30.1.18

Momo

Texto: Carmen Teijeiro Gonzalez, traducción de Begoña Llovet Barquero en Revista Babar
Imagen: Anastasia Bezguvoba



Con Jim Botón y Lucas el maquinista da comienzo la travesía literaria de Michael Ende por el sector cultural destinado a los niños. Invoco vagamente su lectura, pero fueron otras dos las novelas que mejores recuerdos instauraron en mí cuando era pequeña: La historia interminable y Momo.

El primero se significa como un libro magistral para cualquier infante –y no tanto– que decida zambullirse entre sus brillantes páginas plagadas de fantasías y sueños.

Opino que el mayor logro para alguien que escribe cuentos infantiles es que el sujeto que decide leerlo se enganche con la poderosa aventura que Ende propone. Y, sobre todo, que sueñe despierto dándole mil y una vueltas a los personajes y escenarios y desee formar parte de la novela misma. Entrar en ella.

Cada noche me asomaba a mi libro tal y como Bastian se asomaba a su peculiar y clandestina lectura. Como si de muñecas rusas se tratase, una red de niños leíamos a un niño que, a su vez, leía acerca de una trepidante y adictiva andanza.

Son muchos los puntos fuertes de La historia interminable: su perfectamente hilvanada trama, intriga, el primer amor, suspense, la ficción inagotable, el estilo personal, una huella que perdura a pesar de los años transcurridos. La aventura se adereza, estimula, amolda y complementa a la perfección con el potente caudal que cada niño atesora en su fértil imaginación.

Equilicuá. El alemán hizo diana. Pero no es esa mi novela predilecta de las anteriormente narradas. Hay otra joya que pasó más desapercibida para el público infantil –a pesar de que también gozó de una versión cinematográfica– y que, sin embargo, considero imprescindible para niños y adultos. Llena de sabiduría.

La presente reseña trata de la fabulosa e irrepetible Momo. Fabuloso el personaje y la novela que teje Michael Ende a partir de él.

En mi memoria no se presenta como un libro tan fácil como La historia interminable. Momo es una niña huérfana, pero también es una sabia filósofa. Hay un componente gris flotando en el ambiente que invita al lector a replantearse si el mensaje que sus páginas vierte será comprensible para un niño. Si acaso tiene sentido. El niño mismo puede llegar a formularse esta pregunta al ir avanzando en la historia.

No hay que pensar nunca en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Solo hay que pensar en el siguiente paso, en la siguiente inspiración, en el siguiente barrido. Y una y otra vez, tan solo en lo siguiente.

Michael Ende se vale de elementos metafísicos y del movimiento surrealista que conoció tan de cerca en su propia infancia (su padre era pintor) para estructurar su novela, cuya armazón parece compleja y tiene un regusto a adultez que no todos los niños pudieran tal vez percibir o desentrañar con sencillez. Son ecos de voces longevas representados en el acogedor silencio de una niña que debe decantarse por lo superfluo o lo importante. Discernir. Razonar acerca de la relatividad del tiempo. Reflexionar con coherencia. Guiar y ser guiada en un viaje que parece más interior que exterior.

Ese misterio es el tiempo. Todos sabemos que una sola hora nos puede parecer una eternidad, pero de vez en cuando también puede pasar como un instante. Porque el tiempo es vida y la vida reside en el corazón. (…)

Si los seres humanos supieran lo que es la muerte, entonces ya no tendrían miedo de ella. Y si no tuvieran miedo de ella, entonces nadie les podría robar nunca más su tiempo de vida.

De ahí que, cuando se hace una segunda lectura de Momo, uno comprenda nociones, claves, sentencias aparentemente escondidas que cuando era niño no resultaron del todo descifrables o pasaron desapercibidas. Es precisamente el paso del tiempo lo que hace que veamos algunas cuestiones con claridad. Momo es mágico, pues se adelanta y respetuosamente aconseja al joven lector acerca de vivencias que necesariamente serán futuras. Y depende de lo avezado del niño, que esto se asimile e incorpore antes o después.

Compararía a esta novela en el citado sentido con El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Habrá quien considere este símil una exageración, puesto que si por algo destaca el libro del francés es por su atemporalidad y suma sapiencia. Afirmaría incluso que resulta de más utilidad cuanto mayor se hace uno.

