Imagen: Michael Ende
Este año, cuando se estrene en las salas de cine Jim Knopf und Lukas der Lokomotivführer (Jim Botón y Lucas el Maquinista), se habrán cumplido 58 años desde que la obra en la que se basa la adaptación cinematográfica apareció en las librerías alemanas. Valga saber que tal hecho viene cargado de un significado especial. Para empezar, la novela en cuestión realmente no se hallaba dirigida a un público infantil ni juvenil y por demás sufrió el rechazo de varias editoriales antes de que una pequeña firma de Stuttgart llamada K. Thienemann se animara a publicarla en el verano de 1960. En resumen, podría afirmarse que hace seis décadas nadie, ni siquiera el vidente más arriesgado, hubiese creído que ese escrito poblado por personajes exóticos y un manojo de veladas críticas al nazismo terminaría convirtiéndose no sólo en un éxito de ventas a nivel internacional, sino también una referencia obligada de la literatura de fantasía del siglo XX.
Pero además Jim Botón y Lucas el Maquinista ocupó un sitio especial en la vida de su autor, Michael Andreas Helmuth Ende (1929, Garmisch-Partenkirchen, Baviera), pues le marcó la entrada al mundo de las letras, un mundo que siempre le atraería más como una herramienta de transmisión de ideas que como una plataforma hacia la fama o el reconocimiento. Se entiende que nada de lo material ejerciese demasiada atracción en Ende, un alemán que, como otros tantos más, atestiguó de primera mano los estragos de la guerra. Siendo apenas un niño su alma fue cruzada por el miedo, la vergüenza y la humillación en el momento en el que la obra artística de su padre, el pintor surrealista Edgar Ende, fue clasificada de degenerada por los infames críticos de arte que servían a la dictadura nazi. Papá Ende continuó su labor a escondidas, pero es probable que nunca más en su vida haya recobrado el sosiego. De hecho en la actualidad se conservan muy pocos lienzos suyos, pues el estudio en el que trabajaba se quemó por completo en 1944 y la llamas se tragaron casi la totalidad de su producción plástica.
A esta suma de desgracias habría que agregar otras inenarrables atrocidades que Ende observaría en primera fila, como lo fueron el bombardeo dirigido por los Aliados sobre Munich cuando tenía doce años o el cruento carrusel de bombas que vio caer sobre la ciudad de Hamburgo en 1943. Indignado ante lo que concibió como el origen de los males de la época, hacia el final de la guerra rechazó la exigencia de que se incorporara a las tropas alemanas, a esas alturas compuestas casi por completo por soldados adolescentes como él, y en cambio se sumó a un grupo de resistencia en Baviera hacia el final de la guerra. Es arriesgado tomarlo como una aseveración, pero es probable que ya entonces, quizá inconscientemente y de manera incipiente, Ende concibiera al arte no sólo como mera forma de expresión, sino como la única posibilidad -al menos la suya- de conservar la cordura, de sobreponerse al horror.
De la actuación a la escritura
Vale la pena mirar las imágenes de Ende que pueden encontrarse en el Internet. Casi todas parecen tomadas en la misma sesión fotográfica, como si de los veinte años de edad hasta los sesenta y cinco que vivió -falleció el 28 de agosto de 1995- su rostro no hubiese sufrido ningún cambio. Parece un joven avejentado o, por el contrario, un hombre mayor al que la vida ha tratado muy bien. Un rostro sin fin, si es que se nos permite remedarlo. En cualquier caso su aspecto, similar al de un misionero jesuita perdido en el corazón de África o al de un Geppetto que arrulla a su Pinocho entre los brazos, inspira confianza y ternura. Ende es de alguna manera el abuelo que nunca fue -moriría sin descendencia- pero que se apropió del sitio categóricamente y además con un alcance universal gracias a sus libros. En definitiva hay algo especial en ese caballero de pelo cenizo y eternos lentes de montura, algo que genera en uno la necesidad de creerle. Frases suyas como: “en cada persona existe un niño eterno, algo indefinido y vulnerable” o “debemos crear entre todos los pueblos del mundo una cultura mundial, empezando en el mundo de los sueños y la imaginación, si no acabaremos en la más completa barbarie” podrían asumirse sin problemas como máximas de vida. De alguna manera no parecen elaboradas por quien fuera considerado el último de los escritores románticos alemanes, sino por alguien que se percibe próximo, cercano, acaso aquel tío que cuando venía a visitarnos nos decía cosas que nos hacían reír o pensar.
