Lo anterior debe conducirnos a cuestiones ligadas a la creciente imposibilidad de soñar, de imaginar, de crear universos paralelos, de construir puentes indestructibles que nos brinden una vía de escape a esta realidad que tiende a modelar, a homogenizar y a idealizar los vivaces impulsos de los hombres. Pero al margen de hacernos especialistas en el ámbito de los sueños o de robarle el lugar histórico que Freud logró con tanto esfuerzo, lo que pretende el presente texto es un retorno a la “memoria de nuestros sueños”: a indagar acerca de lo que sucedió bajo las sábanas la noche anterior, a comentar con amigos y conocidos ese suceso inolvidable con la chica o el chico de la esquina, a narrar o escribir experiencias nocturnas, a escuchar atentos lo que nuestros hijos e hijas tienen para decir acerca de sus ratos de ingenuo letargo.
Gamboa dirá nuevamente que “la única esperanza / es la Palabra” (Ibid.), y los sueños son palabras invisibles que nos hablan en un lenguaje ininteligible que bien vale la pena desentrañar para “abrazarnos” a ese reflejo olvidado, a esa otra versión de nosotros mismos porque muchos “Se sienten viviendo y disfrutando de momentos en los que la vida respira, palpita y baila; pero es la muerte la que dicta los ritmos en la cotidianidad” (Hayek,2015,p.76). Esa muerte que he referido no se relaciona con el cierre biológico y natural de la vida, sino que más bien alude a la inexplicable renuncia de lo humano, de esos rasgos que trascienden las fibras corpóreas, los pálidos semblantes, las sonámbulas figuras, los grisáceos ojos, en fin, el descomunal desfile de almas interconectadas a un subsuelo estéril y silenciosamente distanciadas por las leyes competitivas de la actualidad; las cuales nos desgarran unos a otros, tirándonos de cabeza por las aceras “Luego hacia el abismo / dejar caer los ojos / y contemplar meciéndose / la nada entre la nada” (Gamboa, 1998, p.4).
En la banalidad de la vida nos encontramos sin encontrarnos, nos perdemos inevitablemente y retornar de ese sinsentido de apariencias es casi una utopía, porque el continuo movimiento de la cultura termina por validar los comportamientos de los individuos y de esa reconstrucción de las realidades emergen estos nuevos modos de vivir, estos simulacros cada vez más semejantes al “respirar” de hombres y mujeres. Lo complicado es que terminamos por “creer en las mentiras que rondan los ventanales de la vida” (Hayek, 2015, p. 75), y despertar de esa siniestra perplejidad es una especie de revelación poética, porque una vez observamos el estado de las cosas y nuestra pasividad frente al devenir del tiempo es posible que la voz en el espejo nos filtre lo siguiente por debajo de la puerta que no es puerta: “Aquello en lo que solía creer no es más que un papel arrugado en un bote de basura. La vida que creía vivir no es otra cosa que el espectro de la muerte observando desde una azotea” (p. 77).
Pero mientras unos esperan sin esperar la transmutación kafkiana de Gregorio, otros se mantienen aferrados a su propio destino y con ello han decidido no contemplar “Este verde poema, hoja por hoja” (Arturo, 2004, p. 25), al cual “lo mece un viento fértil, un esbelto / viento que amó del sur hierbas y cielos. / este poema es el país del viento” (Ibíd.). Los demás hemos decidido apostarle a las lecturas literarias, a las poesías de antaño, a las noctámbulas reflexiones, al paso lento por los caminos del ayer, a los acordes matutinos o a los buenos relatos que “abren un espacio para la escritura en medio de una mesa llena de libros” (Larrosa, 2003, p. 12), porque solo las historias de este tipo descorren el velo de la indiferencia para encender una lectura propia, un poema que pueda pertenecernos, una reflexión que logre raptarnos de esta enorme celda que habitamos, un paso lento que desande las huellas dadas, un acorde que nos recuerde aquella canción refundida y un relato que a todas luces sea la reconstrucción de nuestro destino. De manera puntual me refiero al cuento Despertar de Michael Ende, porque su hilo narrativo es la excusa perfecta para soñarnos y despertarnos interminablemente. Quizás el presente acercamiento analítico en torno al texto referenciado sea una contribución para alguna histeria colectiva que despunte en un “sonoro panfleto multitudinario” y entonces, armados de nuestros sueños y esperanzas, podremos decir a viva voz:
¡Adiós realidad impotable! Jamás viste los sonidos indómitos de estos valles y lagunas encantadas, cada vez eres más frágil y muda; cuanto más hablan de tu historia más desapareces, y la seducción que engendraste con frenéticas imágenes se derrite en esta tramoyo líquida sin que puedas descifrar las fonografías mutantes de la resistencia. Por eso, el crujido desesperado de las fibras ópticas que recargaban tu tecnotiranía, anuncia un espectáculo a punto de terminar sin aplausos (…) (García, 2014, p. 90)
Ahora intentaré encantarlos, seducirlos y recargarlos de fonografías mutantes con las sensaciones que el Despertar me ha dejado. Abro la verja de par en par hacia un pasadizo atravesado por “(…) una voz que me es brisa constante, / en mi canción moviendo toda palabra mía, / como ese aliento que toda hoja mueve en el sur, tan dulcemente, / toda hoja, noche y día, suavemente en el sur” (Arturo, 2004, p. 18). En primera instancia, el cuento de Ende llega a nosotros por medio de un payaso que “está solo en la pista” (Ende, 2008, p. 15). Este personaje viste de lentejuelas y ha reemplazado sus sonrisas por una lágrima que brilla debajo de su ojo izquierdo, mientras observa la “luz de las llamas” que alumbra “su cara blanca como la cal”. Dicha descripción viene después de la expresión “el circo arde”, pero ese circo es mucho más que el lugar de entretenimiento que todos vemos de vez en cuando en la gran ciudad, es el símbolo de la “única vida” que conocían y compartían los artistas que noche a noche se congregaban allí para demostrar sus dotes histriónicas, peripecias y malabares para una audiencia cualquiera. Y he aquí lo que anota el payaso después de tocar su trompeta en señal de despedida: “Todo es sueño. Sé que todo es sueño. Siempre lo supe desde que empecé a soñar que yo existía: este mundo no es real” (Ibíd.).
La certeza del payaso luego de su última tonada hace emerger al “otro” personaje de la historia, quien se mantendrá activo hasta el final del cuento. Esa presencia que habla con letra cursiva es la que se encarga de “abofetear” al payaso cuando el momento lo requiere y de paso va entablando un diálogo directo con el lector; puesto que le va compartiendo su forma peculiar de ver la vida, el mundo, la ciudad, los habitantes, las tempestades que circundan la tragedia y todo lo que acontece a las afueras de un sueño –su vida al interior del circo– que le ha sido arrebatado con violencia.
La confrontación dialógica propuesta por Ende nos sacude desde el inicio y de esa batalla nadie saldrá ileso, porque al término de la lectura es probable que miremos al cielo con desdén para lanzarle algunas palabras: “Señor. / Nos aburren tus auroras / y nos tienen fastidiados tus escandalosos crepúsculos. / ¿Por qué un mismo espectáculo todos los días / desde que le diste cuerda al mundo? (Versos del poema “Oración de los bostezadores” de Luis Vidales citado por Robledo, 2001, p. 87). Es lógico que esa conexión con el hilo narrativo del relato nos transfiera algo de la esencia del payaso y de su “consciencia”, debido a que las tensiones expuestas tienen un tono reflexivo que logra situarnos frente a la descomunal llamarada y en breves segundos lo que puede escucharse es “el crepitar de nuestra propia realidad”, que en muchos casos no es un “circo soñado” sino una ciudad atestada de “lluvia, alguna muerte / hojas secas, bocinas y nombres desolados / nubes que van creciendo en mi ventana / mientras la humedad trae lamentos y moscas” (Benedetti, 1994, p. 37).
Ende nos muestra las dos caras de la moneda: el ente pasivo que simplemente tenía alguna ocupación en la sociedad y el ser oculto al interior de sus vestiduras. Sobre este último se centrará la segunda etapa de este análisis, pues esa contraparte simboliza el subconsciente del payaso y fue necesaria una pérdida de lo real para que dicha dimensión regresara a escena, veamos lo que acota Machado (2014): “El tratamiento de lo Real por medio de lo Simbólico supone un ejercicio interpretativo basado en dos principios: dejar ser al lenguaje en su condición de enigma y devolver la palabra al sujeto en su decir” (p. 220); porque cuando ese decir sale a flote los enigmas se descifran por sí solos, y en esa transición cabría preguntarnos: ¿Lo seguro del mundo será acaso la constante desorientación que padecen los individuos? ¿Vivir aferrado a una profesión tiene como daño colateral ese “adormilamiento excesivo”? ¿Sentirnos en sociedad tendrá algo que ver con una “simple alucinación sin sentido”? ¿Podremos pertenecernos algún día para después tenernos todos juntos en un sueño colectivo vívido y palpitante?