Con Momo, en menor grado, pasa algo similar. Trata de lo que vivimos en la actualidad, pero escrito muchos años atrás: la prisa, la competitividad malsana, la sensación de estar perdiendo el tiempo si uno no hace lo mismo que los demás y siendo doblemente productivo. Habla de la incomunicación, de la incapacidad para disfrutar de momentos sencillos con personas queridas, de una visionaria dificultad para conectar los unos con los otros, de este automatismo global y esta mecanización de rutinas que nos va convirtiendo en seres grises y que termina debilitando incluso a las personas que por dentro emanaban arco iris enteros de colores y respeto por lo verdaderamente valioso.

¿Y qué es lo verdaderamente valioso? Sobre este punto orbita Momo capítulo tras capítulo. Desde luego, lo valioso no es el dinero (cubiertas las necesidades básicas). Tampoco lo es el tiempo en sí mismo, sino el buen uso que se haga de él. No es valioso ser un esclavo del trabajo, ni del chantaje, ni de la imitación al prójimo. No son valiosas las etiquetas, el encasillamiento, los prejuicios ni las apariencias.

En ese mismo instante el chico de la radio portátil se dio la vuelta inesperadamente y dijo:
-¡Pues a mí ahora me dan mucho más dinero que antes!
-¡Claro! –contestó Blanco–, ¡lo hacen para librarse de nosotros! Ya no nos quieren. Pero tampoco se quieren a ellos mismos.

Dudo que sea valioso el estrés al que se somete en la actualidad a los menores. Son siervos tiranizados por un sistema educativo que no se adapta a sus necesidades independientes y reales. Los convierte en un número, tal y como me convirtieron a mí en su momento, y los enjaulan en compartimentos llamados clases donde todo está milimétricamente diseñado y estructurado para sacar el máximo rendimiento de ellos a un irreal ritmo parejo. La mayoría de las veces, los profesores de mi país tienen menos idea de lo esencial de la vida que sus propios alumnos.

La pequeña Momo, mucho antes de que yo naciese, ya encontraba bastante absurda la escuela y sus métodos. A Momo le regalan una muñeca quimérica y no sabe qué hacer con ella. Prefiere inventarse juegos más divertidos con sus amigos, pues nada puede vencer a la imaginación desbordante de un conjunto de niños no coaccionados. Momo no le da importancia a la vestimenta, ni a los colores, ni a las modas. Lleva siempre una chaqueta de caballero más grande que ella y el cabello enmarañado. Y, sin embargo, todos la adoran allá por donde pasa. Incluso tiene el poder de sacar lo bueno de los malos, abundancia de la miseria.

No le impresionan los objetos, los juguetes sofisticados o las personas que extinguen su existencia persiguiendo desde muy pequeños rendimiento. Productividad. Competencia malsana. Dinero y posesiones. Lo que hoy se consideraría éxito, a Momo ya le parecía una estupidez hace varias décadas. Sabía que, en el fondo, nos sentiríamos amargados y solos si sucumbíamos a las normas impuestas por un sistema defectuoso y sin alma. Sabía que eso acortaría nuestras vidas o que las convertiría por momentos en un prolongado infierno. Sabía que la luz que todos portábamos de raíz, se sofocaría en un carrusel de idiocia y pretensiones de dimensiones exacerbadas.

Esa peculiar niña que habitaba las ruinas de un viejo anfiteatro sabía tantas cosas que solía callar y observar. Ella no era muy consciente, pero sus lectores somos conocedores de que, al igual que su tortuga Casiopea, tenía la extraordinaria capacidad de vaticinar el futuro. No el inmediato, como su compañera, sino que pronosticó con asombrosa precisión un futuro a largo plazo.

De este modo, Michael Ende nos hizo ver, a través de la infinita sabiduría y pureza de una niña (virtudes que muchos adultos ignorantes confunden con estupidez o sumisión), el cariz que ya entonces tomaba la sociedad, y nos mostró que prácticamente todos acabaríamos obrando como los hombres de gris. Nos advertía el escritor de la necesidad de muchas Momos en el mundo, del valor de la amistad y del contacto humano sin artilugios de por medio, de lo improcedente y necio de la crispación. De que corríamos el peligro de ser enjaulados antes de adivinar la trampa y perder nuestra esencia genuina y cierta. Es decir, nuestro más preciado don.

Y después vino la escolarización y el adoctrinamiento, el fomento de la competitividad, las injusticias, el bullying, la presión social, los caminos impuestos, las prisas, las sonrisas ficticias o invertidas, los currículums sin mácula, las personas que siempre viven ocupadas en tareas de las que no sacarán ninguna clase de aprendizaje personal, la incomprensión masiva, la falta de contacto real, la rutina de empleos en los que vuelves a convertirte en un número, trajes de corbata para él y tacones para ella, el delito que se comete contra el maná que resplandece en cada niño, la ausencia de libertad, el miedo, la soledad, la pérdida. Lo gris.

