—¿Un agujero? —gruñó el comerrocas.

—No, tampoco un agujero —el fuego fatuo parecía cada vez más desamparado—. Un agujero es algo. Y allí no hay nada. Los otros tres mensajeros intercambiaron miradas.

Es un problema para los personajes de La historia interminable describir lo que sucede, porque la Nada no se parece a nada. Sin embargo, Ende termina encontrando una frase que logra iluminar la palabra sin traicionarla: la Nada es como si uno se quedara ciego al mirar ese lugar.

El caso es que en el libro, la Emperatriz Infantil ha enviado a Atreyu a la Gran Búsqueda, la cual consiste en encontrar una criatura humana para que Phantásien no desaparezca. Atreyu, el cazador, se encontrará con Ygrámul el Múltiple, un monstruo compuesto de miles de insectos azules; Atreyu, el guerrero, volará por encima de los mares en el lomo de un dragón de la suerte, y escuchará a Uyulala, la voz del silencio cuyo “cuerpo es acento y tono”; Atreyu, el soñador, perderá a su querido caballo Ártax en un pantano y escuchará la horrible verdad en boca de una milenaria tortuga gigante que habla consigo misma como si la habitara también otro cuerpo: “Si fueras tan viejo como nosotras sabrías que no hay nada más que tristeza”; Atreyu, el de la piel verde, abrirá las tres puertas mágicas, atravesará la mirada de las esfinges y se enfrentará a un espejo que, al mirarlo, no devuelve el reflejo sino el olvido.

Después de un largo camino, Atreyu llegará a La Ciudad de los Espectros, un lugar lleno de desolación que casi ha sido presa por completo de la Nada, y sólo después de esta última aventura entenderá el sentido de la Gran Búsqueda: el carácter épico de sus aventuras. Su dolor y su desesperación han sido necesarios para atrapar a un lector, le dirá más tarde la Emperatriz Infantil, un lector capaz de salvar Phantásien y que es, al mismo tiempo, mi hijo que lee y que también es atrapado por ambas historias, por ambos mundos y acaso por un tercero: “Sólo mediante una larga historia llena de aventuras, prodigios y peligros podías traer hasta mí a nuestro salvador. Y esa historia fue la tuya”.

La Ciudad de los Espectros le ofrece a Atreyu un panorama desesperanzador. Todas las criaturas han sido devoradas por la Nada, excepto una: Gmork, el hombre-lobo, agoniza encadenado a un muro, no ha comido en mucho tiempo y tiene sarna en la piel. Espera la muerte con parsimonia y no quiere compañía. Un fuego verde enciende su mirada; lo han abandonado y él lo acepta con un rencor que disimula bien. Es entonces que Gmork le revela a Atreyu su condición de ser de paso y, a sabiendas de que la Nada está a punto de devorarlos a los dos, comparte con el visitante su más preciado conocimiento secreto: los seres que son tragados por la Nada no desaparecen por completo, sino que solamente dejan de ser lo que son en Phantásien y pasan a formar parte del mundo de los seres humanos, donde se convierten en mentiras: “Sois como una enfermedad contagiosa que hace ciegos a los hombres […]”. Atreyu, desconcertado, no comprende enseguida. Por un lado, su Gran Búsqueda consiste precisamente en llegar al mundo de los hombres y traer a un ser humano, pero, por otro, el costo de hacer eso es convertirse en una mentira. Agrega Gmork: “En cuanto te llegue el turno de saltar a la Nada, serás también un servidor del poder, desfigurado y sin voluntad. Quién sabe para qué les servirás. Quizá, con tu ayuda, harán que los hombres compren lo que no necesitan, odien lo que no conocen, crean lo que los hace sumisos o duden de lo que podría salvarlos. Con vosotros, pequeños fantasios, se harán grandes negocios en el mundo de los hombres, se declararán guerras, se fundarán imperios mundiales…”.

El hombre-lobo tiene razón: las ficciones mueven al mundo. Todo lo que hacemos responde a una ficción, ya sea el Estado, el dinero o cualquiera de nuestras ideas, ya lo ha dicho Yuval Noah Harari. El mundo simbólico que habitamos pensándolo como real nos acerca muchísimo a las criaturas de Phantásien. Sin embargo, Michael Ende hace una clara distinción entre el valor de las mentiras y el de las ficciones literarias, pues estas últimas son de otra naturaleza justamente porque aceptan ser lo que son, y en esa aceptación nos permiten cuestionar las ficciones que sí quieren hacerse pasar por realidades, como las ideologías. Tal vez por eso mismo es que la Vetusta Morla, la tortuga gigante que habita El Pantano de la Tristeza, le dice a Atreyu con toda la banalidad posible: “Todo se repite eternamente: el día y la noche, el verano y el invierno…, el mundo está vacío y no tiene sentido. Todo se mueve en círculos. Lo que aparece debe desaparecer, y lo que nace debe morir. Todo pasa: el bien y el mal, la estupidez y la sabiduría, la belleza y la fealdad. Todo está vacío. Nada es verdad. Nada es importante”.

El hombre-lobo de Ende no es como Quirón, el centauro-maestro de los héroes griegos que educa en el valor, la música, la fuerza. Tampoco es como el Minotauro de “La casa de Asterión” (el cuento de Borges) que ha sido marginado por su monstruosidad y rumia su soledad como un niño que no entiende cómo funciona el mundo. El hombre-lobo de La historia interminable está lleno de resentimiento porque no cabe en ninguno de los dos territorios que visita. Quizá la adolescencia sea un poco eso. Nos obligan a dejar un lugar pero aún no podemos habitar plenamente el otro (tampoco es que sea muy habitable). Educamos a los adolescentes para que estén segurísimos de sí mismos, para que defiendan sus opiniones y tengan una postura ideológica: los obligamos a definirse, a tomar partido, eliminamos las sanas dudas que los abruman y terminamos convirtiéndolos en tristes adultos muy seguros de sí mismos pero llenos de tristeza. Les enseñamos a formar una familia tradicional, a perseguir el éxito a toda costa, pero, sobre todo, convertimos las ficciones libres que los habitan en las mentiras disfrazadas de verdad, “y nada da un poder mayor sobre los hombres que las mentiras —le dice el hombre-lobo a Atreyu—. Porque esos hombres, hijito, viven de ideas. Y éstas se pueden dirigir. Ese poder es el único que cuenta”. Educamos, pero Phantásien se muere un poco todos los días en esos adolescentes cada vez que les entregamos palabras muertas que opacan la realidad. Dejan de ser hombres, dejan de ser hombres-lobo y se convierten en lobos que únicamente viven para cazar o ser cazados.

Alguna vez alguien me preguntó por qué nunca he escrito un cuento para niños pensando en mi hijo. Aunque tuve algunas ideas nunca lo hice. Quizá leer con él La historia interminable es y no es una despedida de esa niñez que preferí vivir con él en vez de escribirla. Alejandro, mi hijo, se encuentra en el umbral. Es un ser dual, a su manera. Ha entrado a la secundaria pero todavía se va a correr en los recesos, no se siente niño pero todavía lo es (o no), me abraza espontáneamente pero también comienza a aislarse. El otro día que íbamos a salir a comer, vio que yo tenía puesta una camisa del mismo color que la de él y se fue a cambiar. Todavía pide que le lea antes de dormir, aunque comienza a soñar por cuenta propia.

¿A qué mundo pertenece el aullido que ya se adivina en su pecho?




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