Luego de las múltiples cuestiones es prudente decir que el Despertar de Ende nos reúne, nos cobija y nos invita a liberarnos de las cadenas del mundo interpretado, las cuales sujetan nuestros tobillos con grilletes dorados, ínfulas de un futuro inalcanzable y anhelos cuyo valor puede contarse en los millones de cadáveres dejados a la intemperie. Una vez que el circo se ha desplomado por el influjo de las llamas, el payaso deja de ser lo que era y debe enfrentar la vida como una persona común y corriente, como un desempleado más, como un desposeído de esos que vagan por calles y aceras: “Va hacia algún lugar / con un paquete bajo el brazo / en busca de alguien que le diga “entre usted” / (…) después de haber mirado en los periódicos / la lista de empleos” (Versos del poema “Un habitante” de Mario Rivero citado por Robledo, 2001, p. 89). Más adelante las incertidumbres se sobrevienen y el despertar no es para nada alentador:
Lentamente oscurece. (…) En las casas de alrededor no hay ninguna ventana iluminada. Están negras y vacías en la penumbra. A lo lejos se oyen gritos, luego algunos disparos y el duro tableteo de una metralleta. Son los habituales ruidos que anuncian la noche, la noche llena de asesinatos, llena de tormentos e interrogatorios, la noche en la que nadie confía en nadie. (Ende, 2008, p. 15)
La voz reflexiva aparece en seguida para decirle: “Está prohibido despertarse. El mero deseo de despertar se considera un intento de huida, de alta traición. Hay que mantenerlo en secreto” (p. 2). Las prohibiciones vienen de parte del mundo interpretado y las consecuencias son nefastas, porque caer en cuenta del devenir del tiempo debe ser un credo oculto, un pensamiento anónimo, una palabra muda, una sensación helada y un discernimiento incomunicable. En consecuencia, el artista y todo aquel que se atreva a despertar tendrá que tener como opciones el silencio, el destierro, el exilio, el olvido o la muerte. Además, los “motines emancipadores” no son bien vistos ante los ojos de los organismos de control y es por eso que los alardes de resistencia subyacen en las expresiones artísticas cualesquiera sean sus formas, en este caso, Ende con su relato nos comparte un “acto de resistencia de quien, frente al poder normalizador que torna a los ciudadanos en simples números o individuos, se afirma en la existencia y tiende a representarla o, mejor aún, recrearla, en ese gran viaje que es la escritura literaria” (Gaitán, 2014, p. 14). La voz interior del payaso nos afirma como seres válidos y como individuos que representan ese “status humano” que cada día mengua en su valor intrínseco por estar supeditado a los valores de cambio de la cotidianidad, y en ese ir y venir de horas y cifras la vida se acaba, miremos cómo lo expresa nuestro payaso: “Yo he esperado toda mi vida y me he hecho viejo con la esperanza de despertar, y mirad dónde estoy. Les envidio a todos por su despreocupación. Yo estoy preocupado” (2008, p. 17).
¡Preocupados! Todos deberíamos estar en similar situación. Más adelante nos encontramos con esta idea: “Al fin y al cabo no puedo ser el único que se ha dado cuenta. Tan listo no soy. Sólo se han puesto de acuerdo en no hablar de ello. ¿0 acaso quieren que sea precisamente así? ¿Les gusta a todos este sueño?” (Ende, 2008, p. 18) De nuevo se hacen necesarios algunos cuestionamientos: ¿Puede gustarnos un sueño que nos succiona la existencia? ¿Debemos entregarnos a una realidad soñada que de tajo amputa nuestros sueños? ¿Cuántas horas sin dormir serán necesarias para poder soñar? ¿Qué le diremos a esa figura extraña del espejo que ha sido diagnostica con insomnio crónico?