A mi parecer, Momo es una novela revolucionaria. Profundamente intuitiva. En su modo de guardar silencio frente a la ignorancia masiva, Momo nos indica directrices estimables. En ese diálogo socrático que suscita entre quienes la rodean, nos da pautas útiles. Nos hace pensar y cuestionarnos con preguntas simples para qué sirve esto o aquello, por qué hacemos las cosas, para qué. Para quién.

Está tan rebosante por dentro que no podría dejar a ningún lector a la deriva. Con fe en la magia y afecto real, el mundo sería mejor si aprendiésemos a seguir el extremadamente lento paso descalzo de una niña especial: escucha más que habla, las estrellas cantan para ella y responde al nombre de Momo.

25.1.18

La biblioteca de Bastian

Texto: Emilio Pascual en Bibliotecas Imaginarias, CLIJ
Imagen: Hamid


Se dice que un resúmen urgente de la música se compondría de tres bes: Bach, Beethoven y Brahms. (Se dice que para la perfección de la sinfonía habría que añadir una cuarta, la de Bartók). Sinfonía o concierto, tres bes tenía el nombre completo de Bastián, como tres kas el de cierto librero de ocasión o el de una asociación infame. Bastián Baltasar Bux, o la música del libro.

Su pasión: los libros.

De pelo castaño, “pequeño y francamente gordo”, Bastián Baltasar Bux tenía diez u once años aquella mañana lluviosa de noviembre –parda y fría como la tarde de Machado- en que se detuvo ante el escaparate de una librería de ocasión. Los libros eran la pasión de Bastián.

No es que Bastián Baltasar Bux careciera de otras cosas. De hecho sabemos que tenía una bicicleta de tres marchas, un tren eléctrico, un hámster, un acuario con peces tropicales, una máquina de fotos, seis navajas… Pero los libros eran su pasión. Tampoco es que fuera un empelente repollón (perdón, quise decir “empollón repelente”), pues el año anterior incluso había sido suspendido. Pero su figura y una rara tendencia a la imaginación, a la invención de nombres y palabras, lo hacían blanco de la persecución de sus compañeros, que le llamaban cosas, le ponían motes y una vez lo arrojaron a un cubo de basura (1). También a veces Bastián hablaba solo, pero ni él mismo sospechaba que “quien habla solo espera hablar a Dios un día”, como había predicho el mismo don Antonio.

Los libros eran su pasión. Conocemos el número exacto de libros que atesoraba en su biblioteca –cincuenta y tres-, aunque no hay constancia de los títulos. Es de imaginar que leía sobre todo libros de aventuras, pues no parece que ni los de historia ni los de geografía gozaran de su predilección: de hecho no lograba “recordar las fechas de las batallas, los nacimientos ni los reinados de nadie”; tampoco le seducía “recitar ríos y afluentes, ciudades y cifras de población, recursos naturales e industrias”. En cambio sabemos que “prefería los libros apasionantes, o divertidos, o que hacían soñar”, y conocía “historias de muchachos que se enrolan en un buque y se van a correr mundo para hacer fortuna”. Había leído a Stevenson sin duda.

Los libros eran la pasión de Bastián, y las librerías, atracción irresistible. Una mañana lluviosa de noviembre se detuvo ante la librería de ocasión del señor Karl Konrad Koreander: era un viejo malhumorado con tres kas, pero llevaba en la mano un libro seductor. Sonó el teléfono, y el libro quedó abandonado en un sillón de cuero. ¿Quién podría resistir tal tentación?

Oigamos la llamada de la pasión lectora:

“Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo encima de la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado…
Quien no haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito…
Quien no haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido…
Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo que Bastián hizo entonces”.

Bastián Baltasar Bux arrancó el libro del sillón y salió corriendo. (2)

Leer e imaginar

Desde Aristóteles sabemos que las cosas “que pueblan este singular universo” se componen de materia y forma. El comisario Salvo Montalbano descifró la forma del agua, y el padre Brown previó la forma equívoca. Este anaquel que desde su prometedora firmeza ahora me mira, cuya materia podría ser de roble y tal vez sólo sea de aglomerado, tiene sin embargo la forma de biblioteca, una biblioteca que guarda el recuerdo de otra. Borges, que también vio la forma de la espada, afirmaba que el libro es “una cosa entre las cosas”; pero esa es solo la materia: la forma se la dan los lectores. el lector es la esencia del libro, y Bastián Baltasar Bux, lector apasionado, reescribió el libro trasplantado de una librería de ocasión, que llevaba por título el agotador de La historia interminable.