Quizá una sensación similar de familiaridad fue la que Ingeborg Hoffmann experimentaría el día en el que se conocieron. Por aquel entonces -inicios de la década de los cincuenta- ambos se dedicaban a la actuación aunque ella, ocho años mayor que él, tenía un recorrido bastante más amplio y reconocido dentro del oficio. Poseedor de una creatividad incombustible, Ende consideró una buena opción el explotarla sobre los tablados de las salas de teatro. Con el tiempo, sin embargo, y quizá gracias a su afición a la lectura de textos de Bertolt Brecht, Kafka y de la poesía de Rainer Maria Rilke y Georg Trakl, reconoció que lo suyo no era actuar dramas teatrales sino crearlos.
Ende comenzó con pequeños encargos, entre ellos la elaboración de una pieza que rememorase los ciento cincuenta años de la muerte de Friedrich Schiller. Hoffmann, entre tanto, se dedicó a la nada sencilla tarea de proporcionarle a su amado -se casarían en 1964 y permanecerían juntos hasta la muerta de ella, en 1989- de los ánimos necesarios para dedicarse a la escritura. Sin embargo, el reconocimiento tardaría aún muchos años en tocar a su puerta. Cual si se tratase de un viaje iniciático, Ende previamente tuvo que descubrir que escribir era una aventura -de la que, por cierto, Hoffmann formaba parte- o, como él mismo afirmaría décadas después, “un viaje del que no se conoce el destino”.
En el camino emprendido por la pareja hubo, por supuesto, cariño, comprensión y solidaridad, pero también penurias y momentos de duda. La situación se había tornado tan complicada que lo primero que Ende hizo luego de recibir el dinero que acompañó el Deutscher Literaturpreis (premio alemán de literatura juvenil) que ganó con Jim Botón y Lucas el Maquinista, fue pagar los siete meses de renta que Ingeborg y él le debían al casero.
Tras la aparición de esta novela, que por cierto se publicó en dos partes, el éxito arribó a las manos del escritor con todos sus beneficios pero también con ciertos elementos indeseables. Gracias a la nueva fortuna monetaria, los Ende tuvieron la posibilidad de mudarse en 1971 a Genzano, un poblado cercano a Roma, específicamente a una casa que decidieron bautizar como Liocorno (el unicornio). El cambio surtiría un efecto positivo, pues fue justo en Italia donde Ende escribiría Momo, en 1971 -en alemán también conocida bajo el peculiar y eterno título: Momo oder Die seltsame Geschicthe von den Zeit-Dieben und vom dem Kind das Menschen die gestohlene Zeit zurückbrachte- y, en 1979, La Historia Interminable (Die Unendliche Geschichte), sin duda sus obras más reconocidas y aclamadas y, junto con las dos partes de Jim Botón, las responsables principales de que a la postre la obra de Ende fuera traducida a más de cuarenta idiomas y alcanzara ventas superiores a los 35 millones de ejemplares.
Pero ni siquiera un logro de tales alcances fue capaz de acallar a los eternos críticos de Ende. Ciertos sectores de la izquierda alemana lo acusaron de fomentar el escapismo con esos mundos imaginarios donde hay monstruos que comen rocas y princesas hermosas que lamentan la pérdida de la fantasía, mientras que otros insistían en que era un autor exclusivamente dirigido al público infantil. Ni unos ni otros entendieron que entre líneas -y ni siquiera de forma tan velada- Ende criticó claramente a las sociedades modernas e industriales que son cada días más esclavas de la tecnología. Asimismo, y como si en el fondo les aterraran las ideas más simples, sus detractores no fueron capaces de comprender que al negar al niño que todos llevamos dentro negamos también un viaje al mundo interior, viaje que podría permitirnos un cambio de conciencia que se antoja cada vez más necesario y vital. Pese a las interminables críticas, Ende nunca dejó de trabajar, por el contrario se entregó una y otra vez a la página en blanco, y cuando no escribía se dedicaba a estudiar la filosofía y el estilo de vida del pueblo nipón. Era tal su admiración por lo japonés -al parecer mutua, pues su figura se ha prestado a varias exposiciones- que no fueron pocos los viajes que Ende hizo a la isla oriental, siempre en compañía de su segunda esposa, Mariko Sato. Y así pasó el tiempo hasta que el cáncer se encargó de demostrarle que, por desgracia, no todas las historias son interminables.
