Imagen: Anastasia Bezguvoba
Con Jim Botón y Lucas el maquinista da comienzo la travesía literaria de Michael Ende por el sector cultural destinado a los niños. Invoco vagamente su lectura, pero fueron otras dos las novelas que mejores recuerdos instauraron en mí cuando era pequeña: La historia interminable y Momo.
El primero se significa como un libro magistral para cualquier infante –y no tanto– que decida zambullirse entre sus brillantes páginas plagadas de fantasías y sueños.
Opino que el mayor logro para alguien que escribe cuentos infantiles es que el sujeto que decide leerlo se enganche con la poderosa aventura que Ende propone. Y, sobre todo, que sueñe despierto dándole mil y una vueltas a los personajes y escenarios y desee formar parte de la novela misma. Entrar en ella.
Cada noche me asomaba a mi libro tal y como Bastian se asomaba a su peculiar y clandestina lectura. Como si de muñecas rusas se tratase, una red de niños leíamos a un niño que, a su vez, leía acerca de una trepidante y adictiva andanza.
Son muchos los puntos fuertes de La historia interminable: su perfectamente hilvanada trama, intriga, el primer amor, suspense, la ficción inagotable, el estilo personal, una huella que perdura a pesar de los años transcurridos. La aventura se adereza, estimula, amolda y complementa a la perfección con el potente caudal que cada niño atesora en su fértil imaginación.
Equilicuá. El alemán hizo diana. Pero no es esa mi novela predilecta de las anteriormente narradas. Hay otra joya que pasó más desapercibida para el público infantil –a pesar de que también gozó de una versión cinematográfica– y que, sin embargo, considero imprescindible para niños y adultos. Llena de sabiduría.
La presente reseña trata de la fabulosa e irrepetible Momo. Fabuloso el personaje y la novela que teje Michael Ende a partir de él.
En mi memoria no se presenta como un libro tan fácil como La historia interminable. Momo es una niña huérfana, pero también es una sabia filósofa. Hay un componente gris flotando en el ambiente que invita al lector a replantearse si el mensaje que sus páginas vierte será comprensible para un niño. Si acaso tiene sentido. El niño mismo puede llegar a formularse esta pregunta al ir avanzando en la historia.
No hay que pensar nunca en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Solo hay que pensar en el siguiente paso, en la siguiente inspiración, en el siguiente barrido. Y una y otra vez, tan solo en lo siguiente.
Michael Ende se vale de elementos metafísicos y del movimiento surrealista que conoció tan de cerca en su propia infancia (su padre era pintor) para estructurar su novela, cuya armazón parece compleja y tiene un regusto a adultez que no todos los niños pudieran tal vez percibir o desentrañar con sencillez. Son ecos de voces longevas representados en el acogedor silencio de una niña que debe decantarse por lo superfluo o lo importante. Discernir. Razonar acerca de la relatividad del tiempo. Reflexionar con coherencia. Guiar y ser guiada en un viaje que parece más interior que exterior.
Ese misterio es el tiempo. Todos sabemos que una sola hora nos puede parecer una eternidad, pero de vez en cuando también puede pasar como un instante. Porque el tiempo es vida y la vida reside en el corazón. (…)
Si los seres humanos supieran lo que es la muerte, entonces ya no tendrían miedo de ella. Y si no tuvieran miedo de ella, entonces nadie les podría robar nunca más su tiempo de vida.
De ahí que, cuando se hace una segunda lectura de Momo, uno comprenda nociones, claves, sentencias aparentemente escondidas que cuando era niño no resultaron del todo descifrables o pasaron desapercibidas. Es precisamente el paso del tiempo lo que hace que veamos algunas cuestiones con claridad. Momo es mágico, pues se adelanta y respetuosamente aconseja al joven lector acerca de vivencias que necesariamente serán futuras. Y depende de lo avezado del niño, que esto se asimile e incorpore antes o después.
Compararía a esta novela en el citado sentido con El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Habrá quien considere este símil una exageración, puesto que si por algo destaca el libro del francés es por su atemporalidad y suma sapiencia. Afirmaría incluso que resulta de más utilidad cuanto mayor se hace uno.
Con Momo, en menor grado, pasa algo similar. Trata de lo que vivimos en la actualidad, pero escrito muchos años atrás: la prisa, la competitividad malsana, la sensación de estar perdiendo el tiempo si uno no hace lo mismo que los demás y siendo doblemente productivo. Habla de la incomunicación, de la incapacidad para disfrutar de momentos sencillos con personas queridas, de una visionaria dificultad para conectar los unos con los otros, de este automatismo global y esta mecanización de rutinas que nos va convirtiendo en seres grises y que termina debilitando incluso a las personas que por dentro emanaban arco iris enteros de colores y respeto por lo verdaderamente valioso.
