17.12.14

El hombre que se creía Michael Ende

Texto: Jesús Marchamalo en Alfaguara
Imagen: Michael Ende



En 1973, Michi Strausfeld, una joven alemana que estaba terminando su tesis doctoral sobre Gabriel García Márquez, había llegado a la Feria de Fráncfort para mantener una entrevista con Siegfried Unseld, el editor de la mítica Suhrkamp, para quien iba a desarrollar una colección de literatura española y latinoamericana. Michi tenía entonces una hija de cuatro años y hablaba con frecuencia de la necesidad de publicar en España, como ocurría en otros países europeos, una literatura infantil de calidad, pero su idea no acababa de cuajar.

Así, cuando Salinas, en un viaje a Barcelona, comentó con Barral y Castellet su idea de hacer una colección infantil y juvenil para la nueva Alfaguara, le hablaron de Michi Strausfeld.

La sintonía fue casi inmediata y Salinas y ella comenzaron a trabajar en lo que sería Alfaguara Infantil y Juvenil, que publicaría álbumes infantiles, libros para chicos de ocho a diez años y libros para jóvenes de hasta 14 años. Enric Satué se encargó del diseño, muy en sintonía con las colecciones de adultos.

En 1977 se publicaron los siete primeros títulos, entre ellos, Roald Dahl, El superzorro, con ilustraciones de Horacio Elena; John Gardner, Dragón, dragón, ilustrado por Gloria García; o Judith Kerr, Cuando Hitler robó el conejo rosa, con ilustraciones de la propia autora y uno de los más polémicos en su momento, Donde viven los monstruos de Maurice Sendak, que fue rápidamente contestado por las mentes biempensantes del momento.

Pero el gran éxito no sólo de la colección fue Michael Ende y su Historia interminable. Un libro que, aunque dirigido originariamente al público infantil, había saltado a las listas de los libros más vendidos para adultos en algunos países europeos como Alemania e Italia.

Una apuesta, contaba Salinas, con la que hubo que asumir grandes riesgos —el libro se tenía que imprimir con dos tintas, y con una cubierta distinta a las habituales y que encajara en las dos colecciones, literaria e infantil—, pero que finalmente fue un éxito arrollador.

Tanto que, unos años más tarde, cuando ya Alfaguara se había trasladado a la calle Príncipe de Vergara, y Jaime Salinas había aceptado el cargo de director general del Libro, por las oficinas empezó a aparecer un hombre de aspecto inquietante, que decía ser Michael Ende.

—Soy Michael Ende —decía entre educado y amenazante—, y quiero hablar con el editor.

Y contaba aquel Michael Ende cómo el Ende original había conseguido robarle del interior de su cabeza el argumento de La historia interminable, aún no conseguía comprender cómo, y que la obra y por tanto el dinero que generaba, le pertenecían a él, mientras que el otro Ende no era sino un impostor.

Tan reiteradas se hicieron sus visitas, tan obsesiva la historia que contaba (también de algún modo se estaba convirtiendo en interminable) que José María Guelbenzu salió un día de su despacho dispuesto a zanjar de una vez por todas el asunto.
Allí, de forma un tanto expeditiva, ordenó:

—Y si vuelve Michael Ende, de ninguna manera le dejéis entrar.

A lo que unos segundos más tarde, abriendo de nuevo la puerta del despacho, añadió:

—A no ser que sea Michael Ende, claro.


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