Cuando Ende escribe “se han puesto de acuerdo en no hablar de ello” hace referencia a ese silencio que resigna, a esa plegaria trasnochada que oye pero no escucha, a esa amargura que se ha adherido a la funda de la almohada, a ese clamor que todos expresan en las noches pero que nadie se atreve a pronunciar al despuntar el alba. “Somos tan listos” pero a la vez tan obedientes y tan ceñidos a un libreto escrito milenios atrás, y en dicho manual de instrucciones no hay espacio para revoluciones mortales, mucho menos para rebeldías y gestos controversiales que atenten contra la armonía en el Jardín del Edén o generen resquemores en la infinidad de estados que siguen unidos. ¡Si tan solo retornara esa libertad del pensamiento! ¡Si tan solo regresara el incesante fluir del alma al ritmo de un vals de primavera! Solo de ese modo nuestros rostros tomarían un semblante whitmaniano y un hermano cercano recitaría estas hermosas líneas:
Me gusta ver el vaho de mi aliento, / las ondas del río, / los hilos de seda que se cruzan entre los árboles, / las horquillas donde descansa la vid. / Me gusta oír los ecos, / los zumbidos, los murmurios de la selva. / Me gusta sentir el empuje amoroso de las raíces / al través de la tierra, / el latido de mi corazón, / la sangre que inunda mis pulmones (…)
(Whitman, 2006, p. 1)
Ende, Whitman y todos los artistas que fueron, son y serán nos conminan a despertar a través de sus obras. En esa reveladora travesía, mientras los latidos del corazón se acrecientan y nuestra sangre se verte por sitios recónditos, quizás vírgenes, tenemos que seguir mirando el mundo –sin importar que nuestras pupilas hayan sido cambiadas por lentes de contacto– e ir tomando pequeñas decisiones en aras de un levantamiento colectivo hacia el país de los sueños perdidos porque la vida lo vale: “Como caminan todos toda su vida sin conocer el momento siguiente, sin saber si con el próximo paso pisarán aún suelo firme o caerán en la nada. Este mundo es tan precario que cada paso es una decisión” (Ende, 2008, p. 21). La nada puede ser el final, pero esa sentencia epilogal podría girar hacia la orilla del todo, en la cual esperan todos y todas porque:
En el umbral gastado persiste un viento fiel, / repitiendo una sílaba que brilla por instantes. / Una hoja fina aún lleva su delgada frescura / de un extremo a otro extremo del año. / “Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida” (Arturo, 2004, p. 23)
¿Quién no desea un poco de ese dulce, una porción de esa vida? El dulce de la vida se cuela por las rendijas del caos existencial a través de las visiones artísticas que tenemos al alcance de la mano; porque la palabra resiste el advenimiento del porvenir, la pintura pervive entre matices grisáceos y sombrías estelas industrializadas, “la música para la cabeza” yace en clásicos vinilos, la arquitectura no se ha derrumbado a pesar de los sismos que agrietan la superficie y la fotografía sigue capturando cometas de papel, flores de la huerta natural y mariposas de verdes lejanías. El Despertar de Ende es ese bálsamo contra el olvido, como una infusión que se sirve a la mesa para recordar nuestros sueños, nuestra vida y en medio de esas evocaciones sucesivas reencontrarnos con empolvadas incógnitas de aquellas noches juveniles con amigos y esencias etílicas que nos convertían en “salvadores del mundo”.
No podemos negar que muchos alcanzamos un peldaño de la “escalera al cielo” y la comodidad del lugar nos ha ido absorbiendo poco a poco hasta desdibujar esos impulsos que en edades tempranas auguraban un cambio en la sociedad, pero en ocasiones nos encontramos como el payaso “viendo la llamarada” y al frotar nuestro rostro descubrimos un “rictus” de muerte que nos aterriza y vuelve nuestras miradas hacia el ayer que pasó, observamos la “mutación de ciudad de muchedumbres a ciudad de almas incomunicadas (…) saber que con quienes se había compartido una década ahora están exiliados, muertos o callados en sus casas o trabajos, contradiciendo con sus actos lo que juraron no ser cuando jóvenes” (Gaitán, 2014, p. 17). Mientras el calor derrite la pintura de nuestra cara, el viento de la pérdida nos tira sobre un andén cualquiera y desde un rincón se escucha con nitidez lo siguiente:
Mi existencia es incomprensible y ridícula. Pero nunca estuvo a mi alcance poder elegir otra. Uno no deja de ser quien es. La libertad existe siempre sólo en el futuro. En el pasado ya no se puede encontrar. Nadie puede escoger otro pasado. Todo lo que sucede tenía que suceder como sucedió. A posteriori todo es inevitable, a priori nada. Lo único que importa es despertar del sueño. A pesar de todo, corremos detrás de la libertad, no podemos hacer otra cosa, pero la libertad camina siempre un paso por delante como un espejismo, existe siempre en el próximo instante, siempre en el futuro. Y el futuro es oscuro, una pared negra, impenetrable ante nuestros ojos. No, pasa entre nuestros dos ojos, a través de la cabeza. Estamos ciegos. Cegados por el futuro. No vemos nunca lo que está ante nosotros, nunca el próximo segundo, hasta que nos rompemos la nariz contra él. Vemos sólo lo que hemos visto ya. Es decir, nada. (Ende, 2008, p. 21)