“No creo ser más inteligente o ilustrado que mis lectores”, decía Ende con frecuencia, consciente de que los libros no pueden cambiar al mundo ni él tenía o debía asumir la misión de transmitir un mensaje de tintes mesiánicos. Lejos de eso, se contentaba con construir puentes hacia otro tipo de realidades que él consideraba, de alguna manera, posibles, propias de quien cree en Dios, en las matemáticas y la cábala, en una unidad que es capaz de abarcarlo todo.
Hay que leerlo. Leerlo siempre.
Pero además Jim Botón y Lucas el Maquinista ocupó un sitio especial en la vida de su autor, Michael Andreas Helmuth Ende (1929, Garmisch-Partenkirchen, Baviera), pues le marcó la entrada al mundo de las letras, un mundo que siempre le atraería más como una herramienta de transmisión de ideas que como una plataforma hacia la fama o el reconocimiento. Se entiende que nada de lo material ejerciese demasiada atracción en Ende, un alemán que, como otros tantos más, atestiguó de primera mano los estragos de la guerra. Siendo apenas un niño su alma fue cruzada por el miedo, la vergüenza y la humillación en el momento en el que la obra artística de su padre, el pintor surrealista Edgar Ende, fue clasificada de degenerada por los infames críticos de arte que servían a la dictadura nazi. Papá Ende continuó su labor a escondidas, pero es probable que nunca más en su vida haya recobrado el sosiego. De hecho en la actualidad se conservan muy pocos lienzos suyos, pues el estudio en el que trabajaba se quemó por completo en 1944 y la llamas se tragaron casi la totalidad de su producción plástica.
A esta suma de desgracias habría que agregar otras inenarrables atrocidades que Ende observaría en primera fila, como lo fueron el bombardeo dirigido por los Aliados sobre Munich cuando tenía doce años o el cruento carrusel de bombas que vio caer sobre la ciudad de Hamburgo en 1943. Indignado ante lo que concibió como el origen de los males de la época, hacia el final de la guerra rechazó la exigencia de que se incorporara a las tropas alemanas, a esas alturas compuestas casi por completo por soldados adolescentes como él, y en cambio se sumó a un grupo de resistencia en Baviera hacia el final de la guerra. Es arriesgado tomarlo como una aseveración, pero es probable que ya entonces, quizá inconscientemente y de manera incipiente, Ende concibiera al arte no sólo como mera forma de expresión, sino como la única posibilidad -al menos la suya- de conservar la cordura, de sobreponerse al horror.
De la actuación a la escritura
Vale la pena mirar las imágenes de Ende que pueden encontrarse en el Internet. Casi todas parecen tomadas en la misma sesión fotográfica, como si de los veinte años de edad hasta los sesenta y cinco que vivió -falleció el 28 de agosto de 1995- su rostro no hubiese sufrido ningún cambio. Parece un joven avejentado o, por el contrario, un hombre mayor al que la vida ha tratado muy bien. Un rostro sin fin, si es que se nos permite remedarlo. En cualquier caso su aspecto, similar al de un misionero jesuita perdido en el corazón de África o al de un Geppetto que arrulla a su Pinocho entre los brazos, inspira confianza y ternura. Ende es de alguna manera el abuelo que nunca fue -moriría sin descendencia- pero que se apropió del sitio categóricamente y además con un alcance universal gracias a sus libros. En definitiva hay algo especial en ese caballero de pelo cenizo y eternos lentes de montura, algo que genera en uno la necesidad de creerle. Frases suyas como: “en cada persona existe un niño eterno, algo indefinido y vulnerable” o “debemos crear entre todos los pueblos del mundo una cultura mundial, empezando en el mundo de los sueños y la imaginación, si no acabaremos en la más completa barbarie” podrían asumirse sin problemas como máximas de vida. De alguna manera no parecen elaboradas por quien fuera considerado el último de los escritores románticos alemanes, sino por alguien que se percibe próximo, cercano, acaso aquel tío que cuando venía a visitarnos nos decía cosas que nos hacían reír o pensar.
Quizá una sensación similar de familiaridad fue la que Ingeborg Hoffmann experimentaría el día en el que se conocieron. Por aquel entonces -inicios de la década de los cincuenta- ambos se dedicaban a la actuación aunque ella, ocho años mayor que él, tenía un recorrido bastante más amplio y reconocido dentro del oficio. Poseedor de una creatividad incombustible, Ende consideró una buena opción el explotarla sobre los tablados de las salas de teatro. Con el tiempo, sin embargo, y quizá gracias a su afición a la lectura de textos de Bertolt Brecht, Kafka y de la poesía de Rainer Maria Rilke y Georg Trakl, reconoció que lo suyo no era actuar dramas teatrales sino crearlos.