¿Y qué es lo verdaderamente valioso? Sobre este punto orbita Momo capítulo tras capítulo. Desde luego, lo valioso no es el dinero (cubiertas las necesidades básicas). Tampoco lo es el tiempo en sí mismo, sino el buen uso que se haga de él. No es valioso ser un esclavo del trabajo, ni del chantaje, ni de la imitación al prójimo. No son valiosas las etiquetas, el encasillamiento, los prejuicios ni las apariencias.
En ese mismo instante el chico de la radio portátil se dio la vuelta inesperadamente y dijo:
-¡Pues a mí ahora me dan mucho más dinero que antes!
-¡Claro! –contestó Blanco–, ¡lo hacen para librarse de nosotros! Ya no nos quieren. Pero tampoco se quieren a ellos mismos.
Dudo que sea valioso el estrés al que se somete en la actualidad a los menores. Son siervos tiranizados por un sistema educativo que no se adapta a sus necesidades independientes y reales. Los convierte en un número, tal y como me convirtieron a mí en su momento, y los enjaulan en compartimentos llamados clases donde todo está milimétricamente diseñado y estructurado para sacar el máximo rendimiento de ellos a un irreal ritmo parejo. La mayoría de las veces, los profesores de mi país tienen menos idea de lo esencial de la vida que sus propios alumnos.
La pequeña Momo, mucho antes de que yo naciese, ya encontraba bastante absurda la escuela y sus métodos. A Momo le regalan una muñeca quimérica y no sabe qué hacer con ella. Prefiere inventarse juegos más divertidos con sus amigos, pues nada puede vencer a la imaginación desbordante de un conjunto de niños no coaccionados. Momo no le da importancia a la vestimenta, ni a los colores, ni a las modas. Lleva siempre una chaqueta de caballero más grande que ella y el cabello enmarañado. Y, sin embargo, todos la adoran allá por donde pasa. Incluso tiene el poder de sacar lo bueno de los malos, abundancia de la miseria.
No le impresionan los objetos, los juguetes sofisticados o las personas que extinguen su existencia persiguiendo desde muy pequeños rendimiento. Productividad. Competencia malsana. Dinero y posesiones. Lo que hoy se consideraría éxito, a Momo ya le parecía una estupidez hace varias décadas. Sabía que, en el fondo, nos sentiríamos amargados y solos si sucumbíamos a las normas impuestas por un sistema defectuoso y sin alma. Sabía que eso acortaría nuestras vidas o que las convertiría por momentos en un prolongado infierno. Sabía que la luz que todos portábamos de raíz, se sofocaría en un carrusel de idiocia y pretensiones de dimensiones exacerbadas.
Esa peculiar niña que habitaba las ruinas de un viejo anfiteatro sabía tantas cosas que solía callar y observar. Ella no era muy consciente, pero sus lectores somos conocedores de que, al igual que su tortuga Casiopea, tenía la extraordinaria capacidad de vaticinar el futuro. No el inmediato, como su compañera, sino que pronosticó con asombrosa precisión un futuro a largo plazo.
De este modo, Michael Ende nos hizo ver, a través de la infinita sabiduría y pureza de una niña (virtudes que muchos adultos ignorantes confunden con estupidez o sumisión), el cariz que ya entonces tomaba la sociedad, y nos mostró que prácticamente todos acabaríamos obrando como los hombres de gris. Nos advertía el escritor de la necesidad de muchas Momos en el mundo, del valor de la amistad y del contacto humano sin artilugios de por medio, de lo improcedente y necio de la crispación. De que corríamos el peligro de ser enjaulados antes de adivinar la trampa y perder nuestra esencia genuina y cierta. Es decir, nuestro más preciado don.
Y después vino la escolarización y el adoctrinamiento, el fomento de la competitividad, las injusticias, el bullying, la presión social, los caminos impuestos, las prisas, las sonrisas ficticias o invertidas, los currículums sin mácula, las personas que siempre viven ocupadas en tareas de las que no sacarán ninguna clase de aprendizaje personal, la incomprensión masiva, la falta de contacto real, la rutina de empleos en los que vuelves a convertirte en un número, trajes de corbata para él y tacones para ella, el delito que se comete contra el maná que resplandece en cada niño, la ausencia de libertad, el miedo, la soledad, la pérdida. Lo gris.
A mi parecer, Momo es una novela revolucionaria. Profundamente intuitiva. En su modo de guardar silencio frente a la ignorancia masiva, Momo nos indica directrices estimables. En ese diálogo socrático que suscita entre quienes la rodean, nos da pautas útiles. Nos hace pensar y cuestionarnos con preguntas simples para qué sirve esto o aquello, por qué hacemos las cosas, para qué. Para quién.
Está tan rebosante por dentro que no podría dejar a ningún lector a la deriva. Con fe en la magia y afecto real, el mundo sería mejor si aprendiésemos a seguir el extremadamente lento paso descalzo de una niña especial: escucha más que habla, las estrellas cantan para ella y responde al nombre de Momo.