A partir de la cita anterior haré un acercamiento hacia “la visión de ciudad” que Ende nos entrega en su relato, y con ello cerraré la tercera y última fase del presente texto analítico. En las primeras líneas transcritas leemos “existencia incomprensible y ridícula”, “poder elegir otra”, “uno no deja de ser quien es” y “la libertad existe siempre sólo en el futuro”. La enumeración de palabras permite deducir que el payaso siempre supo lo que era y lo que podía llegar a ser al interior de la sociedad. Cuando él dice “incomprensible” y “ridícula” entiende que su forma de permanecer en el mundo no va de acuerdo a sus posibilidades de ser, es más, la vida que vive va en contravía a su propia vida porque tal vez la pasividad de la gente lo agobia y el adormilamiento colectivo le hastía profundamente. Ende nos muestra a un ser que se sabe absolutamente solo en una ciudad cuyo común denominador son:
(…) automóviles volcados, algunos arden aún un poco. Muchas ventanas están rotas y los cristales crujen debajo de las suelas. Pasa por encima de un perro muerto y más tarde, en un charco de aceite, ve un pájaro caído de espaldas con las alas extendidas. Probablemente le ha matado el humo. (Ende, 2008, p. 21)
Debido a ello, el payaso dirá que “la libertad existe siempre sólo en el futuro”. Más adelante completará su idea al expresar que dicha libertad no se puede encontrar en el pasado porque “nadie puede escoger otro pasado”. Una ciudad sin libertad es como una gran celda, pero cientos de presos sin sueños o anhelos de despertar es como “una macabra confabulación del destino”. Ende nos regala incontables imágenes de un pueblo sumido bajo el estricto control policial, el cual se despliega entre líneas con una sensación de terror “a salir” y a “dejar esa seguridad” de seguir quietos para así evitar los juicios gubernativos: “El payaso entra en una de las casas. Está iluminada turbiamente. Las puertas están destrozadas, en las viviendas encuentra sillas volcadas, muebles rotos, huellas de fuego, cortinas desgarradas” (Ende, 2008, pp. 21-22). Las descripciones del escritor no hablan de hermandad y tampoco pintan semblantes austeros ni rostros hermosos, puesto que en una ciudad reducida al miedo las miradas descienden a lugares caóticos y los ojos se degradan en una escalofriante continuidad:
Alrededor de una mesa hay personas sentadas, parecen llevar allí mucho tiempo, pues las arañas han tejido sus telas entre ellas. Las caras resecas como las de las momias enseñan los dientes o tienen las bocas abiertas como para una carcajada inaudible. El payaso descubre entre ellas a un joven delgado que duerme con la cabeza apoyada en los brazos. (Ende, 2008, p.22)
Ende nos propone un juego discursivo en el que lentamente usurpamos los vestidos del payaso y en ese instante nuestra propia realidad nos revela la misma mesa, el mismo tiempo y sentimos un imperceptible cosquilleo en las piernas. Al bajar los ojos descubrimos cientos de hilos finísimos que inmovilizan nuestros pies, al tiempo que la carcajada inaudible se lleva consigo cualquier intento por pedir ayuda. El escritor es contundente a través de la voz de su personaje y la travesía por esta ciudad del “despertar” no será un viaje de placer ni un recorrido vacacional, porque a nadie le agradan los parajes hostiles ni encontrar que “Sobre el polvo del tablero de la mesa hay números escritos, muchos números” (Ibíd.), y que una de esas cifras se le parece bastante.
La ciudad de Ende es como una “vidriera descomunal” atestada de vacíos, hombres de negro, ausencias distantes, inmovilidades, rostros impávidos y “bichos gigantescos, gusanos acorazados largos como un brazo que se yerguen con mil patitas trémulas, cochinillas y escarabajos del tamaño de una mano, grandes y negros como botas. En lo alto flota una gran esfera, pulida y metálica” (Ibíd.). Así pues, el payaso es el único ser reflexivo que deambula por las calles con su tragedia particular y con su discernimiento humano intacto, porque a medida que avanza la lectura nos va “lanzando” dardos que impactan “deliciosamente” en nuestros pensamientos y esas punzadas se sienten tan reales que una certeza de medianoche es inevitable: “El infierno es una pesadilla que no acaba nunca. Pero ¿cómo he entrado en él? ¿Qué tengo que hacer para despertar por fin?” (Ende, 2008, p. 23).