Ende comenzó con pequeños encargos, entre ellos la elaboración de una pieza que rememorase los ciento cincuenta años de la muerte de Friedrich Schiller. Hoffmann, entre tanto, se dedicó a la nada sencilla tarea de proporcionarle a su amado -se casarían en 1964 y permanecerían juntos hasta la muerta de ella, en 1989- de los ánimos necesarios para dedicarse a la escritura. Sin embargo, el reconocimiento tardaría aún muchos años en tocar a su puerta. Cual si se tratase de un viaje iniciático, Ende previamente tuvo que descubrir que escribir era una aventura -de la que, por cierto, Hoffmann formaba parte- o, como él mismo afirmaría décadas después, “un viaje del que no se conoce el destino”.
En el camino emprendido por la pareja hubo, por supuesto, cariño, comprensión y solidaridad, pero también penurias y momentos de duda. La situación se había tornado tan complicada que lo primero que Ende hizo luego de recibir el dinero que acompañó el Deutscher Literaturpreis (premio alemán de literatura juvenil) que ganó con Jim Botón y Lucas el Maquinista, fue pagar los siete meses de renta que Ingeborg y él le debían al casero.
Tras la aparición de esta novela, que por cierto se publicó en dos partes, el éxito arribó a las manos del escritor con todos sus beneficios pero también con ciertos elementos indeseables. Gracias a la nueva fortuna monetaria, los Ende tuvieron la posibilidad de mudarse en 1971 a Genzano, un poblado cercano a Roma, específicamente a una casa que decidieron bautizar como Liocorno (el unicornio). El cambio surtiría un efecto positivo, pues fue justo en Italia donde Ende escribiría Momo, en 1971 -en alemán también conocida bajo el peculiar y eterno título: Momo oder Die seltsame Geschicthe von den Zeit-Dieben und vom dem Kind das Menschen die gestohlene Zeit zurückbrachte- y, en 1979, La Historia Interminable (Die Unendliche Geschichte), sin duda sus obras más reconocidas y aclamadas y, junto con las dos partes de Jim Botón, las responsables principales de que a la postre la obra de Ende fuera traducida a más de cuarenta idiomas y alcanzara ventas superiores a los 35 millones de ejemplares.
Pero ni siquiera un logro de tales alcances fue capaz de acallar a los eternos críticos de Ende. Ciertos sectores de la izquierda alemana lo acusaron de fomentar el escapismo con esos mundos imaginarios donde hay monstruos que comen rocas y princesas hermosas que lamentan la pérdida de la fantasía, mientras que otros insistían en que era un autor exclusivamente dirigido al público infantil. Ni unos ni otros entendieron que entre líneas -y ni siquiera de forma tan velada- Ende criticó claramente a las sociedades modernas e industriales que son cada días más esclavas de la tecnología. Asimismo, y como si en el fondo les aterraran las ideas más simples, sus detractores no fueron capaces de comprender que al negar al niño que todos llevamos dentro negamos también un viaje al mundo interior, viaje que podría permitirnos un cambio de conciencia que se antoja cada vez más necesario y vital. Pese a las interminables críticas, Ende nunca dejó de trabajar, por el contrario se entregó una y otra vez a la página en blanco, y cuando no escribía se dedicaba a estudiar la filosofía y el estilo de vida del pueblo nipón. Era tal su admiración por lo japonés -al parecer mutua, pues su figura se ha prestado a varias exposiciones- que no fueron pocos los viajes que Ende hizo a la isla oriental, siempre en compañía de su segunda esposa, Mariko Sato. Y así pasó el tiempo hasta que el cáncer se encargó de demostrarle que, por desgracia, no todas las historias son interminables.
“No creo ser más inteligente o ilustrado que mis lectores”, decía Ende con frecuencia, consciente de que los libros no pueden cambiar al mundo ni él tenía o debía asumir la misión de transmitir un mensaje de tintes mesiánicos. Lejos de eso, se contentaba con construir puentes hacia otro tipo de realidades que él consideraba, de alguna manera, posibles, propias de quien cree en Dios, en las matemáticas y la cábala, en una unidad que es capaz de abarcarlo todo.
Hay que leerlo. Leerlo siempre.
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