Bastián fue abducido por el libro, intervino en la historia, modificó el universo, como lo modifica el ala de una mariposa al agitarse. Ama et fac quod vis, “ama y haz lo que quieras”, escribió Agustín de Hipona. “Haz lo que quieras”, decía la inscripción de Áuryn, “la Alhaja, el Esplendor, el Signo de la Emperatriz Infantil”, el amuleto dorado que un día colgó del cuello de Bastián mientras participaba en las aventuras de una historia interminable encerrada en las tapas color cobre de un libro. “Porque ahora sabía: en el mundo hay miles y miles de formas de alegría, pero en el fondo todas son una sola: la alegría de poder amar. Eran aspectos de una misma cosa.” Y es que solo quien, como Bastián Baltasar Bux, ha sido capaz de sumergirse en el mundo de un libro y volver a este “devuelve la salud a ambos mundos”.

“Las pasiones humanas son un misterio”. La de Bastián era leer, y eso lo llevó a otra no menos misteriosa: la de imaginar. En algún lugar de Amarganz, la Ciudad de Plata, está la bilioteca que contiene las Obras completas de Bastian Baltasar Bux, todas las historias que él imaginó. La biblioteca se alza sobre un barco redondo y tiene la forma de una enorme caja de plata. Para abrir su puerta hay que conocer el nombre de una piedra engastada en ella y hacerla lucir. Tal vez la clave del enigma se halle en otra caja de plata y sea un viejo hexámetro de Homero o de Virgilio.



N o t a s

1.    Ellos no habías podido leer la Filosofía de la tensión, de Ignacio Izuzquiza, e ignoraban que “el ser humano es un ser condenado a la rareza y a la excepción. De hecho cultivar las propias rarezas no es sino cultivar la propia sensibilidad”. (Barcelona: Anthropos, 2004, p. 102).

2.    Don Bartolomé José Gallardo (1776-1852), crítico mordaz, bibliófilo y bibliotecario, escribió un decálogo orientador sobre cuándo es lícito robar un libro. Por supuesto, cuando su dueño lo desprecia o deteriora; cuando un ejemplar precioso corre serios riesgos de desaparecer; cuando polillas, ratas y otros enemigos del libro lo someten a asedio intolerable; cuando… Al final del decálogo añadía: “Siempre que se pueda”.

Don Serafín Estébanez Calderón, el autor de las Escenas Andaluzas, le dedicó un soneto que empezaba:
“Caco, cuco, faquín, bibliopirata,
Tenaza de los libros, chuzó, púa,
De papeles, aparte lo ganzúa,
Hurón, cárcoma, polilleja, rata…”

24.1.18

Momo de Michael Ende

Texto: Alejandro Gamero en La piedra de Sísifo, gabinete de curiosidades
Imagen:  Jeanne


Momo, como ocurre con otros libros como El principito o Platero y yo ─y por supuesto La historia interminable─, ha sido generalmente clasificado de forma errónea como libro para niños. No es que estos libros no puedan leerlos niños, naturalmente, pero un adulto puede descubrir matices que permanecen ocultos o que son meramente intuidos por un lector que se acaba de iniciar en tan placentero hábito. En el caso de Platero y yo el goce es sobre todo formal, diríase sibarítico; en cambio, Momo o de El principito, a los que se puede acceder a través de traducciones, tienen la enjundia en el contenido, nada envidiable al de los libros reconocidos y establecidos para un público adulto. Y yo, que en esto de la literatura infantil y juvenil opino lo mismo que C. S. Lewis, considero que a niños y a jóvenes ─bien preparados, porque son otros los tiempos de Lewis─ no se les puede dar gato por liebre con una literatura prefabricada con el único objeto de vender. Al fin y al cabo, los temas que aparecen en ambos libros, el tiempo y la amistad, son constantes que han preocupado a hombres de todas las edades, aunque cierto es que observados bajo el prisma peculiar de la infancia.

Una de las características, quizá la única y principal, que Lewis ─y perdonen mi insistencia─ entresaca de la literatura juvenil es la presencia del niño o del adolescente como protagonista de la historia. Se podría decir que este rasgo es común a la mala y a la buena literatura para jóvenes, aunque intuyo que por diferentes motivos: en la primera se busca una mera identificación entre el personaje y el lector; en la segunda es mucho más complejo, porque este hecho determina la cosmovisión de la obra. Por ejemplo, en el caso de Momo, que la protagonista tenga entre ocho y doce años ─con esa acertada ambigüedad temporal tan apropiada para el tema─ no es anecdótico, sino que condiciona de forma decisiva el tratamiento que se ofrece del tiempo, que no podría haber sido el mismo en caso contrario.