En esta ciudad “el futuro es oscuro, una pared negra, impenetrable ante nuestros ojos. No, pasa entre nuestros dos ojos, a través de la cabeza” –nos comenta el payaso, y esa percepción del futuro es sin duda la muerte. Esta hipótesis no es más que una evidencia de la actualidad, pues es imposible evitar los recuerdos de tantos sucesos escabrosos que se dan a diario en las selvas y países que sufren en carne propia los alcances de los conflictos sociales, algunos de los cuales continúan vigentes al cabo de muchos años. Por otro lado, cuando leemos “Estamos ciegos. Cegados por el futuro”, es imposible no asentir con la cabeza porque el porvenir nos ataca por todos los flancos: para ser alguien hay que ser un “maniquí” de la moda, un cantante de versos “contantes y sonantes”, un escritor cuyas letras “nos ayuden a superarnos” o un hábil orador de esos que abundan en el Congreso. Para Ende “Se trata de despertar. Es lo único que importa” (p. 28), pero justo ahora, ya, al leer las primeras líneas de su cuento si se pudiera o al contemplar que:
(...) aquella esperanza que cabía en un dedal / evidentemente no cabe en este sobre / con sucios papeles de tantas manos sucias / que me pagan, es lógico, en cada veintinueve / por tener los libros rubricados al día / y dejar que la vida transcurra, / gotee simplemente / como un aceite rancio. (Benedetti, 1994, p. 42)
La cuestión es ¿cómo contagiar a los demás con ese síntoma que resbala como un aceite rancio por nuestros cuerpos? ¿Cómo mostrar esta ciudad poblada de edificios y brillos fugaces que se nutre con la vida y los sueños de sus habitantes? ¿Cómo invitar a un recorrido por el callejón sin salida en el cual “se encuentra una rata, una rata enorme, casi tan grande como un perro” (p. 22)? ¿Cómo escribir una nota anónima que diga “Me dirijo a ti, al que me sueña, quien quiera que seas. Sé que no puedo hacer nada contra ti, tú eres el más fuerte. Llévame a donde quieras, pero ten presente que a mí ya no me engañas” (p. 23)?
Luego de leer a Ende surgen infinidad de perspectivas desde las cuales mirar el mundo, porque su invitación expresa a soñar, a imbuirse en aguas desconocidas a partir de la contradicción reflexiva es recurrente. De antemano espero que el presente texto logre la redención de un puñado de sueños o tal vez el rescate de unos cuantos entes suburbanos que caminan y seguirán caminando al exterior de estas márgenes. A ellos les digo que: “No tiene sentido huir. No hay ningún refugio. Lo que aquí sucede, sucede por todas partes. Sucede siempre. El que huye cae aún más en la trampa” (p.24).
A manera de conclusión, y al cabo de casi doce páginas de “bostezos”, “parpadeos”, “horizontes casi despiertos”, “amaneceres menos adormilados” y pálpitos que siguen despertando a una bandada de sueños que viajan a lo largo de un firmamento totalmente humano –casi fantasmal– pero humano a pesar de todo, tan solo anotaré lo siguiente:
¡Distinguido público, mis queridos soñadores! El número que viene a continuación es único en el mundo y exige la máxima concentración. Por eso rogamos completo silencio y un redoble de tambor. Este es el momento de la verdad, pero yo no sé, sinceramente, lo que es un momento y no sé nada de la verdad, y menos aún a quién me refiero con «yo». (p. 28)
Y por último, esto:
¿0 acaso nuestro soñador no sabe que sólo nos sueña a nosotros? ¿Puedo yo, un sueño, explicárselo para que despierte de una vez? Y explicadme una cosa, damas y caballeros, ¿qué sucede con un sueño cuando despierta el soñador? ¿Nada? ¿No sucede ya nada? Pero yo quiero salir de aquí, ¡en serio! No quiero seguir soñando que existo. Tampoco quiero dejarme soñar por no se sabe quién. ¿0 acaso nos soñamos todos los unos a los otros? ¿Somos un tejido de sueños, una selva de sueños sin límites y sin fondo? ¿Somos todos un cínico sueño que nadie sueña? (p. 30)
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Bibliografía
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