El personaje de Momo aparece rodeado de misterio y de incertidumbres. Lo único que se conoce de su pasado es que pasó un tiempo en un hospicio, donde, según cuenta «Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y me fui». Aunque no se ofrece más información sobre el personaje, se sabe inmediatamente que ha tenido un pasado difícil, un pasado que sin embargo no ha conseguido moldear una personalidad apabullante. Gracias a su afabilidad, su empatía y su capacidad para escuchar y aconsejar Momo consigue ganarse rápidamente el afecto incondicional de los habitantes de la ciudad, y en especial de dos de ellos, Beppo Barrendero y Gigi Cicerone. Estos dos personajes, cuyos nombres remiten a la costumbre de Plauto de bautizar a los personajes con sobrenombres relacionados con alguna de sus cualidades, se prefiguran rápidamente como arquetipos y ayudan a descubrir el relato alegórico que se oculta tras la historia. Beppo simboliza la vez, la calma, la introversión, el realismo, el saber escuchar; Gigi, en cambio, la juventud, la impetuosidad, la extroversión, la imaginación, la verbosidad sin límites. Ambos acompañarán de forma inseparable a Momo en su aventura, aportando puntos de vista opuestos en cada situación y concepciones distintas del tiempo. Si bien Gigi en un primer momento se muestra como el más valiente y decidido, finalmente se revela como fácilmente manipulable y es Beppo el que se mantiene firme a sus creencias hasta el final.

El conflicto comienza cuando el señor Fusi, el barbero, se comienza a plantear su existencia en términos demasiado trágicos para tratarse simplemente de un libro para niños: «¡Toda mi vida es un error! […] ¿Qué se ha hecho de mí? Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta […] Pero mi trabajo no me deja tiempo para ello. Porque para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre. Pero yo seguiré toda mi vida preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón». A partir de ese momento entran en escena los hombres grisesque se alimentan del tiempo como los vampiros de la sangre, con su falacia de malgastarlo y de ahorrarlo. Tal vez parezca una niñería por la forma simbólica de la historia, pero el pensamiento de que el tiempo vivido es tiempo perdido y en muchos casos malgastado o de que dormir, comer o trabajar supone una pérdida de tiempo es demasiado habitual entre los adultos. La pregunta sobre qué es ahorrar tiempo y qué es malgastarlo es constante a lo largo de todo el libro. Todos los personajes, excepto Momo y Beppo, acaban obsesionándose con ahorrar el tiempo, entregando sus vidas por completo a esta obsesión, de forma que paradójicamente, y por la intervención de los hombres grises, cuanto más tiempo ahorran menos poseen: «Pero el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón. Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía».

El relato se descubre completamente simbólico cuando interviene la tortuga Casiopea ─curioso animal con la capacidad de predecir el futuro─, que guía a Momo en un viaje iniciático al lugar de donde viene el tiempo, en donde conoce al Maestro Hora, el encargado de guardar y repartir el tiempo de los hombres. Ende utiliza dos elementos reiterativos a lo largo del arte para simbolizar el tiempo individual de cada persona: la flor que nace y muere bajo el péndulo. No voy a detenerme en las relaciones constantes que se han hecho entre la rosa y la fugacidad de la vida en la historia de la literatura, pero tampoco quiero dejar de señalar el uso simbólico que se hace de la flor en La historia interminable con el loto de la Emperatriz Infantil y en El principito con su rosa. Momo tiene el privilegio de contemplar el tiempo de su propia existencia, una experiencia que cambiará para siempre su vida y hará que sea consciente ─más aún─ de la importancia del tiempo.

Y precisamente esta conciencia basada en la importancia del tiempo es lo que Momo defiende: «Quien iba al trabajo tenía tiempo para admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para dedicarse extensamente a sus enfermos. Los trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Todos podían dedicar a cualquier cosa el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a haberlo en cantidad». El concepto temporal que se ensalza en Momo es el de un tiempo que ha de ser vivido como cada uno considere adecuado, sin arrepentimientos ni retractaciones, un tiempo para las pequeñas cosas, para dormir, para viajar, para trabajar, para disfrutar ─y sufrir, aunque no se diga─, para estar con los seres queridos y para estar a solas con uno mismo, porque lo que cuenta en definitiva es ser conscientes de cada instante y del conjunto de instantes que es la vida, que no está sino para ser vivida sin agobios ni presiones.
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